—LO
PRIMERO QUE aprenderéis hoy es a disparar. Lo segundo, a ganar en una pelea —dice
Cuatro, y me pone una pistola en la mano sin mirarme antes de seguir caminando—.
Por suerte, si estáis aquí, ya sabéis cómo subir y bajar de un tren en
movimiento, así que no tengo que enseñar a hacerlo.
No
debería sorprenderme que en Osadía esperen que nos pongamos a trabajar de
inmediato, aunque suponía que tendríamos más de seis horas para descansar antes
de empezar con ello. estoy recién salida de la cama y todavía noto el cuerpo
pesado.
—La
iniciación se divide en tres etapas. Mediremos vuestro progreso y os
clasificaremos de acuerdo con vuestro rendimiento en cada una de ellas. Las
etapas no tienen la misma importancia para determinar la clasificación final,
así que es posible, aunque difícil, mejorar drásticamente la posición con el
tiempo.
Me
quedo mirando el arma que tengo en la mano. Jamás había pensado que llegaría a
tocar una, por no hablar ya de dispararla. Me parece peligrosa, como si con
solo tocarla pudiera hacer daño a alguien.
—Creemos
que la preparación erradica la cobardia, la cual definimos como la incapacidad
para actuar cuando se tiene miedo —dice Cuatro—. Por tanto, cada etapa de la
iniciación está diseñada parar prepararos de una forma distinta. Lo esencial de
la primera etapa es la parte física; de la segunda, la emocional; de la
tercera, la mental.
—Pero
¿qué…? —empieza a decir Peter, bostezando—. ¿Qué tiene que ver disparar un arma
con… la valentía?
Cuatro
da una vuelta a la pistola en la mano, pone el cañón contra la frente de Peter
y coloca una bala en la recámara. Peter se queda helado, con los labios
entreabiertos y el bostezo a medias.
—Despierta.
Ya —le suelta Cuatro—. Llevas encima una pistola cargada, idiota. Actúa en
consecuencia.
El
instructor baja el arma y, en cuanto la amenaza inmediata desaparece, los ojos
verdes de Peter se vuelven más duros. Me sorprende que logre contener las ganas
de responder, teniendo en cuenta que en Verdad ha dicho lo que ha querido toda
su vida, pero lo hace, aunque con las mejillas rojas.
—Y,
en respuesta a tu pregunta…, es mucho menos probable que os ensuciéis los
pantalones y lloréis llamando a vuestras mamás si estáis preparados para
defenderos. —Cuatro se detiene al inicio de la fila y se da la vuelta—. Se
trata de información que quizá necesitéis cuando llevemos más tiempo con la
primera etapa. Así que observadme.
Se
pone de cara a la pared en la que está el blanco (un trozo cuadrado de
contrachapado con tres círculos rojos para cada uno de nosotros). Abre un poco
los pies, sostiene la pistola con ambas manos y dispara. El disparo hace tanto
ruido que me duelen los oídos. Estiro el cuello para mirar al blanco: la bala
ha atravesado el círculo del centro.
Me
vuelvo hacia mi diana. Mi familia nunca aprobaría que disparara un arma; dirían
que, aparte de para actos de violencia, las armas son para defenderse y, por
tanto, sería egoísta usarlas.
Los
aparto de mi cabeza, abro las piernas al ancho de mis hombros y rodeo
delicadamente con ambas manos la culata. Es pesada y me cuesta apartarla del
cuerpo, pero la quiero tener lo más lejos posible de la cara. Aprieto el
gatillo, primero con vacilación y después más fuerte, y el retroceso empuja mis
manos hacia atrás, hacia mi nariz. Me tambaleo y me apoyo en la pared que tengo
detrás para mantener el equilibrio. No sé adónde ha ido la bala, pero seguro
que ni se ha acercado al blanco.
Disparo
una y otra vez, y ninguna de las balas se acerca.
—En
términos estadísticos —dice el chico erudito que tengo al lado, Will, sonriente—,
ya deberías haberle dado al blanco al menos una vez, aunque fuera por
accidente.
Es
rubio, desgreñado y tiene una arruga entre las cejas.
—¿Ah,
sí? —respondo, en tono neutro.
—Sí.
Creo que estás desafiando a la naturaleza.
Aprieto
los dientes y me vuelvo hacia la diana y, esta vez, estoy lista para el
retroceso. Las manos se me mueven un poco hacia atrás, pero mis pies se quedan
fijos en el suelo. Un agujero de bala aparece en el borde del blanco, así que
arqueo una ceja y miro a Will.
—¿Ves?
Tenía razón: las estadísticas no mienten —comenta.
Sonrío
un poco.
Vacío
cinco cargadores para dar en el centro del blanco y, cuando lo hago, noto que
me recorre una corriente de energía. Estoy despierta, con los ojos muy abiertos
y las manos calientes. Bajo la pistola. Controlar algo que puede causar tanto
daño hace que te sientas poderoso; bueno, controlar algo, punto.
Quizá
haya encontrado mi lugar.
Cuando
paramos para la comida, me duelen los brazos de sostener la pistola y me cuesta
estirar los dedos. Los masajeo de camino al comedor. Christina invita a Al a
sentarse con nosotras. Cada vez que lo miro oigo sus sollozos, así que intento
no mirarlo.
Muevo
los guisantes de un lado a otro del plato y pienso de nuevo en las pruebas de
aptitud. Cuando Tori me advirtió que ser divergente era peligroso, me sentí
como si me lo hubieran grabado en la cara, como si alguien fuera a verlo si
daba cualquier diminuto paso en falso. Hasta el momento no he tenido ningún
problema, pero eso no quiere decir que me sienta a salvo. ¿Y si bajo la guardia
y sucede algo horrible?
—Oh,
venga, ¿no te acuerdas de mí? —pregunta Christina a Al mientras se prepara un sándwich—.
Estábamos juntos en mates hace unos días, y no soy de las que se callan.
—Me
pasaba dormido casi toda la clase de mates —responde Al—. ¡Era la primera hora!
¿Y
si el peligro no aparece pronto? ¿Y si surge dentro de muchos años y no lo veo
venir?
—Tris
—dice Christina, y chasquea los dedos delante de mi cara—. ¿Estás ahí?
—¿Qué?
¿Qué pasa?
—Te
he preguntado si recuerdas haber estado en clase conmigo —responde—. Bueno, sin
ánimo de ofender, yo seguramente no te recordaría. Todos los de Abnegación me
parecíais iguales. En fin, me lo siguen pareciendo, pero ahora tú no eres uno
de ellos.
Me
quedo mirándola; como si necesitara que me lo recordase.
—Lo
siento, ¿he sido grosera? Estoy acostumbrada a decir lo que se me ocurre. Mi
madre decía que la educación es un engaño envuelto en bonito papel de regalo.
—Creo
que por eso nuestras facciones no se relacionan mucho —respondo, soltando una
breve carcajada.
Verdad
y Abnegación no se odian como Erudición y Abnegación, pero sí que se evitan. El
auténtico problema de Verdad es con Cordialidad. Según Verdad, los que buscan
la paz por encima de todo siempre engañarán para mantener las aguas tranquilas.
—¿Me
puedo sentar aquí? —pregunta Will, dando unos golpecitos en la mesa con el
dedo.
—¿Y
eso? ¿No quieres comer con tus amigos eruditos? —dice Christina.
—No
son mis amigos —responde Will, dejando el plato sobre la mesa—. Solo porque
estuviéramos en la misma facción no quiere decir que nos llevemos bien. Además,
Edward y Myra están saliendo, y preferiría no ser el que aguanta las velas.
Edward
y Myra, los otros trasladados de Erudición, están sentados a dos mesas de
nosotros, tan cerca el uno del otro que se dan codazos mientras cortan la
comida. Myra se detiene para besar a Edward. Los observo atentamente; en toda
mi vida he visto muy pocos besos.
Edward
se vuelve y besa a Myra en los labios. Dejo escapar el aire entre los dientes y
aparto la mirada. Parte de mí quiere que los regañen, mientras que otra parte
se pregunta, con una pizca de desesperación, qué se sentirá al notar los labios
de otra persona en los tuyos.
—¿Tienen
que hacerlo en público? —pregunto.
—Si
solo lo ha besado… —dice Al, frunciendo el ceño; cuando frunce el ceño, sus
gruesas cejas le tocan las pestañas—. Tampoco es que se estén desnudando.
—No
está bien besarse en público.
Al,
Will y Christina dedican la misma sonrisa de complicidad.
—¿Qué?
—pregunto.
—Se
te ve la Abnegación —dice Christina—. A los demás no nos importa mostrar un
poquito de afecto en público.
—Ah
—respondo, encogiéndome de hombros—. Bueno…, supongo que tendré que superarlo.
—O
puedes seguir siendo frígida —dice Will con un brillo malvado en los ojos—. Ya
sabes, si quieres.
Christina
le tira un panecillo; él lo agarra y lo muerde.
—No
seas malo con ella —le pide la chica—. La frigidez es parte de su naturaleza.
Igual que para ti ser un sabelotodo.
—¡No
soy frígida! —exclamo.
—No
te preocupes —dice Will—, resulta atractivo. Mira, te has puesto roja.
El
comentario solo sirve para que me ponga más roja todavía. Todos los demás se ríen.
Yo me obligo a reír y, al cabo de unos segundos, la risa me sale sola.
Sienta
bien volver a reír.
Después
de la comida, Cuatro nos lleva a otra sala. Es enorme, tiene un suelo de madera
que chirría y está lleno de grietas, con un gran círculo pintado en el centro.
En la pared de la izquierda hay un tablero verde: una pizarra. Mis profesores
de Niveles Inferiores usaban una, aunque no las había visto desde entonces.
Quizá tenga algo que ver con las prioridades de Osadía: lo primero el
entrenamiento, después viene la tecnología.
Nuestros
nombres están escritos en la pizarra por orden alfabético. Colgados a
intervalos de un metro a lo largo del fondo de la sala hay unos sacos de arena
de color negro desteñido.
Nos
ponemos en fila detrás de ellos, y Cuatro se pone en el centro, donde todos
podamos verlo.
—Como
dije esta mañana, ahora aprenderéis a pelear. El objetivo es prepararos para
actuar; preparar vuestros cuerpos para que respondan a las amenazas y a los
desafíos…, cosa que necesitaréis si pretendéis sobrevivir como miembro de Osadía.
Ni
siquiera puedo pensar en vivir como miembro de Osadia. Solo soy capaz de pensar
en superar la iniciación.
—Hoy
repasaremos la técnica y mañana empezaréis a luchar entre vosotros —dice Cuatro—.
Así que os recomiendo que prestéis atención. Los que no aprendan deprisa acabarán
heridos.
Cuatro
nombra unos cuantos tipos de golpes y hace una demostración de cada uno de
ellos, primero en el aire y después contra el saco de arena.
Voy
pillándolo mientras practicamos. Como con la pistola, necesito unos cuantos
intentos para averiguar cómo mantenerme en pie y mover mi cuerpo como lo hace él.
Las patadas son lo más difícil, aunque solo nos enseña lo básico. El saco de
arena me deja las manos y los pies doloridos, me pone la piel roja y apenas se
mueve, por muy fuerte que lo golpee. A mi alrededor oigo el sonido de piel
contra tela.
Cuatro
da vueltas entre los iniciados para observarnos mientras repetimos los
movimientos. Cuando se detiene frente a mí se me retuercen las entrañas como si
alguien las agitara con un tenedor. Se me queda mirando, me observa de pies a
cabeza sin detenerse en ninguna parte: una mirada práctica y científica.
—No
tienes mucho músculo —dice—, lo que significa que será mejor que utilices las
rodillas y los codos. Puedes darles más potencia.
De
repente me pone una mano en el estómago. Tiene unos dedos tan largos que,
aunque la muñeca me toca un lado de las costillas, las puntas de los dedos
llegan al otro lado. El corazón me late tan fuerte que me duele el pecho, y me
quedo mirando al instructor con los ojos muy abiertos.
—Nunca
olvides mantener la tensión aquí —dice en voz baja.
Después
levanta la mano y sigue andando. Sigo notando la presión de su palma. Es extraño,
pero tengo que detenerme a respirar unos segundos antes de seguir practicando.
Cuando
Cuatro nos deja salir para la cena. Christina me da un codazo.
—Me
sorprende que no te haya partido por la mitad —dice, arrugando la nariz—. Ese tío
me aterra, es por ese acento de voz tan bajito.
—Sí,
es de los que… —empiezo a responder, volviendo la vista para mirarlo; es
tranquilo y muy sereno, pero no temía que me hiciera daño—, …de los que
intimidan, está claro.
Al,
que estaba delante de nosotras, se vuelve cuando llegamos al Pozo y anuncia:
—Quiero
un tatuaje.
Desde
detrás de nosotros, Will pregunta:
—¿Un
tatuaje de qué?
—No
lo sé —responde Al, riéndose—. Solo quiero sentir que de verdad he dejado atrás
la antigua facción. Dejar de llorar por ella —explica; como no respondemos añade—:
Sé que me habéis oído.
—Sí,
aprende a no hacer tanto ruido, ¿vale? —dice Christina, pinchando con el dedo
el grueso brazo de Al—. Creo que tienes razón. Ahora mismao estamos medio
dentro, medio fuera. Si queremos entrar del todo, deberíamos tener el aspecto
adecuado.
Me
echa una mirada.
—No,
no me voy a cortar el pelo —le aseguro—, ni tampoco pienso teñírmelo de un
color extraño. Ni me voy a agujerear la cara.
—¿Y
el ombligo? —pregunta.
—¿O
el pezón? —sugiere Will, resoplando.
Suelto
un gruñido.
Como
hemos terminado el entrenamiento del día podemos hacer lo que queramos hasta la
hora de dormir. La idea me marea un poco, aunque quizá sea el cansancio.
El
Pozo está lleno de gente. Christina anuncia que nos reuniremos con Al y Will en
el estudio de tatuaje y me arrastra hacia el local de ropa. Vamos dando tumbos
por el camino, subiendo cada vez más por encima del suelo del Pozo,
desperdigando piedras con los zapatos.
—¿Qué
le pasa a mi ropa? —pregunto—. Ya no voy de gris.
—Es
fea y gigantesca —responde, suspirando—. ¿Me dejas que te ayude? Si no te gusta
lo que te elijo, te prometo que no tendrás que volver a ponértelo.
Diez
minutos después estoy delante de un espejo en el local de la ropa con un
vestido negroq ue me llega a la rodilla. la falda no es de vuelo, aunque
tampoco se me pega a los muslos…, a diferencia de la primera que me había
elegido y que yo me negué a vestir. Se me pone de punta el vello de los brazos
desnudos. Ella me quita la goma que me sujeta el pelo y deshace la trenza, así
que la melena ondulada me cae sobre los hombros.
Después
saca un lápiz negro.
—Lápiz
de ojos —explica.
—No
vas a conseguir que parezca guapa, te lo advierto.
Cierro
los ojos y me quedo quieta. Ella me pasa la punta del lápiz por el filo de las
pestañas. Me imagino que estoy delante de mi familia así vestida y noto un nudo
en el estómago, como si fuera a vomitar.
—¿A
quién le importa parecer guapa? Lo que pretendo es que se te vea.
Abro
los ojos y, por primera vez, miro abiertamente mi reflejo. El corazón se me acelera
al hacerlo, como si estuviera rompiendo las reglas y esperara la reprimenda.
será difícil superar los hábitos inculcados por Abnegación, como tirar de un
solo hilo dentro de un intrincado bordado. Sin embargo, encontraré hábitos
nuevos, ideas nuevas, reglas nuevas. Me convertiré en otra cosa.
Antes
tenía los ojos azules, pèro de un azul apagado y grisáceo; el lápiz de ojos los
ha convertido en ojos penetrantes. Con el pelo enmarcándome la cara, mis rasgos
resultan más suaves y más redondos. No soy guapa (tengo los ojos demasiado
grandes y la nariz demasiado larga), pero veo que Christina tiene razón: ahora
se me ve.
Mirarme
en estos momentos no es como mirarme por primera vez; es como mirar a otra
persona por primera vez. Beatrice era una chica a la que veía en unos momentos
robados frente al espejo, que guardaba silencio en la mesa. esta persona es
alguien que reclama atención y no la suelta; esta es Tris.
—¿Ves?
—dice Christina—. Estás… llamativa.
Dadas
las circunstancias, es el mejor cumplido que podría haberme hecho. Le sonrío en
el espejo.
—¿Te
gusta? —pregunta.
—Sí
—respondo—. Parezco… otra persona.
—¿Y
eso es bueno o malo? —pregunta ella, entre risas.
Me
miro de nuevo; de frente. Por primera vez, la idea de dejar atrás mi identidad
de Abnegación no me pone nerviosa, sino que me da esperanza.
—Bueno
—aseguro, y sacudo la cabeza—. Lo siento, es que nunca me han dejado mirarme
tanto tiempo en el espejo.
—¿En
serio? —dice Christina, sacudiendo la cabeza—. Abnegación es una facción extraña,
permite que te lo diga.
—Vamos
a ver cómo tatúan a Al —respondo; a pesar de haber dejado atrás a mi antigua
facción, todavía no quiero criticarla.
En
casa, mi madre y yo elegíamos idénticos montones de ropa cada seis meses,
aproximadamente. Es fácil asignar recursos cuando todos tienen los mismo, pero
en el complejo de Osadía hay mucha más variedad. Cada osado tiene un número de
puntos que puede gastar al mes, y el vestido me cuesta uno de ellos.
Christina
y yo corremos por el estrecho sendero hacia el estudio de tatuajes. Cuando
llegamos, Al ya está sentado en la silla, y un hombre bajo y delgado que tiene
más tinta que piel desnuda está dibujándole una araña en el brazo.
Will
y Christina ojean los libros de dibujos, y se dan codazos cuando encuentran uno
bueno. viéndolo así, sentados juntos, me doy cuenta de lo distintos que son:
Christina, alta y oscura, y Will, pálido y macizo, aunque los dos se parecen en
la facilidad con la que sonríen.
Doy
vueltas por la habitación mirando el arte de las paredes. Estos días solo se
encuentran artistas en Cordialidad. Abnegación considera el arte como algo poco
práctico, y contemplarlo como un tiempo perdido que podría emplearse en ayudar
a los demás, así que, aunque he visto obras de arte en los libros de texto,
nunca había estado en un cuarto con decoración. Hace que el aire resulte
cercano y cálido, y podría pasarme horas aquí dentro sin darme cuenta. Recorro
la pared con la punta de los dedos. La imagen de un halcón me recuerda el tatuaje
de Tori; debajo hay un bosquejo de un pájaro volando.
—Es
un cuervo —dice una voz detrás de mí—. Bonito, ¿verdad?
Me
vuelvo y veo a Tori. es como si estuviera otra vez en la sala de la prueba de
aptitud, con los espejos a mi alrededor y los cables conectados a la frente. No
esperaba volver a verla.
—Vaya,
hola —me saluda, sonriendo—. Creía que no volvería a verte. Beatrice, ¿no?
—Tris,
en realidad —respondo—. ¿Trabajas aquí?
—Sí,
solo me tomé unos días libres para encargarme de las pruebas. Paso aquí casi
todos el tiempo —responde, y se da unos golpecitos en la barbilla—. Reconozco
ese nombre: fuiste la primera saltadora, ¿no?
—Sí.
—Bien
hecho.
—Gracias
—respondo, y toco el bosquejo del pájaro—. Mira, tengo que hablar de… —me
detengo, y miro a Will y Christina; ahora no puedo arrinconar a Tori, me harían
preguntas— …una cosa. En otro momento.
—No
sé si sería sensato —responde en voz baja—. Te ayudé todo lo que pude y ahora
tendrás que seguir sola.
Frunzo
los labios. Ella tiene respuestas, lo sé. Si no me las da ahora, encontraré la
forma de que me las dé en otra ocasión.
—¿Quieres
un tatuaje? —me pregunta.
El
dibujo del pájaro me llama la atención. No quería hacerme un piercing ni tatuajes cuando llegué. Sé
que, si lo hago, me separaré un poco más de mi familia, una separación que
nunca podré resolver. Y si mi vida aquí continúa como hasta ahora, puede que no
sea lo más importante que nos separe.
Pero
entiendo lo que me contó Tori, que su tatuaje representaba un miedo que había
superado, un recordatorio de lo que era y un recordatorio de lo que es ahora.
Quizá haya una forma de honrar mi antigua vida a la vez que abrazo la nueva.
—Sí
—respondo—. Tres de estos pájaros volando.
Me
toco la clavícula y marco la trayectoria de su vuelo: hacia el corazón. Uno por
cada miembro de la familia que he dejado atrás.
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