HOY
ES EL día anterior al Día de Visita. En mi cabeza, el día de mañana es
equivalente al fin del mundo: da igual lo que ocurra después. Todo lo que hago
va preparándome poco a poco para ese momento; quizá vea a mis padres o quizá
no, ¿qué sería peor? No lo sé.
Intento
meterme la pernera de un pantalón y se me encaja justo por encima de la
rodilla. Me miro la pierna y frunzo el ceño: un músculo impide el paso de la
tela. Dejo caer la pernera y vuelvo la vista para examinar la parte de atrás
del muslo: otro músculo sobresale por ahí también.
Me
voy a un lado para ponerme frente al espejo. Veo músculos que antes no se
notaban en los brazos, las piernas y el estómago. Me pellizco el costado,
donde, antes, una capa de grasa permitía intuir dónde se formarían mis curvas.
Nada. La iniciación de Osadía ha acabado con lo poco blando que había en mi
cuerpo. ¿Es eso bueno o malo?
Por
lo menos soy más fuerte que antes. Me enrollo de nuevo con la toalla y salgo
del baño de las chicas. Espero que no haya nadie en el dormitorio, no quiero
que me vean con la toalla, pero es que no puedo ponerme esos pantalones.
Cuando
abro la puerta, noto el peso de un ladrillo en el estómago: Peter, Molly, Drew
y algunos iniciados más están riéndose en la esquina del fondo. Levantan la
mirada cuando entro y empiezan a reírse por lo bajo. Las fuertes risotadas de
Molly se oyen más que ninguna.
Me
acerco a mi litera fingiendo que no están ahí y busco en el cajón de debajo de
la cama el vestido que Christina me obligó a llevarme. Con una mano agarrando
la toalla y la otra sosteniendo el vestido, me levanto, y, justo detrás de mí,
está Peter.
Doy
un salto atrás y estoy a punto de darme en la cabeza con la cama de Christina.
Intento rodearlo, pero él pone la mano en la base de la cama de Christina y me
bloquea el paso. Era de suponer que no pensaba dejarme escapar tan fácilmente.
—No
sabía que estuvieras tan flacucha, estirada.
—Apártate
—respondo, y logro mantener la voz tranquila.
—Esto
no es el Centro, ¿sabes? Aquí nadie tiene que seguir las órdenes de los
estirados.
Me
recorre el cuerpo con la mirada, aunque no con avidez, como observaría un
hombre a una mujer, sino con crueldad, examinando cada defecto. Noto el latido
del corazón en los oídos mientras los demás se acercan y se agrupan detrás de
Peter.
Esto
no me gusta.
Tengo
que salir de aquí.
Por
el rabillo del ojo veo un camino despejado hacia la puerta. Si logro meterme
bajo el brazo de Peter y correr hacia ella, quizá lo consiga.
—Miradla
—comenta Molly, cruzándose de brazos y sonriendo con satisfacción—, parece una
niña pequeña.
—Bueno,
no sé —añade Drew—, a lo mejor esconde algo debajo de esa toalla. ¿Por qué no
nos acercamos a ver?
Ahora.
Me meto bajo el brazo de Peter y salgo disparada hacia la puerta. Algo me
agarra la toalla y tira de ella con fuerza mientras me alejo: la mano de Peter,
que tiene la tela apretada en el puño. La toalla se me escapa de la mano, y
noto el aire frío en el cuerpo desnudo y que el vello de la nuca se me pone de
punta.
Todos
se ríen y corro lo más deprisa que puedo hacia la puerta, apretando el vestido
contra el cuerpo para esconderme. Sigo corriendo por el pasillo hasta el
servicio y me apoyo en la puerta, intentando recuperar el aliento. Cierro los ojos.
No
importa. No me importa.
Se
me escapa un sollozo y me tapo la boca para reprimirlo. Da igual lo que hayan
visto. Sacudo la cabeza como si el movimiento consiguiera hacerlo verdad.
Me
visto con manos temblorosas. El vestido es negro y sencillo, me llega hasta las
rodillas y tiene un cuello de pico que deja ver los tatuajes de la clavícula.
Una
vez vestida y desaparecida la necesidad de llorar, noto que algo caliente y
violento se me retuerce en el estómago. Quiero hacerles daño.
Me
miro a los ojos en el espejo. Quiero hacerlo y lo haré.
No
puedo llevar vestido para pelear, así que voy al Pozo a por ropa antes de ir a
la sala de entrenamiento para mi última pelea. Espero que sea con Peter.
—Hola,
¿dónde te has metido esta mañana? —pregunta Christina cuando entro en la sala.
Fuerzo
la vista para ver la pizarra, que está al otro lado del cuarto: el espacio
junto a mi nombre está vacío, todavía no tengo contrincante.
—Me
entretuvieron.
Cuatro
está frente a la pizarra y escribe un nombre al lado del mío. «Por favor, que
sea Peter, por favor, por favor…»
—¿Estás
bien, Tris? Pareces un poco… —dice Al.
—¿Un
poco qué?
Cuatro
se aparta de la pizarra; el nombre escrito junto al mío es Molly. No es Peter,
pero me basta.
—Alterada
—dice Al.
Mi
pelea es la última de la lista, lo que significa que tengo que esperar tres
combates antes de enfrentarme a ella. Edward y Peter son los penúltimos. Bien,
porque Edward es el único que puede vencerlo. Christina peleará contra Al, lo
que significa que Al perderá rápidamente, como ha estado haciendo toda la
semana.
—No
seas muy dura conmigo, ¿eh? —le pide Al a Christina.
—No
prometo nada —contesta ella.
La
primera pareja (Will y Myra) se coloca frente a frente en la arena. Se pasan un
segundo arrastrando los pies a uno y otro lado, lanzando un puñetazo al aire y
respondiendo con una patada fallida. Al otro lado de la sala, Cuatro se apoya
en la pared y bosteza.
Me
quedo mirando la pizarra e intento predecir el resultado de todos los combates.
No tardo mucho. Después me muerdo las uñas y pienso en Molly. Christina perdió
contra ella, lo que quiere decir que es buena; pega con fuerza, aunque no mueve
los pies. Si no consigue darme, no me hará daño.
Como
cabía esperar, la siguiente pelea, entre Christina y Al, es rápida e indolora.
Al cae después de unos cuantos golpes duros a la cara y no se levanta, lo que
hace que Eric sacuda la cabeza.
Edward
y Peter tardan más. A pesar de ser los dos mejores luchadores, la disparidad
entre ellos resulta evidente. Edward le da un puñetazo en la mandíbula a Peter,
y yo recuerdo lo que Will había dicho de él: que lleva practicando desde los
diez años. Es obvio. Es más veloz que Peter, incluso.
Cuando
se terminan las tres peleas, yo ya me he comido las uñas hasta las raíces y
tengo hambre. Salgo a la arena sin mirar a nada ni a nadie que no sea el centro
de la sala. He perdido parte de mi rabia, aunque no me cuesta recuperarla. Solo
tengo que volver a pensar en el frío que hacía y en lo fuerte que se reía ella:
«Miradla, es una niña pequeña».
Tengo
a Molly delante.
—¿Lo
que te vi en el cachete izquierdo era una marca de nacimiento? —me pregunta,
sonriendo—. Dios, qué pálida estás, estirada.
Ella
se moverá primero, siempre lo hace.
Molly
se lanza a por mí y pone todas sus fuerzas en un puñetazo. Cuando se mueve, me
agacho y le doy en el estómago, justo encima del ombligo. Antes de que pueda
ponerme las manos encima, salgo y levanto las manos, lista para su siguiente
intento.
Ya
no sonríe. Corre hacia mí como si pensara derribarme, y yo me aparto corriendo.
Oigo la voz de Cuatro en mi cabeza, diciéndome que el arma más poderosa de la
que dispongo es el codo. Solo tengo que encontrar la forma de usarlo.
Bloqueo
su siguiente puñetazo con el antebrazo. El golpe pica, aunque apenas lo noto.
Aprieta los dientes y suelta un gruñido de frustración, más animal que humano.
Prueba a darme una torpe patada en el costado, pero la evito y, mientras está
desequilibrada, me lanzo adelante y le doy con el codo en la cara. Ella echa la
cabeza atrás justo a tiempo, así que solo le rozo la barbilla.
Me
da un puñetazo en las costillas y me tambaleo mientras recupero el aliento. Hay
algo que no está protegiendo, lo sé. Quiero darle en la cara, pero quizá no sea
lo más inteligente. La observo unos segundos; sube demasiado las manos, las usa
para proteger la nariz y las mejillas, lo que deja expuestos el estómago y las
costillas. Molly y yo tenemos el mismo defecto en combate.
Nos
miramos a los ojos un segundo.
Pruebo
con un gancho bajo el ombligo. Se me hunde el puño en su carne, lo que la
obliga a dejar escapar el aire; lo noto contra mi oreja. Mientras lo hace, la
tiro de una patada en las piernas, y la chica cae al suelo levantando una nube
de polvo. Echo el pie atrás y le doy en las costillas con todas mis fuerzas.
Mis
padres no aprobarían que pateara a alguien que está en el suelo.
No
me importa.
Se
hace un ovillo para proteger el costado, pero vuelvo a patearla, esta vez en el
estómago.
«Parece
una niña pequeña.»
Le
doy una patada en la cabeza. Le sale sangre por la nariz y se mancha toda la
cara.
«Miradla.»
Otra
patada en el pecho.
Echo
de nuevo el pie atrás, pero Cuatro me agarra por los brazos y me aparta de ella
con tanta fuerza que no puedo resistirme. Respiro entre dientes, mirando la
cara cubierta de sangre de Molly; en cierto modo, el color es intenso,
brillante y bonito.
La
chica gruñe y emite un sonido líquido; le cae sangre por los labios.
—Ya
has ganado —masculla Cuatro—. Para.
Me
seco el sudor de la frente. Él me mira con los ojos demasiado abiertos, como
alarmados.
—Creo
que deberías irte, dar un paseo —me dice.
—Estoy
bien. Ya estoy bien —repito, esta vez para mí.
Ojalá
pudiera decir que me siento culpable por lo que he hecho.
No
es así.
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