EL DISPARO no llega. Tobias se me queda mirando con la misma ferocidad,
aunque no se mueve. ¿Por qué no me dispara? Su corazón late con fuerza contra
la palma de mi mano, y mi propio corazón se aligera. Es divergente, puede
luchar contra esta simulación, contra cualquier simulación.
—Tobias,
soy yo.
Doy
un paso adelante y lo abrazo. Su cuerpo permanece rígido y le late más deprisa
el corazón, lo noto contra la mejilla, un golpe contra mi mejilla, un golpe
cuando la pistola cae al suelo. Me agarra por los hombros con demasiada fuerza,
clavándome los dedos en el sitio del que me sacaron la bala. Grito mientras él
me echa un poco hacia atrás, quizá pretenda matarme de una forma más cruel.
—Tris
—dice, y vuelve a ser él.
Su
boca choca con la mía.
Me
rodea con un brazo y me levanta, me aprieta contra él y me clava las manos en
la espalda. Tiene la cara y la nuca cubiertos de sudor, le tiembla el cuerpo y
a mí me arde el hombro, pero no me importa, no me importa, no me importa.
Me
deja en el suelo y me mira mientras me acaricia con los dedos la frente, las
cejas, las mejillas y los labios.
Se
le escapa una mezcla de sollozo, suspiro y gemido, y me vuelve a besar. Las lágrimas
hacen que le brillen los ojos; nunca imaginé que vería llorar a Tobias. Duele.
Me
aprieto contra su pecho y lloro sobre su camisa. Entonces vuelve a palpitarme
la cabeza y a dolerme el hombro, y es como si todo mi cuerpo pesara el doble.
Me apoyo en él y él me sostiene.
—¿Cómo
lo has hecho? —pregunto.
—No
lo sé —responde—. Oí tu voz.
Al
cabo de unos segundos recuerdo la razón por la que estoy aquí, así que me
aparto, me limpio las mejillas con el dorso de la mano y me vuelvo de nuevo
hacia las pantallas. Veo una que da a la fuente y recuerdo que Tobias se puso
paranoico cuando empecé a despotricar allí contra Osadía, no dejaba de mirar la
pared que había por encima de la fuente. Ahora sé por qué.
Nos
quedamos quietos un momento. Creo que sé lo que está pensando, porque yo estoy
pensando lo mismo: ¿cómo puede algo tan pequeño controlar a tanta gente?
—¿Era
yo el que hacía funcionar la simulación? —pregunta.
—Creo
que más bien la supervisabas. Ya está casi completa. No sé cómo, pero Jeanine
ha conseguido que funcione sola.
—Es…
increíble —responde, sacudiendo la cabeza—. Terrible, malvado…, pero increíble.
Veo
movimiento en uno de los monitores, y compruebo que mi hermano, Marcus y Peter
están de pie en la planta baja del edificio, rodeados de soldados de Osadía,
todos de negro, todos armados.
—Tobias
—digo rápidamente—, ¡ahora!
Corre
a la pantalla del ordenador y le da unas cuantas veces con el dedo. No veo lo
que hace, ya que no logro apartar la mirada de mi hermano, que sostiene la
pistola que le di alejada del cuerpo, como si estuviera dispuesto a usarla. Me
muerdo el labio y pienso: «No dispares». Tobias pulsa en la pantalla unas
cuantas letras que no entiendo. «No dispares.»
Veo
un relámpago de luz (la chispa de una de las pistolas) y ahogo un grito. Mi
hermano, Marcus y Peter se tiran al suelo con los brazos sobre la cabeza. Al
cabo de un momento se mueven, así que sé que siguen vivos, y los soldados
avanzan. Un anillo negro rodea a mi hermano.
—Tobias
—insisto.
Él
vuelve a tocar la pantalla y toda la planta baja guarda silencio.
Dejan
caer los brazos a los lados.
Entonces,
los osados despiertan, mueven las cabezas de un lado a otro, sueltan las armas
y mueven los labios como si gritaran; después se empujan unos a otros, y
algunos caen de rodillas con la cabeza entre las manos y se ponen a mecerse
adelante y atrás, adelante y atrás.
Toda
la tensión que se me acumulaba en el pecho se desvanece, y me siento,
suspirando.
Tobias
se agacha al lado del ordenador y levanta el lateral de la carcasa.
—Tengo
que sacar los datos para que no vuelvan a iniciar la simulación —explica.
Observo
el frenesí de la pantalla, es el mismo que debe de estar produciéndose en las
calles. Examino los monitores, uno a uno, en busca de alguno en el que se vea
el sector de Abnegación. Por fin encuentro el único que lo muestra, está al
otro lado de la sala, al fondo. Los osados de esa pantalla se disparan entre sí,
se empujan, gritan… Es el caos. Hombres y mujeres de negro caen al suelo. La
gente corre en todas direcciones.
—Lo
tengo —anuncia Tobias, enseñándome el disco duro del ordenador; es un trozo de
metal del tamaño de la palma de su mano.
Me
lo ofrece y yo me lo meto en el bolsillo de atrás.
—Tenemos
que irnos —le digo, poniéndome de pie y señalando la pantalla de la derecha.
—Sí
—responde, pasándome un brazo sobre los hombros—. Vamos.
Caminamos
juntos por el pasillo y doblamos la esquina. El ascensor me recuerda a mi padre
y no consigo evitar mirar su cadáver.
Está
en el suelo, al lado del ascensor, rodeado de los cadáveres de varios guardias.
Se me escapa un grito de dolor y vuelvo la cara; noto que la bilis me sube a la
garganta y vomito contra la pared.
Durante
un segundo es como si todo lo que tengo dentro se rompiera, y me agacho junto a
un cadáver, respirando por la boca para no oler la sangre. Me tapo la boca con
la mano para ahogar un sollozo. Cinco segundos más. Cinco segundos de debilidad
y después me levanto. Uno, dos. Tres, cuatro.
Cinco.
No
soy muy consciente de lo que me rodea, hay un ascensor, una habitación de
cristal y una ráfaga de aire frío. Hay un grupo de soldados de Osadía gritando.
Busco el rostro de Caleb, pero no lo encuentro, no lo encuentro hasta que
dejamos el edificio de cristal y salimos a la luz del día.
Caleb
corre hacia mí cuando cruzo las puertas, y yo me dejo caer sobre él; me abraza
con fuerza.
—¿Papá?
—pregunta, y yo sacudo la cabeza—. Bueno —responde, y casi se ahoga con la
palabra—, es lo que él habría querido.
Por
encima del hombro de Caleb veo que Tobias se detiene a medio paso, que todo su
cuerpo se queda rígido y que clava la mirada en Marcus. Con las prisas por
destruir la simulación, se me olvidó avisarlo.
Marcus
se acerca a Tobias y abraza a su hijo. Tobias se queda paralizado, con los
brazos caídos y la cara sin expresión alguna. Veo que la nuez le sube y le
baja, y que sus ojos miran al techo.
—Hijo
—suspira Marcus.
Tobias
hace una mueca.
—Eh
—digo, apartándome de Caleb; recuerdo la caricia del cinturón en la muñeca
durante mi visita al paisaje del miedo de Tobias y me meto entre ellos para
apartar a Marcus—. Eh, aléjate de él.
Noto
el aliento de Tobias en el cuello; su respiración es entrecortada.
—Aléjate
—ordeno entre dientes.
—Beatrice,
¿qué haces? —pregunta Caleb.
—Tris
—dice Tobias.
Marcus
me mira como si estuviera escandalizado, una mirada que me parece falsa: tiene
los ojos y la boca demasiado abiertos. Si supiera cómo quitarle esa expresión
de un guantazo, lo haría.
—No
todos los artículos de Erudición eran una sarta de mentiras —explico,
entrecerrando los ojos.
—¿De
qué hablas? —pregunta Marcus en voz baja—. No sé qué te habrán contado,
Beatrice, pero…
—La
única razón por la que todavía no te he pegado un tiro es porque no soy yo la
que debe hacerlo —lo interrumpo—. Aléjate de él si no quieres que cambie de
idea.
Las
manos de Tobias me rodean los brazos y me los aprietan. Marcus me mira a los
ojos durante unos segundos, y no puedo evitar verlos como pozos negros, igual
que en el paisaje de Tobias. Entonces, aparta la mirada.
—Tenemos
que irnos —dice Tobias con voz temblorosa—. El tren estará a punto de llegar.
Caminamos
por el duro suelo hacia las vías del tren. Tobias va con la mandíbula apretada
y la vista fija al frente. Me arrepiento un poco de lo que he hecho, quizá
debería haber dejado que él se enfrentara a su padre por sí mismo.
—Lo
siento —mascullo.
—No
tienes nada que sentir —contesta, tomándome de la mano; todavía le tiemblan los
dedos.
—Si
subimos al tren en dirección contraria, hacia el exterior de la ciudad en vez
del interior, llegaremos a la sede de Cordialidad —le digo—. Allí fueron los
demás.
—¿Y
Verdad? —pregunta mi hermano—. ¿Qué crees que harán?
No
sé cómo responderá Verdad ante el ataque. No estarán aliados con Erudición,
nunca harían algo tan solapado, pero quizá tampoco luchen contra ellos.
Nos
quedamos junto a las vías unos minutos hasta que llega el tren. Al final,
Tobias me levanta en brazos porque no puedo más y apoyo la cabeza en su hombro,
inhalando con ganas el olor de su piel. Desde que me salvó del ataque, asocio
ese aroma con la seguridad, así que, mientras estoy concentrada en él, me
siento a salvo.
Lo
cierto es que no me sentiré a salvo del todo mientras Peter y Marcus estén con
nosotros. Intento no mirarlos, pero noto su presencia como si fuera una manta
sobre la cara. La crueldad del destino es que debo viajar con las personas que
odio, mientras que las que amo yacen muertas detrás de mí.
Muertas
o convertidas en asesinas. ¿Dónde estarán ahora Christina y Tori? ¿Vagando por
las calles, abrumadas por la culpa después de lo que han hecho? ¿O han vuelto
sus armas contra la gente que las obligó a hacerlo? ¿O también han muerto? Ojalá
lo supiera.
Por
otro lado, espero no descubrirlo nunca. Si sigue viva, Christina encontrará el
cadáver de Will y, si vuelve a verme, sus entrenados ojos veraces descubrirán
que fui yo la que lo mató, lo sé. Lo sé, y la culpa me ahoga y me aplasta, así
que tengo que olvidarlo, me obligo a olvidarlo.
Llega
el tren y Tobias me deja en el suelo para que pueda saltar. Corro unos cuantos
pasos junto al vagón y me lanzo al interior, aterrizando sobre el brazo
izquierdo. Me retuerzo por el suelo y me siento contra la pared. Caleb se
sienta frente a mí y Tobias a mi lado, de modo que se convierten en una barrera
entre mi cuerpo y los de Marcus y Peter. Mis enemigos. Sus enemigos.
El
tren toma una curva y veo la ciudad detrás de nosotros. Se hará cada vez más
pequeña hasta que veamos el punto en el que acaban las vías y empiezan los
bosques y campos que vi por última vez cuando era demasiado joven para
apreciarlos. La amabilidad de los cordiales nos consolará un tiempo, aunque no
podremos quedarnos allí para siempre. Pronto, Erudición y los corruptos líderes
de Osadía irán a buscarnos, y tendremos que movernos.
Tobias
me aprieta contra él. Los dos doblamos las rodillas e inclinamos la cabeza para
quedar encerrados en nuestra propia habitación, incapaces de ver a los que nos
perturban, mientras nuestros alientos se mezclan al entrar y al salir.
—Mis
padres han muerto —le digo.
Aunque
lo he dicho, aunque sé que es cierto, no parece real.
—Han
muerto por mí —añado, porque me parece importante.
—Te
querían —contesta—. Para ellos era la mejor forma de demostrarlo.
Asiento
con la cabeza y sigo la línea de su mandíbula con la mirada.
—Hoy
has estado a punto de morir —me dice—. Casi te disparo. ¿Por qué no me
disparaste, Tris?
—No
podía hacerlo. Habría sido como pegarme un tiro.
Se
acerca más a mí, afligido, de modo que sus labios rozan los míos cuando habla.
—Tengo
que decirte una cosa —añade; yo le paso los dedos por los tendones de la mano y
lo miro—. Puede que esté enamorado de ti —dice, y sonríe un poco—. Pero estoy
esperando a estar seguro para decírtelo.
—Qué
sensato por tu parte —respondo, sonriendo—. Deberíamos buscar un papel para que
hicieras una lista, una gráfica o algo.
Noto
su risa contra el costado, su nariz deslizándose por mi mandíbula, sus labios
detrás de mi oreja.
—Puede
que ya esté seguro, pero no quiera asustarte —concluye.
—Entonces
deberías conocerme mejor —respondo, riéndome.
—Vale,
pues te quiero.
Lo
beso mientras el tren se dirige a una tierra oscura e incierta. Lo beso todo lo
que quiero, más de lo que debería, teniendo en cuenta que mi hermano está a un
metro de mí.
Meto
la mano en el bolsillo y saco el disco duro que contiene los datos de la
simulación. Le doy vueltas entre las manos, dejando que la luz del atardecer se
refleje en él. Marcus está pendiente de cada movimiento, lo observa con
codicia. «No estoy a salvo —pienso—. No del todo.»
Aprieto
el disco duro contra el pecho, apoyo la cabeza en el hombro de Tobias e intento
dormir.
Abnegación
y Osadía están rotas, sus miembros se han dispersado. Ahora somos igual que los
abandonados. No sé cómo será la vida separada de una facción, es como si
estuviera desconectada, como una hoja arrancada del árbol que le da sustento.
Somos hijos de la pérdida; hemos dejado todo atrás. No tengo hogar, ni camino,
ni certeza. Ya no soy Tris, la egoísta, ni tampoco Tris, la valiente.
Supongo
que ahora no basta con ser una o la otra.
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