jueves, 18 de septiembre de 2014

Capitulo 1

            EN MI CASA HAY un espejo, está detrás de un panel corredero, en el vestíbulo de arriba. Nuestra facción me permite mirarme en él el segundo día de cada tercer mes, el día que mi madre me corta el pelo.
            Me siento en el taburete y mi madre se pone detrás de mí con las tijeras. Los mechones caen en el suelo formando un anillo rubio pálido.
            Cuando termina, me aparta el pelo de la cara y me lo recoge en un moño. Soy consciente de lo tranquila y concentrada que parece, tiene bien aprendido el arte de abstraerse. Ojalá pudiera decirse lo mismo de mí.
            Espero a que no preste atención para echar un vistazo furtivo a mi reflejo, no por vanidad, sino por curiosidad. El aspecto de una persona puede cambiar mucho en tres meses. En mi imagen veo un rostro estrecho, ojos redondos y grandes, y una nariz larga y fina... Sigo pareciendo una niña, a pesar de que cumplí los dieciséis en algún momento de los últimos meses. Las otras facciones celebran los cumpleaños, pero nosotros no. Sería un exceso de indulgencia.
            —Ya está —dice cuando termina con el moño.
            Sus ojos se encuentran con los míos en el espejo y es demasiado tarde para apartar la mirada. Sin embargo, en vez de regañarme, sonríe a nuestra imagen. Frunzo un poquito el ceño: ¿por qué no me reprende por mirarme?
            —Bueno, hoy es el día —dice.
            —Sí.
            —¿Estás nerviosa?
            Me quedo un momento mirándome a los ojos en el espejo. Hoy es el día de la prueba de aptitud que me dirá a cuál de las cinco facciones pertenezco. Y mañana, en la Ceremonia de la Elección, me decidiré por una; decidiré el resto de mi vida; decidiré si me quedo con mi familia o la abandono.
            —No —respondo—. Las pruebas no tienen por qué cambiar nuestra elección.
            —Cierto —dice, y sonríe—. Vamos a desayunar.
            —Gracias. Por cortarme el pelo.
            Me da un beso en la mejilla y corre el panel para tapar el espejo. Creo que, en un mundo distinto, mi madre sería preciosa. Tiene pómulos altos y largas pestañas, y, cuando se suelta el pelo por la noche, la ondulada melena le cae sobre los hombros. Sin embargo, en Abnegación debe esconder su belleza.
            Caminamos juntas hasta la cocina. En estas mañanas en las que mi hermano prepara el desayuno, la mano de mi padre me roza el pelo mientras lee el periódico y mi madre recoge la mesa tarareando es cuando me siento más culpable por querer abandonarlos.
            El autobús apesta a humo de tubos de escape. Cada vez que da con un bache en el asfalto, me zarandea de un lado a otro, a pesar de que me sujeto al asiento para no moverme.
            Mi hermano mayor, Caleb, está de pie en el pasillo, agarrado a la barra que tiene sobre la cabeza para no caerse. No nos parecemos. Él tiene el cabello oscuro y la nariz aguileña de mi padre, y los ojos verdes y los hoyuelos en las mejillas de mi madre. Cuando era más joven, esa combinación de rasgos resultaba extraña, pero ahora le queda bien. Si no fuera de Abnegación, seguro que las chicas del instituto se le quedarían mirando.
            También ha heredado el talento de mi madre para el altruismo. En el autobús le ha dado su asiento a un maleducado hombre veraz sin pensárselo dos veces.
            El hombre veraz lleva un traje negro con una corbata blanca, el uniforme estándar de su facción. En Verdad se valora la sinceridad y creen que todo es blanco o negro, por eso se visten con esos colores.
            Los espacios entre los edificios empiezan a estrecharse y las calles a allanarse conforme nos acercamos al corazón de la ciudad. El edificio al que antes llamaban Torre Sears (nosotros lo llamamos el Centro) surge de entre la niebla como una columna negra en el horizonte. El autobús pasa bajo las vías elevadas. Nunca he montado en un tren, aunque no paran nunca y hay vías por todas partes. Solo los de Osadía los usan.
            Hace cinco años, los obreros voluntarios de Abnegación volvieron a pavimentar algunas de las calles, empezaron en el centro de la ciudad y continuaron hasta que se quedaron sin material. Las calles de mi barrio siguen agrietadas y llenas de baches, y no es seguro conducir por ellas. De todos modos, no tenemos coche.
            Caleb mantiene su plácida expresión mientras el autobús se agita y salta por la calle. La túnica gris se le resbala por el brazo al agarrarse a una de las barras para guardar el equilibrio. Por el movimiento constante de sus ojos, sé que está observando a la gente que nos rodea, que se esfuerza por verlos solo a ellos y olvidarse de sí mismo. En Verdad se valora la sinceridad, pero nosotros, los de Abnegación, valoramos el altruismo.
            El autobús se detiene delante del instituto, así que me levanto y paso rápidamente por delante del hombre de Verdad. Tropiezo con sus zapatos y me agarro al brazo de Caleb para no caerme. Los pantalones me están demasiado largos y nunca he sido muy grácil.
            El edificio de Niveles Superiores es el más antiguo de los tres colegios de la ciudad: Niveles Inferiores, Niveles Medios y Niveles Superiores. Como los edificios que lo rodean, está hecho de cristal y acero. Frente a él hay una gran escultura metálica por la que trepan los de Osadía después de clase, retándose entre ellos a subir cada vez más alto. El año pasado vi a uno caer y romperse una pierna. Yo fui la que corrí en busca de la enfermera.
            —Hoy son las pruebas de aptitud —digo.
            Caleb no me lleva un año entero, así que estamos en el mismo curso.
            Asiente con la cabeza al entrar por la puerta principal y a mí se me tensan los músculos en cuanto lo hacemos; el ambiente parece querer comernos, como si todos los alumnos de nuestra edad intentaran devorar este último día. Es probable que no volvamos a caminar de nuevo por estos pasillos después de la Ceremonia de la Elección. Una vez que escojamos, las respectivas facciones se harán responsables del resto de nuestra educación.
            Hoy reducen a la mitad la duración de cada clase para que asistamos a todas antes de las pruebas, que tendrán lugar después de la comida. Ya tengo el pulso acelerado.
            —¿No te preocupa nada lo que te vayan a decir? —le pregunto a Caleb.
            Nos detenemos en el pasillo, en el punto en el que él se irá por un lado, a Matemáticas Avanzadas, y yo por el otro, a Historia de las Facciones.
            —¿Y a ti? —pregunta a su vez, arqueando una ceja.
            Podría decirle que llevo semanas preocupada por lo que me dirá la prueba de aptitud: ¿Abnegación, Verdad, Erudición, Cordialidad u Osadía?
            En vez de hacerlo, sonrío y respondo:
            —La verdad es que no.
            —Bueno..., que pases un buen día —dice, devolviéndome la sonrisa.
            Me dirijo a la clase de Historia de las Facciones y me muerdo el labio inferior; no ha respondido a mi pregunta.
            Los pasillos están abarrotados, aunque la luz que entra por las ventanas crea la ilusión de un espacio mayor; este es uno de los únicos lugares en los que se mezclan las facciones, a nuestra edad. Hoy, la multitud tiene una energía distinta, la demencia del último día.
            Una chica de largo pelo rizado grita al lado de mi oreja para saludar a una amiga lejana. La manga de una chaqueta me da en la mejilla. Entonces, un chico de Erudición vestido con jersey azul me empuja, pierdo el equilibrio y caigo al suelo.
            —¡Quítate de en medio, estirada! —me suelta antes de seguir andando por el pasillo.
            Noto calor en las mejillas, me levanto y me sacudo el polvo. Unas cuantas personas se pararon cuando me caí, pero ninguna se ha ofrecido a ayudarme; sus ojos me siguen hasta el borde del pasillo. Hace meses que este tipo de cosas ocurren con los de mi facción: los de Erudición han estado publicando informes hostiles sobre Abnegación, y eso ha empezado a afectar a nuestra forma de relacionarnos en el instituto. Se supone que la ropa gris, el corte de pelo sencillo y el comportamiento sin pretensiones hacen que me sea más fácil olvidarme de mí y que los demás lo hagan también, pero ahora me convierten en un objetivo.
            Me paro junto a una ventana del Ala E y espero a que lleguen los de Osadía. Lo hago todas las mañanas: a las 7:25 en punto, los osados demuestran su valor saltando de un tren en marcha.
            Mi padre llama «demonios» a los de esa facción. Llevan piercings, tatuajes y ropa negra. Su principal misión es proteger la valla que rodea la ciudad. ¿De qué? Ni idea.
            Deberían desconcertarme, debería preguntarme qué tiene que ver el valor (que es la virtud que más aprecian) con ponerse un aro de metal en la nariz. Sin embargo, no puedo quitarles la vista de encima allá donde van.
            Se oye el silbato del tren y el sonido me retumba en el pecho. La luz fija en la parte delantera del vehículo se enciende y apaga al pasar a toda velocidad junto al instituto, chirriando sobre sus vías de hierro, y, cuando casi ha terminado de pasar, un éxodo en masa de jóvenes de ambos sexos vestidos con ropa oscura salta de los vagones en movimiento. Algunos caen y ruedan, otros dan unos cuantos pasos tambaleantes antes de recuperar el equilibrio; uno de los chicos rodea con un brazo los hombros de una chica mientras se ríe.

            Contemplarlos es una estupidez. Doy la espalda a la ventana y me meto entre la gente para llegar a la clase de Historia de las Facciones.

Capitulo 2

            LAS PRUEBAS EMPIEZAN Las pruebas empiezan después de comer. Nos sentamos en las largas mesas del comedor, y los encargados de las pruebas nos llaman de diez en diez, una persona en cada sala de examen. Me siento al lado de Caleb, frente a nuestra vecina, Susan.
            El padre de Susan viaja por toda la ciudad a causa de su trabajo, así que tiene un coche y la lleva en él al instituto todos los días. También se ofreció para llevarnos y traernos a nosotros, pero, como dice Caleb, preferimos salir más tarde y no queremos causarle molestias.
            Claro que no.
            Los encargados de las pruebas son, sobre todo, voluntarios de Abnegación, aunque hay uno de Erudición en una de las salas y otro de Osadía en otra para hacernos las pruebas a los de Abnegación, ya que las reglas especifican que no puede examinarnos un miembro de nuestra misma facción. Las reglas también dicen que no podemos prepararnos de ninguna manera para la prueba, así que no sé qué esperar.
            Dejo de mirar a Susan y observo las mesas de Osadía, al otro lado del comedor. Están riendo, gritando y jugando a las cartas. En otro grupo de mesas, los de Erudición charlan entre libros y periódicos, en su búsqueda constante de conocimiento.
            Un grupo de chicas de Cordialidad vestidas de amarillo y rojo están sentadas en círculo sobre el suelo del comedor, en pleno juego de palmadas que va acompañado por una canción con rima. Cada pocos minutos oigo un coro de risas cuando eliminan a alguien, que tiene que sentarse en el centro del círculo. En la mesa de al lado, los chicos de Verdad hacen grandes gestos con las manos; parecen discutir, pero no debe de ser nada serio, ya que algunos siguen sonriendo.
            En la mesa de Abnegación permanecemos sentados y esperamos. Las costumbres de la facción dictan que estemos todos tranquilos y sin hacer nada, y que dejemos a un lado las preferencias individuales. Dudo que todos los de Erudición quieran estudiar constantemente o que todos los de Verdad disfruten de un debate animado, pero, al igual que me pasa a mí, no pueden desafiar las normas de sus facciones.
            Llaman a Caleb en el siguiente grupo. Él avanza con confianza hacia la salida. No tengo que desearle buena suerte ni que asegurarle que no hay por qué ponerse nervioso. Él es consciente de cuál es su lugar y, por lo que yo sé, siempre ha sido así. Mi primer recuerdo de él es de cuando teníamos cuatro años y me regañó por no darle mi cuerda de saltar en el patio a una niñita que no tenía nada con que jugar. Ya no suele darme sermones, aunque tengo grabada en la memoria su cara de desaprobación.
            He intentado explicarle que mis instintos no son como los suyos (a mí ni se me habría ocurrido ofrecer mi asiento al hombre de Verdad del autobús), pero no lo entiende. Siempre dice: «Tú haz lo que se supone que debes hacer». A él le resulta sencillo. A mí también debería resultármelo.
            Noto una punzada en el estómago. Cierro los ojos y los mantengo cerrados hasta que pasan diez minutos y Caleb regresa a la mesa.
            Está blanco como la cal; se pone a restregarse las piernas con las palmas de las manos, como hago yo cuando me limpio el sudor, y, cuando las vuelve a sacar, le tiemblan los dedos. Abro la boca para preguntarle algo, pero no me salen las palabras. No se me permite preguntarle por los resultados, y él no puede decírmelos.
            Un voluntario de Abnegación recita la siguiente ronda de nombres. Dos de Osadía, dos de Erudición, dos de Cordialidad, dos de Verdad y:
            —De Abnegación: Susan Black y Beatrice Prior.
            Me levanto porque se supone que tengo que hacerlo, aunque, de ser por mí, me habría quedado sentada el resto del día. Es como si tuviera una burbuja en el pecho que se dilatara por segundos y amenazara con romperme desde dentro. Sigo a Susan a la salida. Es muy probable que las personas junto a las que paso no sepan diferenciarnos, ya que llevamos la misma ropa y el pelo rubio cortado de la misma manera. La única diferencia es que Susan no tendrá ganas de vomitar y, por lo que veo, a ella no le tiemblan las manos tanto como para tener que disimularlo agarrándose el borde de la falda.
            Al otro lado de las puertas del comedor nos espera una fila de diez salas. Solo se usan para las pruebas de aptitud, así que nunca he entrado en una de ellas. A diferencia del resto de aulas del instituto, están separadas por espejos, en vez de por cristal. Me contemplo, pálida y aterrada, al dirigirme a una de las puertas. Susan me sonríe con aire nervioso antes de entrar en la sala 5, y yo me meto en la 6, donde una mujer de Osadía me espera.
            No tiene un aspecto tan estricto como el de los jóvenes de su facción que he visto. Sus ojos son pequeños, oscuros y angulares, y lleva una americana negra (como las de los trajes de los hombres) y vaqueros. Hasta que se vuelve para cerrar la puerta no me doy cuenta de que tiene un tatuaje en la nuca, un halcón blanco y negro con un ojo rojo. Si no me hubiera migrado el corazón a la garganta, le habría preguntado por lo que significaba; debe de significar algo.
            El interior de la habitación está forrado de espejos. Veo mi reflejo desde todos los ángulos: la tela gris que oscurece la forma de mi espalda, mi largo cuello, mis manos nudosas y enrojecidas. El techo brilla con una luz blanca. En el centro del cuarto hay un sillón con el respaldo abatido, como el de los dentistas, con una máquina al lado. Parece un lugar en el que ocurren cosas terribles.
            —No te preocupes —dice la mujer—, no duele.
            Su pelo es negro y liso, aunque, gracias a la luz, veo que tiene algunos mechones grises.
            —Siéntate y ponte cómoda. Me llamo Tori.
            Me siento con torpeza en el sillón y me recuesto. Las luces me hacen daño en los ojos. Tori se pone a manipular la máquina que tengo al lado, y yo intento concentrarme en ella y no en los cables que lleva en las manos.
            —¿Por qué un halcón? —suelto cuando ella me coloca un electrodo en la frente.
            —Nunca había conocido a un abnegado curioso —responde, arqueando una ceja.
            Me estremezco y el vello de los brazos se me pone de punta. Mi curiosidad es un error, una traición a los valores de mi grupo.
            Mientras tararea un poco, me pone otro electrodo en la frente y explica:
            —En algunas partes del mundo antiguo, el halcón era el símbolo del sol. Cuando me hice esto supuse que, si llevaba el sol siempre conmigo, nunca temería la oscuridad.
            Intenté evitar preguntar otra cosa, pero no lo conseguí.
            —¿Te da miedo la oscuridad?
            —Me daba miedo la oscuridad —me corrige mientras se pone el siguiente electrodo en la frente y lo une a un cable; después, se encoge de hombros—. Ahora me recuerda el miedo que he superado.
            Se pone detrás de mí. Aprieto los reposabrazos con tanta fuerza que mis nudillos dejan de estar rojos. Tori tira hacia ella de algunos cables, me los pone, se los pone y los engancha a la máquina que tiene detrás. Después me da un frasco lleno de líquido transparente.
            —Bébete esto —me dice.
            —¿Qué es? —pregunto; noto la garganta hinchada y trago saliva con dificultad—. ¿Qué va a pasar?
            —No te lo puedo decir. Confía en mí.
            Consigo expulsar el aire de los pulmones y me echo en la boca el contenido del frasco. Cierro los ojos.
            Cuando los abro ha pasado solo un instante, pero me encuentro en otro sitio. Estoy de nuevo en el comedor del instituto, aunque las largas mesas están vacías y a través de las ventanas veo que está nevando. En la mesa que tengo delante hay dos cestas: en una hay un trozo de queso y, en la otra, un cuchillo tan largo como mi antebrazo.
            Detrás de mí, una voz de mujer me dice:
            —Elige.
            —¿Por qué?
            —Elige —repite.
            Miro atrás, pero no hay nadie. Me vuelvo hacia las cestas.
            —¿Qué haré con ellas?
            —¡Elige! —me grita.
            Cuando me grita noto que el miedo desaparece y lo sustituye la tozudez. Frunzo el ceño y me cruzo de brazos.
            —Como prefieras —dice ella.
            Las cestas desaparecen, oigo el chirrido de una puerta y me vuelvo para ver quién es. Pero no es alguien, sino algo: un perro con un hocico alargado está a pocos metros de mí. Se agacha y avanza enseñándome los dientes; de lo más profundo de su garganta surge un gruñido, y entonces entiendo para qué me habría servido el queso. O el cuchillo. Sin embargo, ya es demasiado tarde.
            Pienso en correr, pero el perro será más rápido que yo. No puedo luchar con él y tirarlo al suelo. Se me acelera el corazón, tengo que decidirme. Si salto sobre una de las mesas y la uso de escudo… No, soy demasiado baja para saltar por encima y no tengo la fuerza suficiente para tirarla.
            El perro ladra y casi noto la vibración del sonido en el cráneo.
            Mi libro de Biología decía que los perros huelen el miedo por una sustancia química que segregan las glándulas humanas en momentos de tensión, la misma sustancia química que segrega la presa de un perro. Oler el miedo los impulsa a atacar. El perro se acerca más, oigo sus uñas arañar el suelo.
            No puedo correr, no puedo luchar, así que huelo el asqueroso aliento del perro e intento no pensar en lo que habrá comido. En sus ojos no hay blanco, solo un brillo negro.
            ¿Qué más sé sobre perros? No debería mirarlo a los ojos, es un signo de agresión. Recuerdo haber pedido a mi padre un perro cuando era pequeña, y ahora, mirando al suelo frente a las patas de uno, no recuerdo por qué. Se acerca más, sigue gruñendo. Si mirarlo a los ojos es un signo de agresión, ¿qué sería un signo de sumisión?
            Tengo la respiración alterada, aunque firme. Me pongo de rodillas. Lo que menos me apetece en el mundo es tumbarme en el suelo delante del perro (de modo que sus dientes estén a la altura de mi cara), pero es mi mejor opción, así que estiro las piernas detrás de mí y me apoyo en los codos. El perro se acerca más, cada vez más, hasta que noto su cálido aliento en el rostro. Me tiemblan los brazos.
            Me ladra en la oreja y aprieto los dientes para no gritar.
            Algo rasposo y húmedo me toca la mejilla. El perro deja de gruñir y, cuando levanto la cabeza para mirar, está jadeando: me ha lamido la cara. Frunzo el ceño y me siento sobre los talones, y el perro me pone las patas sobre las rodillas y me lame la barbilla. Hago una mueca, me limpio la saliva de la piel y me río.
            —En realidad no eres una bestia asesina, ¿eh?
            Me levanto poco a poco para no sobresaltarlo, pero parece un animal distinto al que se me había enfrentado unos segundos antes. Extiendo un brazo con cuidado, por si tengo que retirarlo rápidamente, y el perro me acaricia la mano con la cabeza. De repente me alegro mucho de no haber elegido el cuchillo.
            Parpadeo y, cuando abro los ojos, al otro lado del cuarto hay una niña con un vestido blanco. La niña extiende los dos brazos y chilla:
            —¡Cachorrito!
            Mientras corre hacia el perro que tengo al lado, abro la boca para advertirla, pero es demasiado tarde: el perro se vuelve y, en vez de gruñir, ladra y sus músculos se contraen como un muelle, listo para saltar. No me lo pienso, solo reacciono: me lanzo sobre el perro y le rodeo el grueso cuello con los brazos.
            Me doy con la cabeza contra el suelo. El perro ha desaparecido, al igual que la niña. Estoy sola en la sala de la prueba, que se ha quedado vacía. Me doy la vuelta lentamente y no me veo en los espejos. Abro la puerta y salgo al pasillo, pero no es un pasillo, sino un autobús, y todos los asientos están ocupados.
            Me quedo en el pasillo y me agarro a una barra. Cerca de mí hay un hombre sentado leyendo el periódico. No le veo la cara por encima del periódico, aunque sí las manos, que están llenas de cicatrices, como si se las hubiera quemado, y se aferran al papel como si quisiera arrugarlo.
            —¿Conoces a este tío? —pregunta, dando unos golpecitos en la portada del periódico; en el titular se lee: «¡Brutal asesino atrapado por fin!».
            Me quedo mirando la palabra «asesino». Hace mucho tiempo que no la leía, pero incluso su forma me aterroriza.
            En la fotografía, bajo el titular, se ve a un joven de cara normal con barba. Me da la impresión de que lo conozco, aunque no recuerdo de qué, y, a la vez, me da la impresión de que sería mala idea decírselo al hombre.
            —¿Y? —insiste, enfadado—. ¿Lo conoces?
            Una mala idea, no, una idea malísima. El corazón me late muy deprisa y me agarro a la barra para que no me tiemblen las manos y no delatarme. Si le digo que conozco al hombre del artículo, me sucederá algo horrible, pero puedo convencerlo de que no lo conozco. Puedo aclararme la garganta y encogerme de hombros, aunque eso sería mentir.
            Me aclaro la garganta.
            —¿Lo conoces? —repite.
            Me encojo de hombros.
            —¿Y?
            Me estremezco. Mi miedo es irracional; esto no es más que una prueba, no es real.
            —No —respondo, como si nada—. No tengo ni idea de quién es.
            Se levanta y por fin le veo la cara: lleva gafas de sol oscuras y tuerce la boca como si gruñera. Tiene la mejilla repleta de cicatrices, como las manos. Se inclina sobre mí, cerca de mi cara, y el aliento le huele a cigarrillos. «No es real —me recuerdo—. No es real.»
            —Mientes —dice—. ¡Estás mintiendo!
            —No.
            —Te lo veo en los ojos.
            —No puedes —respondo, poniéndome más derecha.
            —Si lo conoces podrías salvarme —insiste en voz baja—. ¡Podrías salvarme!

            —Bueno —respondo, decidida, y entrecierro los ojos—, pues no lo conozco.

Capitulo 3

            ME DESPIERTO CON las manos sudorosas y una punzada de culpabilidad en el pecho. Estoy tumbada en el sillón de la habitación de los espejos. Echo la cabeza atrás y veo a Tori detrás de mí; tiene los labios apretados y está quitándonos a las dos los electrodos de la cabeza. Espero a que diga algo sobre la prueba, que ha terminado o que lo he hecho bien, aunque ¿cómo iba a hacerlo mal en una prueba de este tipo? Sin embargo, no me dice nada, se limita a quitarme los cables de la frente.
            Me echo hacia delante y me seco las manos en los pantalones. Debo de haber hecho algo mal, aunque solo haya ocurrido en mi cabeza. ¿Tiene Tori esa expresión tan extraña porque no sabe cómo decirme lo mala persona que soy? Ojalá lo soltara de una vez.
            —Esto ha sido desconcertante —dice al fin—. Perdona, ahora mismo vuelvo.
            ¿Desconcertante?
            Me llevo las rodillas al pecho y escondo la cara en ellas. Tengo ganas de llorar, porque las lágrimas me ayudarían a descargarme un poco, pero no lo hago. ¿Cómo se puede suspender una prueba para la que no te dejan prepararte?
            Me pongo más nerviosa conforme pasan los segundos. Tengo que limpiarme las manos constantemente porque no dejan de sudar… ¿o es porque hacerlo me calma? ¿Y si me dicen que no encajo en ninguna facción? Tendría que vivir en la calle, con los abandonados. No puedo hacerlo. Vivir sin una facción no es solo vivir en la pobreza y la incomodidad, es vivir al margen de la sociedad, separado de lo más importante que hay en la vida: la comunidad.
            Mi madre me dijo una vez que no podemos sobrevivir solos, pero que, aunque pudiéramos, no querríamos hacerlo. Sin facción, no tenemos ni objetivo ni razón para vivir.
            Sacudo la cabeza, no debo pensar así, tengo que mantener la calma.
            Por fin se abre la puerta y entra Tori. Me agarro a los brazos del sillón.
            —Siento haberte preocupado —me dice; se queda de pie, con las manos en los bolsillos, y parece tensa y pálida—. Beatrice, los resultados de tu prueba no han sido concluyentes. Normalmente, cada etapa de la simulación elimina una o más facciones, pero, en tu caso, solo se han descartado dos.
            —¿Dos? —pregunto, mirándola; tengo la garganta tan cerrada que apenas puedo hablar.
            —Si hubieras demostrado un desprecio automático por el cuchillo y elegido el queso, la simulación te habría llevado a otro escenario para confirmar tu aptitud por Cordialidad. Como eso no pasó, Cordialidad queda descartada —explica Tori, rascándose la nuca—. La simulación suele progresar de manera lineal, aislando una facción y descartando el resto. Las elecciones que has hecho ni siquiera permitían descartar Verdad, que era la siguiente posibilidad, así que tuve que alterar la simulación para ponerte en el autobús. Y, ahí, tu insistencia en mentir descartó Verdad. No te preocupes —añadió, sonriendo a medias—. Solo los veraces son sinceros en esa situación.
            Uno de los nudos de mi pecho se suelta; quizá no sea tan mala persona.
            —Bueno, supongo que eso no es del todo cierto: son sinceros los de Verdad… y los de Abnegación —se corrige—. Y eso nos supone un problema.
            Se me abre la boca.
            —Por un lado, te lanzaste sobre el perro en vez de dejar que atacara a la niña, lo que es una respuesta típica de Abnegación. Sin embargo, por el otro, cuando el hombre dijo que la verdad lo salvaría, seguiste negándote a contarla. No es una respuesta de Abnegación —explica, suspirando—. No huir del perro sugiere Osadía, pero también elegir el cuchillo, cosa que no hiciste. —Se aclara la garganta antes de seguir hablando—. Tu inteligente respuesta al perro indica una fuerte afinidad con Erudición. No tengo ni idea de cómo interpretar tu indecisión en la primera etapa, pero…
            —Espera —la interrumpo—, entonces, ¿no tienes ni idea de cuál es mi aptitud?
            —Sí y no. Mi conclusión es que demuestras tener igual aptitud para Abnegación, Osadía y Erudición. Las personas con este clase de resultados son… —empieza a decir, pero vuelve la vista atrás antes de hacerlo, como si esperara que apareciese alguien—. Se les llama… divergentes.
            Dice la última palabra tan bajo que casi no la oigo, y Tori vuelve a ponerse tensa y a mirar detrás de ella. Rodea el sillón y se acerca más a mí.
            —Beatrice, no debes compartir esta información con nadie, bajo ninguna circunstancia. Es muy importante.
            —Se supone que no debemos revelar nuestros resultados —respondo, asintiendo con la cabeza—. Ya lo sé.
            —No —insiste ella, arrodillándose al lado del sillón para apoyarse en el reposabrazos; nuestras caras están a pocos centímetros de distancia—. Esto es distinto, no me refiero a ahora; quiero decir que no debes contárselo a nadie nunca, pase lo que pase. La divergencia es extremadamente peligrosa. ¿Lo entiendes?
            No lo entiendo, ¿por qué iban a ser peligrosos unos resultados no concluyentes? Sin embargo, asentí. De todos modos, no quería contarle lo de mis resultados a nadie.
            —Vale.
            Levanto las manos de los brazos del sillón y me levanto, algo inestable.
            —Te aconsejo que vuelvas a casa —dice Tori—. Tienes mucho en qué pensar y quizá no te beneficie esperar con los demás.
            —Tengo que decirle a mi hermano que me voy.
            —Yo se lo diré.
            Me toco la frente y me quedo contemplando el suelo al salir del cuarto. No puedo mirarla a los ojos, no puedo pensar en la Ceremonia de la Elección, que se celebra mañana.
            Ahora sí que es mi elección, diga lo que diga la prueba.
            Abnegación. Osadía. Erudición.
            Divergente.
            Decido no ir en autobús. Si llego a casa temprano, mi padre se dará cuenta cuando compruebe el registro al final del día, y tendré que explicarle lo sucedido. Así que voy andando. Tendré que interceptar a Caleb antes de que mencione algo a nuestros padres, pero Caleb sabe guardar un secreto.
            Camino por el centro de la calzada. Los autobuses suelen pegarse a la acera, así que es más seguro ir por aquí. A veces, en las calles cercanas a mi casa, veo los sitios donde antes estaban las líneas amarillas. Ya no nos sirven para nada porque hay muy pocos coches. Tampoco necesitamos semáforos, aunque en algunos lugares todavía cuelgan en precario equilibrio sobre la calzada, como si fueran a caerse en cualquier momento.
            Las obras de rehabilitación van muy lentas en la ciudad, que es un mosaico de edificios nuevos y limpios, y edificios viejos y en ruinas. Casi todos los nuevos están cerca del pantano, que hace mucho tiempo era un lago. La agencia de voluntarios de Abnegación en la que trabaja mi madre es responsable de casi todas las obras de rehabilitación.
            Cuando examino el estilo de vida de mi facción desde fuera, me parece precioso. Me enamoro de nuevo de esta vida cuando observo a mi familia funcionar en armonía, cuando vamos a alguna comida de celebración y todos limpian juntos después sin que nadie se lo pida o cuando veo a Caleb ayudar a desconocidos a llevar la compra. Sin embargo, cuando intento vivirla yo misma, tengo problemas, como si no lo hiciera con sinceridad.
            Por otro lado, elegir otra facción significa renunciar a mi familia. Para siempre.
            Justo después del sector de Abnegación está la zona de estructuras de edificios y aceras rotas por la que paso ahora. Hay puntos en los que la calle se ha hundido del todo y deja al descubierto sistemas de alcantarillado y metros vacíos que debo esquivar con precaución, además de lugares que huelen tanto a aguas residuales y basura que tengo que taparme la nariz.
            Aquí es donde viven los que no tienen facción. Como no lograron completar la iniciación de la facción que habían elegido, viven en la pobreza y hacen el trabajo que nadie quiere hacer: son porteros, obreros de la construcción y basureros; fabrican telas, manejan los trenes y conducen los autobuses. A cambio de su trabajo obtienen comida y ropa, pero, como dice mi madre, menos de la que necesitan.
            Veo a uno de esos abandonados de pie en la esquina por la que voy a pasar. Lleva ropa marrón harapienta y la piel le cuelga de la mandíbula. Se me queda mirando y le devuelvo la mirada, incapaz de apartarla.
            —Perdone —dice con voz ronca—, ¿tiene algo de comer?
            Noto un nudo en la garganta. En mi cabeza, una voz muy severa me dice: «Agacha la cabeza y sigue andando».
            No, sacudo la cabeza. No debo tener miedo de este hombre; necesita ayuda y se supone que tengo que ayudarlo.
            —Eh…, sí —respondo.
            Meto la mano en mi cartera. Mi padre me dice que lleve siempre comida en la cartera por esta precisa razón. Le ofrezco al hombre una bolsita con trozos de manzana seca.
            Él acerca la mano, pero, en vez de aceptar la bolsa, me agarra la muñeca y sonríe; tiene un hueco entre los dientes delanteros.
            —Vaya, qué ojos tan bonitos que tienes —dice—. Qué pena que lo demás sea tan soso.
            Se me acelera el corazón y, cuando intento tirar de la mano, él me aprieta con más fuerza. Huelo algo acre y desagradable en su aliento.
            —Pareces un poquito joven para ir andando por ahí tú sola, cariño.
            Dejo de tirar y me enderezo. Sé que parezco menor, no hace falta que me lo recuerden.
            —Soy mayor de lo que aparento —respondo—. Tengo dieciséis años.
            Estira bien los labios y deja al descubierto una muela gris con un punto negro en el lateral. No sé si está sonriendo o si es otro tipo de mueca.
            —Entonces, ¿no es hoy tu día especial? ¿El día antes de elegir?
            —Suélteme —respondo.
            Me pitan los oídos, mi voz suena clara y seria, cosa que no me esperaba. Es como si no fuera mi voz.
            Estoy lista, sé lo que tengo que hacer. Me imagino dándole un codazo, veo la bolsa de manzanas volando por los aires y oigo mis pasos al correr. Estoy preparada para actuar.
            Sin embargo, me suelta la muñeca, se lleva las manzanas y dice:

            —Elige bien, niñita.

Capitulo 4

            LLEGO A MI calle cinco minutos antes de lo normal, según mi reloj, que es el único adorno permitido por Abnegación y solo porque resulta práctico. La correa es gris y la esfera, de cristal. Si lo pongo en el ángulo correcto, casi veo mi reflejo sobre las manecillas.
            Las casas de mi calle son todas del mismo tamaño y de la misma forma. Están construidas en cemento gris, con pocas ventanas, formando rectángulos funcionales y económicos. En vez de césped tenemos malas hierbas, y los buzones son de metal mate. Puede que haya quien lo considere lúgubre, pero a mí me reconforta su simplicidad.
            La simplicidad no se debe a que despreciemos la singularidad, como a veces interpretan las otras facciones. Todo (nuestras casas, nuestra ropa, nuestro corte de pelo) está pensado para que nos olvidemos de nosotros y nos protejamos de la vanidad, la codicia y la envidia, que no son más que distintas formas de egoísmo. Si tenemos poco, deseamos poco y todos somos iguales, no envidiaremos a nadie.
            Intento que me guste.
            Me siento en el escalón de la entrada y espero a que llegue Caleb. No tarda mucho, al cabo de un minuto veo unas figuras con túnicas grises caminando por la calle. Oigo risas. En el instituto intentamos no llamar la atención, pero los juegos y las bromas empiezan cuando llegamos a casa. Aun así, nadie aprecia mucho mi tendencia natural al sarcasmo, ya que el sarcasmo siempre es a costa de otra persona. Quizá sea mejor que Abnegación quiera que lo reprima; quizá no tenga que dejar a mi familia; quizá si lucho por pertenecer a los abnegados mi actuación se convierta en realidad.
            —¡Beatrice! —exclama Caleb—. ¿Qué ha pasado? ¿Estás bien?
            —Estoy bien.
            Está con Susan y su hermano, Robert, y Susan me mira con cara rara, como si yo fuera una persona distinta a la de esta mañana. Me encojo de hombros.
            —Cuando terminó la prueba, me mareé. Será por el líquido que nos dieron. Ya me siento mejor.
            Intento sonreír de manera convincente, y parece que he convencido a Susan y a Robert, que ya no se preocupan por mi estabilidad mental. Sin embargo, Caleb me mira con los ojos entrecerrados, como hace siempre que sospecha de un engaño.
            —¿Habéis venido en autobús? —pregunto a los vecinos; me da igual cómo hayan llegado Susan y Robert a casa, pero necesito cambiar de tema.
            —Nuestro padre trabaja hasta tarde —responde Susan— y nos dijo que debíamos dedicar un tiempo a pensar antes de la ceremonia de mañana.
            Se me acelera el corazón al recordar la ceremonia.
            —Podéis venir después a casa, si os apetece —les ofrece Caleb en tono cortés.
            —Gracias —responde Susan, y le sonríe.
            Robert arquea una ceja y me mira. Los dos llevamos un año intercambiando miradas cómplices, ya que ese es el tiempo que llevan Susan y Caleb flirteando con indecisión, como solo saben hacer los abnegados. La mirada de Caleb sigue a Susan por la acera. Tengo que agarrarlo del brazo para sacarlo de su ensoñación. Lo conduzco a casa y cierro la puerta.
            Se vuelve hacia mí. Sus cejas, oscuras y rectas, se juntan tanto que entre ellas aparece una profunda arruga. Cuando frunce el ceño se parece más a mi madre que a mi padre. En un instante lo veo viviendo la misma vida que mi padre: quedándose en Abnegación, aprendiendo un oficio, casándose con Susan y teniendo una familia. Será maravilloso.
            Y puede que yo no lo vea.
            —¿Me vas a contar ya la verdad? —pregunta en voz baja.
            —La verdad es que se supone que no puedo decirlo y se supone que tú no puedes preguntarlo.
            —¿Te saltas todas las reglas, pero esta no? ¿Ni siquiera por una razón tan importante?
            Vuelve a apretar las cejas y se muerde la comisura del labio. Aunque me acusa con sus palabras, suena como si me intentara sonsacar información, como si de verdad quisiera oír mi respuesta.
            —¿Y tú? —pregunto, entrecerrando los ojos—. ¿Qué ha pasado en tu prueba, Caleb?
            Nos miramos a los ojos. Oigo la bocina de un tren, aunque es tan débil que bien podría ser el viento al pasar silbando por un callejón. Pero sé reconocerlo: suena como si los osados me llamaran para ir con ellos.
            —Tú… no les digas a papá y a mamá lo que ha pasado, ¿vale? —añado.
            Se me queda mirando a los ojos unos segundos antes de asentir con la cabeza.
            Quiero subir a mi cuarto y tumbarme. La prueba, el camino de vuelta y mi encuentro con el hombre abandonado me han dejado agotada. Pero mi hermano preparó el desayuno esta mañana y mi madre preparó la comida, y mi padre hizo la cena anoche, así que me toca cocinar. Respiro hondo y entro en la cocina para ponerme con ello.
            Un minuto después, Caleb se me une. Aprieto los dientes. Me ayuda con todo. Lo que más me fastidia de él es su bondad natural, su altruismo innato.
            Caleb y yo trabajamos sin hablar. Yo cuezo guisantes y él descongela cuatro trozos de pollo. Casi todo lo que comemos está congelado o en lata, ya que estos días las granjas están muy lejos. Mi madre me contó una vez que, hace mucho tiempo, había gente que no compraba productos modificados genéticamente porque les parecía antinatural. Ahora no tenemos otra alternativa.
            Cuando llegan mis padres, la cena está preparada y la mesa puesta. Mi padre suelta la cartera junto a la puerta y me da un beso en la cabeza. Otras personas lo consideran un hombre obstinado, quizá en exceso, pero también es cariñoso. Intento ver solo su parte buena; lo intento.
            —¿Cómo ha ido la prueba? —me pregunta mientras pongo los guisantes en un cuenco para servirlos.
            —Bien —respondo; no podría ser una veraz, me resulta demasiado fácil mentir.
            —He oído que hubo un problema con una de las pruebas —dice mi madre.
            Como mi padre, trabaja para el gobierno, aunque ella se encarga de los proyectos de mejora de la ciudad. Reclutó a los voluntarios que se encargaban de las pruebas de aptitud. La mayor parte del tiempo se dedica a organizar a los obreros que ayudan a los abandonados con la comida, la vivienda y el trabajo.
            —¿De verdad? —comenta mi padre; es raro que haya algún problema en las pruebas.
            —No sé mucho, pero mi amiga Erin me contó que algo salió mal en una de las pruebas, así que tuvieron que dar los resultados de palabra —explica mi madre mientras coloca una servilleta al lado de cada plato—. Al parecer, el alumno se puso enfermo y lo enviaron antes a casa —añade, y se encoge de hombros—. Espero que esté bien. ¿Vosotros habéis oído algo?
            —No —responde Caleb, sonriendo.
            Mi hermano tampoco sería un buen veraz.
            Nos sentamos a la mesa. Siempre pasamos la comida hacia la derecha, y nadie come hasta que todos están servidos. Mi padre da una mano a mi madre y otra a mi hermano, y ellos a él y a mí, y mi padre da gracias a Dios por la comida, el trabajo, los amigos y la familia. No todas las familias de Abnegación son religiosas, pero mi padre dice que deberíamos intentar obviar esas diferencias porque solo sirven para dividirnos. No estoy segura de cómo interpretarlo.
            —Bueno, cuéntame —pide mi madre a mi padre.
            Lo toma de la mano y le acaricia los nudillos con el pulgar. Me quedo mirando sus manos unidas. Mis padres se quieren, aunque rara vez demuestra así su afecto delante de nosotros. Nos han enseñado que el contacto físico es poderoso, así que me produce desconfianza desde que era pequeña.
            —Dime qué te preocupa —añade.
            Me quedo mirando mi plato; a veces, los agudos sentidos de mi madre me sorprenden, pero ahora sirven para reprenderme. Estaba tan concentrada en mí misma que no me di cuenta de que mi padre tenía la frente arrugada y los hombros caídos.
            —He tenido un día difícil en el trabajo —responde—. Bueno, en realidad, Marcus ha tenido un día difícil. No debería apropiarme de ello.
            Marcus es un compañero de mi padre; los dos son líderes políticos. La ciudad la gobierna un consejo de cincuenta personas, todas representantes de Abnegación, ya que se considera que nuestra facción es incorruptible gracias a nuestro compromiso con el altruismo. Los líderes son elegidos por sus iguales atendiendo a lo intachable de su reputación, a su fortaleza moral y a sus dotes para el liderazgo. Los representantes de las demás facciones pueden hablar en las reuniones sobre un asunto concreto, pero, al final, la decisión es del consejo. Aunque, técnicamente, el consejo toma las decisiones en grupo, Marcus tiene mucha influencia.
            Ha sido así desde el inicio de la gran paz, cuando se crearon las facciones. Creo que el sistema continúa porque nos da miedo lo que pueda pasar si no lo hace: la guerra.
            —¿Es por ese informe que ha publicado Jeanine Matthews? —pregunta mi madre.
            Jeanine Matthews es la única representante de Erudición, seleccionada por su coeficiente intelectual. Mi padre se queja a menudo de ella.
            —¿Un informe? —pregunto, levantando la cabeza.
            Caleb me lanza una mirada de advertencia. Se supone que no debemos hablar en la mesa, a no ser que nuestros padres nos hagan una pregunta directa, cosa que no suelen hacer. Que escuchemos es un regalo para ellos, según dice mi padre. A ellos les toca escucharnos después de la cena, en la sala de estar.
            —Sí —dice mi padre, entrecerrando los ojos—. Esos arrogantes mojigatos… —empieza, pero se detiene y se aclara la garganta—. Lo siento, es que ha publicado un informe atacando la reputación de Marcus.
            —¿Y qué decía? —pregunto de nuevo, arqueando las cejas.
            —Beatrice —dice Caleb en voz baja.
            Agacho la cabeza y le doy vueltas al tenedor hasta que dejo de notar calor en las mejillas. No me gusta que me regañen, y menos mi hermano.
            —Decía que el hijo de Marcus había elegido Osadía en vez de Abnegación por culpa de la crueldad y la violencia con la que lo trataba su padre.
            Pocas personas nacidas en Abnegación deciden abandonarla. Cuando se van, lo recordamos. Hace dos años, el hijo de Marcus, Tobias, nos dejó para irse a Osadía, y Marcus se quedó deshecho. Tobias era su único hijo… y su única familia, ya que su mujer murió al dar a luz a su segundo hijo, que también murió minutos después.
            No conocí a Tobias. Casi nunca asistía a los acontecimientos de la comunidad y nunca acompañó a su padre a nuestra casa para cenar. Mi padre a menudo comentaba que era extraño, aunque ahora ya no importa.
            —¿Cruel? ¿Marcus? —repuso mi madre, sacudiendo la cabeza—. Pobre hombre, como si necesitara que le recordaran su pérdida.
            —¿La traición de su hijo, quieres decir? —dice mi padre en tono frío—. A estas alturas no debería sorprenderme. Los de Erudición llevan meses atacándonos con estos informes. Y no han acabado, habrá más, te lo garantizo.
            No debería volver a hablar, pero no puedo contenerme, así que suelto:
            —¿Por qué nos hacen esto?
            —¿Por qué no aprovechas esta oportunidad para escuchar a tu padre, Beatrice? —pregunta mi madre con cariño.
            Lo dice como una sugerencia, no como una orden. Miro a Caleb, que está frente a mí, mirándome con su cara de desaprobación.
            Me dedico a examinar los guisantes. No estoy segura de ser capaz de seguir con esta vida de obligaciones. No soy lo bastante buena.
            —Ya sabes por qué —responde mi padre—: porque tenemos algo que ellos quieren. Valorar el conocimiento por encima de todo lleva a ansiar el poder, y eso, a su vez, conduce a las personas a unos lugares oscuros y vacíos. Deberíamos dar gracias por ser más listos.
            Asiento con la cabeza. Sé que no decidiré ser erudita, aunque los resultados de mi prueba indiquen que podría. Soy hija de mi padre.
            Mis padres limpian después de cenar. Ni siquiera dejan que Caleb los ayude, ya que se supone que esta noche debemos quedarnos solos en vez de reunirnos en la sala de estar, para que así podamos pensar en los resultados de la prueba.
            Quizá mi familia me ayudara a elegir si pudiera hablar de mis resultados, pero no puedo. Oigo los susurros de advertencia de Tori cada vez que flaquea mi determinación de cerrar la boca.
            Caleb y yo subimos las escaleras y, arriba, cuando nos separamos para ir cada uno a nuestro dormitorio, me detiene poniéndome una mano en el hombro.
            —Beatrice —me dice, mirándome con aire serio a los ojos—. Debemos pensar en nuestra familia, pero… —añade con un tono distinto—. Pero también debemos pensar en nosotros.
            Me quedo mirándolo un momento. Nunca lo había visto pensar en él, nunca lo había oído insistir en nada que no fuera el altruismo.
            Su comentario me sorprende tanto que solo digo lo que se supone que tengo que decir:
            —Las pruebas no tienen por qué cambiar nuestras decisiones.
            —Pero lo hacen, ¿no? —responde, sonriendo un poco.
            Me da un apretón en el hombro y entra en su cuarto. Me asomo y veo una cama sin hacer y una pila de libros sobre el escritorio. Cierra la puerta. Ojalá pudiera decirle que los dos estamos pasando por lo mismo, ojalá pudiera hablar con él como quiero, en vez de como se supone que debo. Sin embargo, no puedo soportar la idea de reconocer que necesito ayuda, así que doy media vuelta.

            Entro en mi dormitorio y, al cerrar la puerta, me doy cuenta de que quizá la decisión sea simple. Elegir Abnegación me exigirá un gran acto de altruismo y elegir Osadía, un gran acto de valor, y puede que el mero hecho de escoger una cosa o la otra ya demuestre que pertenezco a esa facción. Mañana, las dos cualidades lucharán dentro de mí y solo ganará una.

Capitulo 5

            EL BUS QUE nos lleva a la Ceremonia de la Elección está lleno de gente con camisas y pantalones grises. Un pálido anillo de luz solar quema las nubes, como la punta de un cigarrillo encendido. Nunca fumaré uno (están muy ligados a la vanidad), pero un grupo de Verdad lo hace delante del edificio cuando bajamos del autobús.
            Tengo que echar la cabeza atrás para ver la parte superior del Centro y ni siquiera así logro verlo entero. Parte de él desaparece entre las nubes. Es el edificio más alto de la ciudad. Veo las luces de los dos dientes del tejado desde la ventana de mi dormitorio.
            Salgo detrás de mis padres. Caleb parece tranquilo, aunque yo también lo parecería si supiera qué iba a hacer. Como no es así, siento como si el corazón se me fuera a salir del pecho en cualquier momento; me agarro a su brazo para no caerme cuando subimos los escalones de la entrada.
            El ascensor está abarrotado, así que mi padre se ofrece voluntario para dar nuestro sitio a un grupo de Cordialidad. Nosotros subimos las escaleras, lo seguimos sin hacer preguntas. Sentamos ejemplo para los otros miembros de nuestra facción, y pronto los tres estamos envueltos en una masa de tela gris que sube por las escaleras de cemento en penumbra. Me adapto a su ritmo. El ruido uniforme de pisadas y la homogeneidad de gente que me rodea me lleva a creer que podría elegir esto, que podría dejarme absorber por la mente colectiva de Abnegación y proyectarme siempre hacia fuera.
            Entonces empiezan a dolerme las piernas y me cuesta respirar, y me vuelvo a distraer conmigo misma. Tenemos que subir veinte plantas para llegar a la Ceremonia.
            Mi padre abre la puerta de la planta veinte y la sostiene como un centinela hasta que pasan por ella todos los abnegados. Lo esperaría, pero la multitud me empuja adelante, hacia la sala en la que decidiré el resto de mi vida.
            La habitación está organizada en círculos concéntricos. En los exteriores están los chicos de dieciséis años de todas las facciones. Todavía no nos llaman miembros; las decisiones de hoy nos convertirán en iniciados y nos convertiremos en miembros si superamos la iniciación.
            Nos colocamos en orden alfabético, según los apellidos que quizá dejemos hoy atrás. Me coloco entre Caleb y Danielle Pohler, una chica de Cordialidad con mejillas sonrosadas y un vestido amarillo.
            El siguiente círculo lo ocupan las filas de sillas para nuestras familias. Están divididas en cinco secciones, una por facción. No todos los miembros de cada facción asisten a la Ceremonia, pero sí los suficientes como para que se vea muchísima gente.
            La responsabilidad de dirigir la ceremonia pasa de una facción a otra cada año, y este año le toca a Abnegación. Marcus dará el discurso de apertura y leerá los nombres en orden alfabético inverso. Caleb elegirá antes que yo.
            En el último círculo hay cinco cuencos metálicos tan grandes que servirían para meterme dentro si me hago un ovillo. En cada uno hay una sustancia que representa a la facción correspondiente: piedras grises para Abnegación, agua para Erudición, tierra para Cordialidad, brasas encendidas para Osadía y cristal para Verdad.
            Cuando Marcus me llame, caminaré hasta el centro de los tres círculos. No hablaré. Me ofrecerá un cuchillo y tendré que cortarme la mano y derramar sangre sobre el cuenco de la facción que elija.
            Mi sangre sobre las piedras. Mi sangre hirviendo sobre las brasas. Antes de sentarse, mis padres se ponen delante de Caleb y de mí. Mi padre me da un beso en la frente y da una palmada en el hombro de Caleb, sonriendo.
            —Nos vemos pronto —se despide, sin asomo de duda.
            Mi madre me abraza y la poca voluntad que me queda está a punto de ceder. Aprieto la mandíbula y miro al techo, donde unos faroles redondos despiden luz azul. Me sostiene lo que me parece un buen rato, incluso después de que baje las manos. Antes de apartarse, gira la cabeza y me susurra al oído:
            —Te quiero. Pase lo que pase.
            Frunzo el ceño cuando me da la espalda para alejarse: es consciente de lo que su hija podría hacer. Debe de saberlo, si no ¿por qué iba a decirme algo así?
            Caleb me da la mano y me aprieta la palma con tanta fuerza que me duele, pero no lo suelto. La última vez que nos dimos la mano fue en el funeral de mi tío, mientras mi padre lloraba. Ahora necesitamos transmitirnos fuerza, igual que entonces.
            La habitación se tranquiliza poco a poco. Tendría que estar observando a los de Osadía; tendría que estar recabando toda la información posible, pero solo soy capaz de mirar los faroles. Intento perderme en el brillo azul.
            Marcus sube al podio, entre los de Erudición y los de Osadía, y se aclara la garganta frente al micrófono.
            —Bienvenidos —dice—. Bienvenidos a la Ceremonia de la Elección. Bienvenidos al día en que honramos la filosofía democrática de nuestros ancestros, que nos dice que todos tenemos derecho a elegir lo que queremos ser en la vida.
            O, mejor dicho, una de las cinco cosas que podemos ser en la vida. Aprieto los dedos de Caleb tan fuerte como él aprieta los míos.
            —Los hijos a nuestro cargo ya tienen dieciséis años. Están frente al precipicio de la edad adulta y ha llegado el momento de que decidan qué clase de personas van a ser. —La voz de Marcus es solemne y da igual importancia a cada una de sus palabras—. Hace décadas, nuestros ancestros se dieron cuenta de que no se debe culpar de las guerras del mundo a la ideología política, ni a las creencias religiosas, ni a la raza, ni al nacionalismo. Decidieron que era un problema de la personalidad humana, de la inclinación de la humanidad hacia el mal, en la forma que sea. Se dividieron en facciones que pretendían erradicar los rasgos que consideraban responsables del caos del mundo.
            Miro los cuencos del centro de la sala. ¿En qué creo? No lo sé; no lo sé; no lo sé.
            —Los que culpaban a la agresividad formaron Cordialidad.
            Los cordiales intercambian sonrisas. Llevan ropa cómoda roja o amarilla. Cada vez que los veo me parecen amables, cariñosos y libres, pero nunca he considerado la posibilidad de unirme a ellos.
            —Los que culpaban a la ignorancia formaron Erudición.
            Descartar Erudición era la única parte que me resultaba sencilla.
            —Los que culpaban al engaño formaron Verdad.
            Nunca me ha gustado esa facción.
            —Los que culpaban al egoísmo formaron Abnegación.
            Yo culpo al egoísmo, sí.
            —Y los que culpaban a la cobardía formaron Osadía.
            Pero no soy lo bastante altruista. Dieciséis años intentándolo y no ha bastado.
            Se me entumecen las piernas, como si se me hubieran quedado sin vida, y me pregunto cómo caminaré cuando digan mi nombre.
            —Estas cinco facciones han trabajado juntas y en paz durante muchos años, años en los que cada una ha contribuido a un sector de la sociedad. Abnegación ha satisfecho nuestra necesidad de contar con líderes altruistas en el gobierno; Verdad nos ha proporcionado líderes de confianza y sensatos en las leyes; Erudición nos ha ofrecido profesores e investigadores inteligentes; Amistad nos ha dado consejeros y cuidadores comprensivos; y Osadía nos protege de las amenazas, tanto internas como externas. Sin embargo, el alcance de cada facción no se limita a esas áreas. Nos damos mucho más de lo que puede resumirse. En nuestras facciones encontramos significado, un objetivo, la misma vida.
            Pienso en el lema que se lee en mi libro de Historia de las Facciones: «La facción antes que la sangre». Pertenecemos a nuestras facciones más que a nuestras familias. ¿De verdad tiene que ser así?
            —Sin ellas, no sobreviviríamos —añade Marcus.
            El silencio que sigue a sus palabras es más profundo que los demás silencios. En él se percibe nuestro mayor miedo, mayor incluso que el miedo a la muerte: quedarnos sin facción.
            —Por tanto, este día es una gran ocasión: el día en que recibimos a nuestros iniciados, que trabajarán con nosotros por una sociedad mejor y un mundo mejor.
            Aplausos; me suenan ahogados. Intento quedarme completamente inmóvil porque, si mantengo las rodillas tensas y el cuerpo rígido, no temblaré. Marcus lee los primeros nombres, aunque yo no distingo entre una sílaba y otra. ¿Cómo me enteraré de que dice mi nombre?
            Uno a uno, los chicos salen de su fila y se acercan al centro de la sala. La primera chica que elige decide ser de Cordialidad, la facción de la que procede. Las gotitas de sangre caen sobre la tierra, y la chica se coloca sola detrás de sus asientos.
            La sala está en constante movimiento, un nombre nuevo y una nueva persona que elige, un cuchillo nuevo y una nueva elección. Los reconozco a casi todos, pero dudo que ellos me conozcan a mí.
            —James Tucker —dice Marcus.
            James Tucker, de Osadía, es la primera persona que tropieza de camino a los cuencos. Extiende los brazos y recupera el equilibrio antes de caer; se pone rojo y camina deprisa al centro de la sala. Cuando llega, mira el cuenco de Osadía y después el de Verdad; las llamas naranja que se elevan cada vez más y el cristal que refleja la luz azul.
            Marcus le ofrece el cuchillo. Él suspira profundamente (veo cómo hincha el pecho) y, al espirar, acepta el cuchillo. Después se lo pasa por la palma de la mano de un movimiento rápido y alarga el brazo. Su sangre cae sobre el cristal y el chico se convierte en el primero de nosotros que cambia de facción. El primer trasladado. De la sección de Osadía surge un murmullo y yo me quedo mirando al suelo.
            A partir de ahora lo considerarán un traidor. Su familia de Osadía tendrá la posibilidad de visitarlo en su nueva facción dentro de una semana y media, en el Día de Visita, pero no lo harán porque él los ha abandonado. Su ausencia rondará sus pasillos, y él se convertirá en un espacio que no podrán llenar. Y pasará el tiempo y el hueco desaparecerá, como cuando te extirpan un órgano y los fluidos del cuerpo ocupan el espacio que deja. Los humanos no somos capaces de tolerar el vacío durante mucho tiempo.
            —Caleb Prior —dice Marcus.
            Caleb me aprieta la mano una última vez y, al alejarse, vuelve la cabeza para echarme una larga mirada. Observo sus pies avanzar hacia el centro de la sala, y sus manos, firmes cuando aceptan el cuchillo de Marcus, hacen el corte con destreza. Después se queda de pie, con la sangre acumulándose en la palma de la mano, y se le engancha el labio en los dientes.
            Deja escapar el aire y vuelve a inspirar. Y después pone la mano sobre el cuenco de Erudición, y su sangre gotea en el agua y la vuelve más roja.
            Oigo murmullos que se convierten en gritos de indignación. Apenas puedo pensar con claridad. Mi hermano, mi altruista hermano, ¿un trasladado? Mi hermano, nacido para Abnegación, ¿un erudito?
            Cuando cierro los ojos veo la pila de libros en el escritorio de Caleb y sus manos temblorosas sobre las piernas después de la prueba de aptitud. ¿Cómo no me di cuenta de que, cuando ayer me dijo que pensara en mí, también se daba el consejo a él?
            Examino el grupo de Erudición: sonríen, engreídos, y se dan codazos. Los de Abnegación, normalmente plácidos, hablan entre sí con tensos susurros y miran con rabia al otro lado de la sala, a la facción que se ha convertido en nuestro enemigo.
            —Silencio —dice Marcus, pero la multitud no lo oye, así que grita—: ¡Silencio, por favor!
            La sala guarda silencio, salvo por cierto zumbido.
            Dice mi nombre y un escalofrío me impulsa a avanzar. A medio camino de los cuencos estoy segura de que elegiré Abnegación. Lo veo claramente; me veo convirtiéndome en una mujer con la túnica de Abnegación; casándome con Robert, el hermano de Susan; presentándome voluntaria los fines de semana; disfrutando de la paz de la rutina, de las noches tranquilas frente a la chimenea, de la certeza de que estaré a salvo y de que, si bien no seré lo bastante buena, sí seré mejor de lo que soy ahora.
            Me doy cuenta de que el zumbido está en mis oídos.
            Miro a Caleb, que está detrás de los de Erudición. Él me devuelve la mirada y asiente un poco con la cabeza, como si supiera lo que estoy pensando y estuviera de acuerdo. Mis pasos vacilan. Si Caleb no era adecuado para Abnegación, ¿cómo voy a serlo yo? Pero ¿qué alternativa me queda ahora que nos ha abandonado y me ha dejado sola? No me deja otra opción.
            Aprieto la mandíbula. Seré la hija que se queda; tengo que hacerlo por mis padres, tengo que hacerlo.
            Marcus me ofrece el cuchillo. Lo miro a los ojos (que son azul oscuro, un color extraño) y lo acepto. Él asiente con la cabeza y yo me vuelvo hacia los cuencos. Tanto el fuego de Osadía como las piedras de Abnegación están a mi izquierda, un cuenco delante de mi hombro y el otro detrás. Me llevo el cuchillo a la mano derecha y apoyo la hoja en la palma. Aprieto los dientes y corto. Pica un poco, aunque apenas me doy cuenta. Me llevo las dos manos al pecho y mi respiración se vuelve entrecortada.
            Abro los ojos, extiendo el brazo y la sangre cae en la moqueta, entre los dos cuencos. Después, con un jadeo que no logro contener, la sangre hierve sobre las brasas.

            Soy egoísta. Soy valiente.

Capitulo 6

            CLAVO LOS OJOS en el suelo y me pongo detrás de los iniciados nacidos en Osadía que han decidido regresar a su facción. Son todos más altos que yo, así que, cuando levanto la cabeza, solo veo hombros cubiertos de negro. Entonces, la última chica hace su elección (Cordialidad), y llega la hora de marcharse. Los de Osadía salen primero. Paso junto a los hombres y mujeres vestidos de gris que antes componían mi facción, pero mantengo la vista fija en la nuca de alguien.
            Sin embargo, tengo que ver a mis padres una última vez. Vuelvo la vista atrás en el último segundo antes de marcharme y, de inmediato, desearía no haberlo hecho: los ojos de mi padre abrasan los míos, acusadores. Al principio, cuando noto el calor detrás de los míos, pienso que ha encontrado la forma de prenderme fuego, de castigarme por lo que he hecho, pero no…, es que estoy a punto de llorar.
            A su lado, mi madre sonríe.
            La gente que tengo detrás me empuja para que avance y me aleja de mi familia, que será de las últimas en salir. Puede que incluso se queden a apilar las sillas y limpiar los cuencos. Giro la cabeza para buscar a Caleb entre ka multitud de Erudición que sale detrás de mí. Está entre los otros iniciados, estrechándole la mano a un trasladado, un chico que estaba en Verdad. La facilidad con la que sonríe es una traición. Se me revuelve el estómago y miro al frente. Si a él le resulta tan fácil, quizá también a mí debería resultármelo.
            Miro al chico que tengo a la izquierda, que antes era de Erudución, y ahora está tan pálido y nervioso como yo debería sentirme. Me pasé todo el rato preocupada por la facción que escogería y nunca me paré a pensar en qué ocurriría si eligiera Osadía. ¿Qué me espera en su sede?
            La multitud de Osadía que nos dirige va hacia las escaleras en vez de hacía los ascensores. Creía que solo los de Abnegación usaban las escaleras.
            Entonces, todos se ponen a correr. Oigo chillidos, gritos y risas a mi alrededor, y docenas de pisadas ensordecedoras, cada una a un ritmo distinto. Que los de Osadía usen las escaleras no es un acto de altruismo; es un momento de desenfreno.
            ―¿Qué está pasando? ―grita el chico que tengo al lado.
            Sacudo la cabeza y sigo corriendo. Al llegar a la planta baja estoy sin aliento, pero los osados corren a la salida. En el exterior, el aire es frío y el cielo se ha teñido de naranja con la puesta de sol; se refleja en el cristal negro del Centro.
            Los de Osadía se reparten por la calle e impiden el paso de un autobús, y yo salgo disparada para no quedarme atrás. Mi confusión desaparece mientras corro. No he corrido a ninguna parte desde hace mucho tiempo porque Abnegación no fomenta hacer cosas por disfrute personal, y eso estamos haciendo ahora: me arden los pulmones, me duelen los músculos, disfruto del feroz placer de una carrera a toda velocidad. Sigo a los de Osadía por la calle, doblamos la esquina y oigo un sonido familiar: la bocina del tren.
            ―Oh, no ―murmura el chico Erudición―. ¿Se supone que debemos saltar a esa cosa?
            ―Sí ―respondo sin aliento.
            Es bueno haber pasado tanto tiempo observando la llegada al instituto de los de Osadía. La multitud forma una larga fila. El tren avanza hacia nosotros sobre sus raíles de acero con las luces encendidas y tocando la bocina. Todas las puertas de los vagones están abiertas, esperando a que los osados entren, cosa que hacen, grupo por grupo, hasta que solo quedan los últimos iniciados. Los nacidos en la facción están ya acostumbrados a hacerlo, así que, en pocos segundos, solo quedamos los trasladados de las otras facciones.
            Doy un paso adelante con algunos otros y empiezo a correr. Corremos a la altura del vagón un momento y después nos lanzamos de lado al interior. No soy tan alta ni tan fuerte como muchos de ellos, así que no logro meterme en el vagón; me agarro a un asidero cercano a la puerta y me doy con el hombro en el tren. Me tiemblan los brazos y, por fin, una chica de Verdad me agarra y me mete dentro. Le doy las gracias entre jadeos.
            Se oye un grito y miro atrás; un chico bajito y pelirrojo de Erudición alza los brazos intentando llegar al tren. Una choca de su facción que está junto a la puerta intenta agarrarle la mano, pero el muchacho está demasiado atrás. Se cae de rodillas junto a las vías y, mientras nos alejamos, veo que esconde la cabeza entre las manos.
            Me siento mal, el chico acaba de fallar la iniciación de los osados. Ahora no tiene facción. Podría pasarnos en cualquier momento.
            ―¿Estás bien? ―me pregunta la chica veraz que me ha ayudado a subir; es alta, tiene la piel marrón oscuro y el pelo corto. Es guapa.
            Asiento con la cabeza.
            ―Me llamo Christina ―dice, y me ofrece la mano.
            También hace mucho tiempo que no estrecho la mano de nadie. Los de Abnegación se saludan con una inclinación de cabeza, una señal de respeto. Acepto su mano, vacilante, y la sacudo dos veces con la esperanza de no apretar demasiado fuerte ni quedarme corta.
            —Beatrice.
            —¿Sabes adónde vamos? —pregunta a gritos para que pueda oírla por encima del ruido del viento, que sopla cada vez con más fuerza a través de las puertas abiertas. El tren acelera. Me siento para estar más cerca del suelo y mantener mejor el equilibrio. Ella arquea una ceja.
            —Si el tren va rápido, habrá viento —explico—. Si hay viento, te caes. Baja.
            Christina se sienta a mi lado y se echa un poco atrás para apoyar la espalda en la pared.
            —Supongo que vamos a la sede de Osadía —explico—, pero no sé dónde está.
            —¿Acaso lo sabe alguien? —dice, y sacude la cabeza, sonriendo—. Es como si salieran de un agujero del suelo o algo así.
            Entonces, el viento sopla por el vagón y los otros trasladados, golpeados por la ráfaga de aire, caen al suelo unos encima de otros. Veo que Christina se ríe, aunque no la oigo, y consigo sonreír.
            La luz naranja de la puesta de sol refleja en los edificios de cristal y, al mirar atrás, apenas puedo ver las filas de casas grises en las que antes vivía.
            Le toca a Caleb preparar la cena esta noche. ¿Quién ocupará su lugar, mi madre o mi padre? Y cuando vacíen su habitación, ¿qué encontraran? Me imagino que libros escondidos entre la cómoda y la pared y más libros bajo el colchón. La sed de conocimiento de los eruditos llenando todos los rincones ocultos de su dormitorio. ¿Habrá sabido siempre que elegiría Erudición? Y, de ser así, ¿cómo no me di cuenta?
            Qué buen actor era. La idea me pone mala porque, aunque yo también los he dejado, al menos a mí no se me daba bien fingir. Al menos sabían que yo no era una persona sacrificada.
            Cierro los ojos y me imagino a mis padres sentados sentados a la mesa en silencio. Se me cierra la garganta al pensar en ellos; ¿es porque tengo una pizca de altruismo o es por egoísmo, porque sé que no volveré a ser su hija?
            —¡Están saltando!
            Levanto la cabeza. Me duele el cuello, llevo como mínimo media hora acurrucada, con la espalda contra la pared, escuchando el rugido del viento y contemplando la ciudad pasar a toda velocidad. Me echo adelante. El tren a frenado en los últimos minutos y veo que el chico que ha gritado tenía razón: los osados de los vagones delanteros están saltando del tren cuando este pasa al lado de un tejado. Las vías están a siete plantas de altura.
            La idea de saltar de un tren en marcha a un tejado y el borde de la vía, me da ganas de vomitar. Me levanto como puedo y voy dando traspiés hasta el lado opuesto del vagón, donde los otros trasladados se han puesto en fila.
            —Pues tenemos que saltar —dice una chica de Verdad; tiene la nariz alargada y los dientes torcidos.
            —Genial —replica un chico de su facción—, porque eso tiene mucho sentido, Molly. Saltar de un tren a un tejado.
            —Se supone que eso es por lo que estamos aquí, Peter —señala la chica.
            —Bueno, pues no pienso hacerlo —dice un chico de Cordialidad detrás de mí.
            Tiene la piel aceitunada y lleva una camiseta marrón. Es el único trasladado de Cordialidad y vei el brilla de las lágrimas en sus mejillas.
            —Tienes que hacerlo —responde Christina—, si no, fallarás. Venga, no pasa nada.
            —¡Que no! ¡Prefiero quedarme sin facción antes que matarme!
            El chico cordial sacude la cabeza, parece aterrado. No deja de sacudir la cabeza y de mirar al tejado, que se acerca por segundos.
            No estoy de acuerdo con él, yo preferiría estar muerta antes que vacía, como los abandonados.
            —No puedes obligarlo —digo, mirando a Christina.
            Los enormes ojos castaños de la chica están muy abiertos, y aprieta tanto los labios que le cambian de color. Me ofrece una mano.
            —Así —dice; arqueo una ceja y estoy a punto de afirmar que no necesito ayuda, pero añade—: Es que no…, no puedo hacerlo a no ser que alguien me arrastre.
            Le doy la mano y nos ponemos en el borde del vagón. Cuando llega el tejado, cuento:
            —Uno…, dos…, ¡tres!
            A la de tres, saltamos del tren. Tras un instante de ingravidez, mis pies se estrellan contra el suelo y el dolor me recorre las espinillas. Acabo tirada por el suelo con grava bajo la mejilla y suelto la mano de Christina, que se está riendo.
            —¡Qué divertido! —exclama.
            Christina encajará con los osados que buscan emociones fuertes. Me quito trocitos de piedra de la mejilla. Todos los iniciados, salvo el chico de Cordialidad, han llegado al tejado, aunque con distintos grados de éxito. La chica de Verdad, la de dientes torcidos, Molly, se sostiene el tobillo y pone una mueca; y Peter, el chido de Verdad de pelo reluciente, sonríe orgulloso. Debe de haber aterrizado de pie.
            Entonces oigo un gemido. Vuelvo la cabeza en busca del origen del sonido y veo a una chica osada al borde del tejado, mirando al suelo y gritando. Detrás de ella, otro chico de Osadía la agarra por la cintura para que no se caiga.
            —Rita —le dice el chico—. Rita, cálmate. Rita…
            Me levanto y me asomo por el borde: hay un cuerpo en el pavimento; una chica con los brazos y las piernas torcidos en ángulos extraños y el cabello extendido como un abanico alrededor de la cabeza. Me da un vuelco el estómago y me quedo mirando las vías del tren. No todos lo han conseguido, y ni siquiera los osados están a salvo.
            Rita cae de rodillas, entre sollozos. Me doy la vuelta. Cuando más la observe, más posibilidades hay de que llore yo también, y no puedo llorar delante de esta gente.
            Me digo con toda la severidad posible que así es como funcionan aquí las cosas, que jugamos con el peligro y la gente muere; la gente muere y pasamos al siguiente peligro. Cuando antes lo aprenda, más posibilidades tengo de sobrevivir a la iniciación.
            Ya no estoy segura de que vaya a sobrevivir a la iniciación.
            Me digo que debo contar hasta tres y que, cuando acabe, seguiré adelante. Uno. Recuerdo el cadáver de la chica sobre el pavimento y me estremezco. Dos. Oigo los sollozos de Rita y los murmullos del chico que intenta tranquilizarla. Tres.
            Aprieto los labios, me alejo de Rita y del borde del tejado.
            Me pica el codo, así que me levanto la manga con una mano temblorosa para examinarlo: se me ha levantado parte de la piel, pero no sangra.
            —¡Oooh! ¡Qué escándalo! ¡Una estirada enseñando carnes!
            Levanto la cabeza. «Estirado» es como llaman a los de Abnegación, y yo soy la única de la facción que hay por aquí. Peter me señala, sonriendo. Alguien se ríe. Noto calor en las mejillas y dejo caer la manga.
            —¡Escuchad! ¡Me llamo Max! ¡Soy uno de los líderes de vuestra nueva facción! —grita un hombre desde el otro extremo del tejado.
            Es mayor que los demás, se le ven unas profundas arrugas en la oscura piel y pelo gris en las sienes, y está de pie en la cornisa como si fuera una acera, como si alguien no acabase de caerse de allí.
            —Varias plantas por debajo de nosotros está la entrada de los miembros a nuestro complejo. Si no lográis reunir el valor suficiente para saltar, no estáis hechos para este lugar. Nuestros iniciados tienen el privilegio de saltar primero.
            —¿Quiere que saltemos de una cornisa? —pregunta una chica de Erudición.
            Es unos cuantos centímetros más alta que yo, su pelo es castaño desvaído y tiene labios grandes. está boquiabierta.
            No sé de qué se sorprende.
            —Sí —responde Max, que parece divertirse.
            —¿Hay agua al fondo o algo así?
            —¿Quién sabe? —dice él, arqueando las cejas.
            La gente que está delante de los iniciados se divide en dos para dejarnos pasar. Miro a mi alrededor y veo que nadie parece muy ansioso por saltar del edificio, todos evitan mirar a Max. Algunos se tocan las heriditas que se han hecho o se sacuden la gravilla de la ropa. Miro a Peter, que está tirándose de una cutícula, intentando hacer como si no pasara nada.
            Soy una persona orgullosa. Seguro que eso acabará causándome problemas, pero hoy me da valor. Camino hasta la cornisa y oigo risitas detrás de mí.
            Max se aparta para dejarme espacio, y yo me acerco al borde y miro abajo. El edificio en el que estoy forma un cuadrado con otros tres edificios. En el centro del cuadrado hay un gran agujero en el hormigón, no veo que hay en el fondo.
            Es una táctica para asustar, seguro que aterrizo sana y salva abajo. Saberlo es lo único que me ayuda a ponerme en la cornisa. Me castañean los dientes, ya no puedo echarme atrás, no con todas las personas esperando a que falle. Me llevo las manos al cuello y encuentro el botón que la cierra. Después de unos cuantos intentos, me la desabrocho hasta el final y me la quito.
            Debajo llevo una camisa gris. Es más ajustada que el resto de mi ropa y nadie me ha visto nunca con ella. Hago una bola con la camisa exterior y miro atrás, hacia Peter, antes de tirarle la pelota de tela con todas mis fuerzas, apretando la mandíbula. Le da en el pecho y se me queda mirando. Oigo silbidos y gritos detrás de mí.
            Vuelvo a mirar el agujero. El vello de mis pálidos brazos se pone de punta y me da un vuelco el estómago. Si no lo hago ya, no podré hacerlo nunca. Trago saliva.
            No pienso, me limito a doblar las rodillas y saltar.
            El viento me aúlla en los oídos conforme el suelo se acerca, creciendo y expandiéndose, o conforme yo me acerco al suelo, con el corazón tan acelerado que me duele, con todos los músculos del cuerpo tensos mientras la sensación de caer me tira del estómago. El agujero me rodea y caigo en la oscuridad.
            Me golpeo contra algo duro que cede debajo de mí y me recoge. El impacto me deja sin aliento, así que resuello intentando volver a respirar. Me pican las piernas y los brazos.
            Una red. Hay una red en el fondo del agujero. Miro arriba, hacia el edificio y me río, en parte aliviada y en parte histerica. Me tiembla el cuerpo y me cubro la cara con las manos. Acabo de saltar del tejado de un edificio.
            Tengo que volver a pisar tierra firme. Veo unas manos que se acercan al borde de la red, así que me agarro a la primera que llega para salir de allí. Ruedo y me habría caído de boca al suelo si él no me hubiera sujetado.
            «Él» es el joven que está unido a la mano a la que me he agarrado. Tiene un labio superior fino y un labio inferior carnoso. Sus ojos están tan hundidos que las pestañas rozan la piel bajo las cejas, y son azules, de un color etéreo, durmiente, expectante.
            Sus manos se aferran a las mías, pero me sueltan en cuanto vuelvo a ponerme derecha de nuevo.
            —Gracias —digo.
            Estamos a una plataforma a tres metros del suelo. Nos rodea una gran caverna.
            —No me los puedo creer —dice una voz detrás de él; pertenece a una chica de pelo oscuro que lleva tres anillos de plata en la ceja derecha y que sonríe con sorno—. ¿La primera en saltar ha sido una estirada? Increíble.
            —Por algo los habrá dejado, Lauren —responde él con una voz profunda y sonora—. ¿Cómo te llamas?
            —Um… —No sé por qué vacilo, pero «Beatrice» ya no me suena bien.
            —Piénsatelo —dice él, esbozando poco a poco una vaga sonrisa—. No te dejarán escoger dos veces.
            Un nuevo lugar, un nuevo nombre. Aquí puedo rehacerme.
            —Tris —respondo en tono firme.
            —Tris —repite Lauren, sonriendo—. Haz el anuncio, Cuatro.
            El chico, Cuatro, vuelve la vista atrás y grita:
            —¡Primera saltadora: Tris!
            Mis ojos se acostumbran a la oscuridad y veo a una multitud surgir de ella. vitorean y alzan los puños, y entonces otra persona cae en la red, gritando hasta el final. Christina. Todos se ríen, pero acompañan las risas con vítores.
            Cuatro me pone una mano en la espalda y dice:

            —Bienvenida a Osadía.