EN
MI CASA HAY un espejo, está detrás de un panel corredero, en el vestíbulo de
arriba. Nuestra facción me permite mirarme en él el segundo día de cada tercer
mes, el día que mi madre me corta el pelo.
Me
siento en el taburete y mi madre se pone detrás de mí con las tijeras. Los
mechones caen en el suelo formando un anillo rubio pálido.
Cuando
termina, me aparta el pelo de la cara y me lo recoge en un moño. Soy consciente
de lo tranquila y concentrada que parece, tiene bien aprendido el arte de
abstraerse. Ojalá pudiera decirse lo mismo de mí.
Espero
a que no preste atención para echar un vistazo furtivo a mi reflejo, no por
vanidad, sino por curiosidad. El aspecto de una persona puede cambiar mucho en
tres meses. En mi imagen veo un rostro estrecho, ojos redondos y grandes, y una
nariz larga y fina... Sigo pareciendo una niña, a pesar de que cumplí los dieciséis
en algún momento de los últimos meses. Las otras facciones celebran los cumpleaños,
pero nosotros no. Sería un exceso de indulgencia.
—Ya
está —dice cuando termina con el moño.
Sus
ojos se encuentran con los míos en el espejo y es demasiado tarde para apartar
la mirada. Sin embargo, en vez de regañarme, sonríe a nuestra imagen. Frunzo un
poquito el ceño: ¿por qué no me reprende por mirarme?
—Bueno,
hoy es el día —dice.
—Sí.
—¿Estás
nerviosa?
Me
quedo un momento mirándome a los ojos en el espejo. Hoy es el día de la prueba
de aptitud que me dirá a cuál de las cinco facciones pertenezco. Y mañana, en
la Ceremonia de la Elección, me decidiré por una; decidiré el resto de mi vida;
decidiré si me quedo con mi familia o la abandono.
—No
—respondo—. Las pruebas no tienen por qué cambiar nuestra elección.
—Cierto
—dice, y sonríe—. Vamos a desayunar.
—Gracias.
Por cortarme el pelo.
Me
da un beso en la mejilla y corre el panel para tapar el espejo. Creo que, en un
mundo distinto, mi madre sería preciosa. Tiene pómulos altos y largas pestañas,
y, cuando se suelta el pelo por la noche, la ondulada melena le cae sobre los
hombros. Sin embargo, en Abnegación debe esconder su belleza.
Caminamos
juntas hasta la cocina. En estas mañanas en las que mi hermano prepara el
desayuno, la mano de mi padre me roza el pelo mientras lee el periódico y mi
madre recoge la mesa tarareando es cuando me siento más culpable por querer
abandonarlos.
El
autobús apesta a humo de tubos de escape. Cada vez que da con un bache en el
asfalto, me zarandea de un lado a otro, a pesar de que me sujeto al asiento
para no moverme.
Mi
hermano mayor, Caleb, está de pie en el pasillo, agarrado a la barra que tiene
sobre la cabeza para no caerse. No nos parecemos. Él tiene el cabello oscuro y
la nariz aguileña de mi padre, y los ojos verdes y los hoyuelos en las mejillas
de mi madre. Cuando era más joven, esa combinación de rasgos resultaba extraña,
pero ahora le queda bien. Si no fuera de Abnegación, seguro que las chicas del
instituto se le quedarían mirando.
También
ha heredado el talento de mi madre para el altruismo. En el autobús le ha dado
su asiento a un maleducado hombre veraz sin pensárselo dos veces.
El
hombre veraz lleva un traje negro con una corbata blanca, el uniforme estándar
de su facción. En Verdad se valora la sinceridad y creen que todo es blanco o
negro, por eso se visten con esos colores.
Los
espacios entre los edificios empiezan a estrecharse y las calles a allanarse
conforme nos acercamos al corazón de la ciudad. El edificio al que antes
llamaban Torre Sears (nosotros lo llamamos el Centro) surge de entre la niebla
como una columna negra en el horizonte. El autobús pasa bajo las vías elevadas.
Nunca he montado en un tren, aunque no paran nunca y hay vías por todas partes.
Solo los de Osadía los usan.
Hace
cinco años, los obreros voluntarios de Abnegación volvieron a pavimentar
algunas de las calles, empezaron en el centro de la ciudad y continuaron hasta
que se quedaron sin material. Las calles de mi barrio siguen agrietadas y
llenas de baches, y no es seguro conducir por ellas. De todos modos, no tenemos
coche.
Caleb
mantiene su plácida expresión mientras el autobús se agita y salta por la
calle. La túnica gris se le resbala por el brazo al agarrarse a una de las
barras para guardar el equilibrio. Por el movimiento constante de sus ojos, sé
que está observando a la gente que nos rodea, que se esfuerza por verlos solo a
ellos y olvidarse de sí mismo. En Verdad se valora la sinceridad, pero
nosotros, los de Abnegación, valoramos el altruismo.
El
autobús se detiene delante del instituto, así que me levanto y paso rápidamente
por delante del hombre de Verdad. Tropiezo con sus zapatos y me agarro al brazo
de Caleb para no caerme. Los pantalones me están demasiado largos y nunca he
sido muy grácil.
El
edificio de Niveles Superiores es el más antiguo de los tres colegios de la
ciudad: Niveles Inferiores, Niveles Medios y Niveles Superiores. Como los
edificios que lo rodean, está hecho de cristal y acero. Frente a él hay una
gran escultura metálica por la que trepan los de Osadía después de clase, retándose
entre ellos a subir cada vez más alto. El año pasado vi a uno caer y romperse
una pierna. Yo fui la que corrí en busca de la enfermera.
—Hoy
son las pruebas de aptitud —digo.
Caleb
no me lleva un año entero, así que estamos en el mismo curso.
Asiente
con la cabeza al entrar por la puerta principal y a mí se me tensan los músculos
en cuanto lo hacemos; el ambiente parece querer comernos, como si todos los
alumnos de nuestra edad intentaran devorar este último día. Es probable que no
volvamos a caminar de nuevo por estos pasillos después de la Ceremonia de la
Elección. Una vez que escojamos, las respectivas facciones se harán
responsables del resto de nuestra educación.
Hoy
reducen a la mitad la duración de cada clase para que asistamos a todas antes
de las pruebas, que tendrán lugar después de la comida. Ya tengo el pulso
acelerado.
—¿No
te preocupa nada lo que te vayan a decir? —le pregunto a Caleb.
Nos
detenemos en el pasillo, en el punto en el que él se irá por un lado, a Matemáticas
Avanzadas, y yo por el otro, a Historia de las Facciones.
—¿Y
a ti? —pregunta a su vez, arqueando una ceja.
Podría
decirle que llevo semanas preocupada por lo que me dirá la prueba de aptitud: ¿Abnegación,
Verdad, Erudición, Cordialidad u Osadía?
En
vez de hacerlo, sonrío y respondo:
—La
verdad es que no.
—Bueno...,
que pases un buen día —dice, devolviéndome la sonrisa.
Me
dirijo a la clase de Historia de las Facciones y me muerdo el labio inferior;
no ha respondido a mi pregunta.
Los
pasillos están abarrotados, aunque la luz que entra por las ventanas crea la
ilusión de un espacio mayor; este es uno de los únicos lugares en los que se
mezclan las facciones, a nuestra edad. Hoy, la multitud tiene una energía
distinta, la demencia del último día.
Una
chica de largo pelo rizado grita al lado de mi oreja para saludar a una amiga
lejana. La manga de una chaqueta me da en la mejilla. Entonces, un chico de
Erudición vestido con jersey azul me empuja, pierdo el equilibrio y caigo al
suelo.
—¡Quítate
de en medio, estirada! —me suelta antes de seguir andando por el pasillo.
Noto
calor en las mejillas, me levanto y me sacudo el polvo. Unas cuantas personas
se pararon cuando me caí, pero ninguna se ha ofrecido a ayudarme; sus ojos me
siguen hasta el borde del pasillo. Hace meses que este tipo de cosas ocurren
con los de mi facción: los de Erudición han estado publicando informes hostiles
sobre Abnegación, y eso ha empezado a afectar a nuestra forma de relacionarnos
en el instituto. Se supone que la ropa gris, el corte de pelo sencillo y el
comportamiento sin pretensiones hacen que me sea más fácil olvidarme de mí y
que los demás lo hagan también, pero ahora me convierten en un objetivo.
Me
paro junto a una ventana del Ala E y espero a que lleguen los de Osadía. Lo
hago todas las mañanas: a las 7:25 en punto, los osados demuestran su valor
saltando de un tren en marcha.
Mi
padre llama «demonios» a los de esa facción. Llevan piercings, tatuajes y ropa negra. Su principal misión es proteger
la valla que rodea la ciudad. ¿De qué? Ni idea.
Deberían
desconcertarme, debería preguntarme qué tiene que ver el valor (que es la
virtud que más aprecian) con ponerse un aro de metal en la nariz. Sin embargo,
no puedo quitarles la vista de encima allá donde van.
Se
oye el silbato del tren y el sonido me retumba en el pecho. La luz fija en la
parte delantera del vehículo se enciende y apaga al pasar a toda velocidad
junto al instituto, chirriando sobre sus vías de hierro, y, cuando casi ha
terminado de pasar, un éxodo en masa de jóvenes de ambos sexos vestidos con
ropa oscura salta de los vagones en movimiento. Algunos caen y ruedan, otros
dan unos cuantos pasos tambaleantes antes de recuperar el equilibrio; uno de
los chicos rodea con un brazo los hombros de una chica mientras se ríe.
Contemplarlos
es una estupidez. Doy la espalda a la ventana y me meto entre la gente para
llegar a la clase de Historia de las Facciones.