—TRIS.
En
mi sueño, mi madre dice mi nombre. Me llama, y yo cruzo la cocina para ponerme
a su lado. Me señala la olla que está en el fuego, y levanto la tapa para ver
qué hay dentro. El ojo redondo y oscuro de un cuervo me devuelve la mirada,
tiene las plumas del ala apretadas contra la pared de la olla y su gordo cuerpo
está cubierto de agua hirviendo.
—A
cenar —dice mi madre.
—¡Tris!
—oigo de nuevo, y abro los ojos: Christina está de pie al lado de mi cama, con
las mejillas manchadas de lágrimas teñidas de rímel—. Es Al. Ven.
Otros
iniciados están despiertos, aunque no todos. Christina me da la mano y me saca
del dormitorio. Corro descalza por el suelo de piedra mientras parpadeo para
apartar las nubes de mis ojos; todavía me pesan las piernas, estoy medio
dormida. Ha pasado algo terrible, lo noto en cada latido de mi corazón. «Es Al.»
Corremos
por el Pozo hasta que Christina se detiene. Una multitud se ha reunido
alrededor del borde, pero hay espacio entre los presentes, así que no me cuesta
dejar atrás a Christina, rodear a un hombre alto de mediana edad y llegar al
frente.
Dos
hombres están al borde del abismo, izando algo con cuerdas. Los dos gruñen por
el esfuerzo, echan todo su peso atrás para que las cuerdas se deslicen sobre la
barandilla y después se inclinan hacia delante para volver a tirar. Una forma
oscura y enorme surge por el borde, y unos cuantos miembros corren a ayudar a
los dos hombres a dejarla en el suelo.
La
forma cae en el suelo del Pozo. Un brazo pálido, hinchado por el agua, da
contra la piedra. Un cadáver. Christina se aprieta contra mí, agarrándose a mi
brazo. Esconde la cabeza en mi hombro y solloza, pero yo no consigo apartar la
mirada. Unos cuantos hombres dan la vuelta al cadáver y la cabeza se gira a un
lado.
Los
ojos están abiertos y vacíos. Oscuros. Ojos de muñeco. Y la nariz tiene un gran
arco, un puente estrecho y la punta redonda. Los labios están azules. La cara
en sí no es humana, es medio cadáver y medio animal. Me arden los pulmones, me
cuesta respirar la siguiente bocanada de aire. Al.
—Uno
de los iniciados —comenta alguien detrás de mí—. ¿Qué ha pasado?
—Lo
mismo que pasa todos los años —responde otro—. Se ha tirado por el borde.
—No
seas tan morboso, podría ser un accidente.
—Lo
han encontrado en medio del abismo, ¿crees que tropezó con el cordón de los
zapatos y…, vaya por Dios, salió volando cinco metros?
Christina
cada vez me aprieta el brazo con más fuerza. Debería decirle que me soltara,
que me empieza a doler. Alguien se arrodilla al lado de la cara de Al y le
cierra los ojos. Intenta que parezca que duerme, supongo. Qué estupidez, ¿por
qué la gente finge que la muerte es como dormir? No lo es. No lo es.
Algo
dentro de mí se derrumba. Tengo el pecho tirante, me ahogo, no puedo respirar.
Caigo al suelo y arrastro a Christina conmigo. La piedra me raspa las rodillas.
Oigo algo, el recuerdo de algo: los sollozos de Al, sus gritos por las noches.
Debería haberlo sabido. Sigo sin poder respirar. Me llevo ambas manos al pecho
y me balanceo adelante y atrás para liberar la presión.
Cuando
parpadeo, veo la parte de arriba de la cabeza de Al mientras me lleva a cuestas
al comedor. Noto el rebote de sus pisadas. Es grande, cálido y torpe. No, era.
Eso es la muerte, cambiar de «es» a «era».
Respiro
con dificultad. Alguien ha traído una enorme bolsa negra para meter el cadáver.
Va a ser pequeña. La risa me sube por la garganta y me sale por la boca,
forzada y borboteante. Al no cabe en la bolsa para cadáveres; qué tragedia. A
mitad de la carcajada, me tapo la boca y suena como un gruñido. Me suelto de
Christina, me levanto y la dejo en el suelo. Corro.
—Toma
—me dice Tori, dándome una taza humeante que huele a menta.
La
sostengo con ambas manos y el calor hace que me piquen los dedos.
Se
sienta frente a mí. En cuestión de funerales, en Osadía no se pierde el tiempo.
Tori me contó que prefieren hacer frente a la muerte en cuanto se produce. En
la habitación principal del estudio de tatuajes no hay nadie, pero el Pozo está
abarrotado de miembros, casi todos borrachos. No sé de qué me sorprendo.
En
casa, los funerales son acontecimientos sombríos, todos se reúnen para dar su
apoyo a la familia del fallecido y nadie está desocupado, pero no hay risas, ni
gritos, ni bromas. Y en Abnegación no se bebe alcohol, así que todos están
sobrios. Tiene sentido que los funerales de esta facción sean justo lo
contrario.
—Bébetelo
—me dice—. Te sentirás mejor, te lo prometo.
—No
creo que esto se solucione con infusión —respondo despacio, pero me la bebo de
todos modos.
Me
calienta la boca y la garganta, y me baja hasta el estómago. No me había dado
cuenta del frío que tenía hasta que he dejado de tenerlo.
—He
dicho «mejor», no «bien» —me corrige ella, sonriendo, aunque no se le arrugan
los rabillos de los ojos, como le pasa siempre—. Creo que no vas a estar «bien»
durante un tiempo.
—¿Cuánto…?
—empiezo a preguntar después de morderme un labio, en busca de las palabras
correctas—. ¿Cuánto tardaste en volver a estar bien después de que tu hermano…?
—No
lo sé —responde, sacudiendo la cabeza—. Algunos días es como si siguiera sin
estar bien. Otros, me siento satisfecha, incluso contenta. Tardé unos cuantos años
en dejar de planear la venganza, eso sí.
—¿Por
qué lo dejaste?
Observa
con la mirada perdida la pared que tengo detrás. Se da unos golpecitos con los
dedos en la pierna durante unos segundos y responde:
—No
creo que lo haya dejado, exactamente. Es más que… espero mi oportunidad.
Sale
de su aturdimiento y mira su reloj.
—Hora
de irse —anuncia.
Echo
el resto de la infusión en el fregadero. Cuando aparto la mano de la taza me
doy cuenta de que tiemblo. Eso no es bueno. Me suelen temblar las manos antes
de empezar a llorar, y no puedo llorar delante de todos.
Sigo
a Tori al exterior del estudio y bajamos por el camino hasta el fondo del Pozo.
Todas las personas que antes daban vueltas por ahí están en el saliente, y el
aire huele mucho a alcohol. La mujer que tengo delante de mí se tuerce hacia la
derecha, perdiendo el equilibrio, y se le escapa una risita nerviosa cuando se
choca con el hombre que tiene al lado. Tori me agarra del brazo y me aleja.
Encuentro
a Uriah, Will y Christina de pie entre los demás iniciados. Christina tiene los
ojos hinchados. Uriah lleva una petaca plateada y me la ofrece, pero sacudo la
cabeza.
—Sorpresa,
sorpresa —dice Molly detrás de mí, dándole un codazo a Peter—. La que nace
estirada, siempre será estirada.
No
debería hacerle caso, sus opiniones no deberían importarme.
—Hoy
he leído un artículo muy interesante —dice, acercándose a mi oreja—. Algo sobre
tu padre y la verdadera razón por la que te fuiste de allí.
Defenderme
no es mi prioridad ahora mismo, aunque sí es lo más fácil de solucionar.
Me
vuelvo y le doy un puñetazo en la mandíbula. Los nudillos me pican del golpe y
ni siquiera recuerdo haber decidido pegarle. No recuerdo haber cerrado el puño.
Se
lanza sobre mí con las manos estiradas, pero no llega muy lejos, ya que Will la
agarra del cuello de la camiseta y tira de ella hacia atrás. La mira, me mira y
dice:
—Dejadlo,
las dos.
Parte
de mí desearía que no la hubiera detenido; una pelea me distraería, sobre todo
ahora que Eric se está subiendo a una caja que han colocado al lado de la
barandilla. Lo miro y me cruzo de brazos para mantenerme firme. Me pregunto qué
dirá.
En
Abnegación nadie se ha suicidado desde hace tiempo, que yo recuerde, pero la
facción tiene clara su opinión al respecto: para ellos, el suicidio es un acto
de egoísmo. Una persona realmente desinteresada no piensa en sí misma lo
suficiente como para desear morir. Nadie diría eso en voz alta si sucediera,
pero todos los pensarían.
—¡Silencio,
callaos! —grita Eric; alguien hace sonar algo que parece un gong y los gritos
van disminuyendo, aunque no así los murmullos—. Gracias. Como sabéis, estamos
aquí porque Albert, un iniciado, saltó al abismo anoche.
Los
murmullos desaparecen también, solo se oye el agua del fondo del precipicio.
—No
sabemos el porqué y lo más sencillo sería lamentarnos esta noche por su pérdida
—sigue diciendo Eric—, pero no elegimos la vía fácil cuando entramos en Osadía,
y lo cierto es… —añade, sonriendo; si no lo conociera, pensaría que la sonrisa
es auténtica, pero lo conozco—. Lo cierto es que Albert ahora está explorando
un lugar desconocido e incierto, y ha saltado en las crueles aguas para llegar
hasta allí. ¿Quién de nosotros es lo bastante audaz como para aventurarse en la
oscuridad sin saber lo que se esconde detrás de ella? Albert todavía no era uno
de nosotros, pero, sin duda, ¡era un valiente!
Del
centro de la multitud surge un grito unánime. Los osados vitorean con distintos
tonos, agudos y graves, alegres y profundos. Su rugido imita el rugido del
agua. Christina le quita la petaca a Uriah y bebe. Will le pasa un brazo sobre
los hombros y la acerca a él. Las voces me llenan los oídos.
—¡Hoy
le rendiremos homenaje y siempre lo recordaremos! —chilla Eric; alguien le pasa
una botella oscura y él la levanta—. ¡Por Albert el Valeroso!
—¡Por
Albert! —grita la multitud.
A
mi alrededor se alzan los brazos, y los osados corean su nombre:
—¡Albert,
Al-bert, Al-bert!
Lo
corean hasta que su nombre ya no parece su nombre, sino que suena como el grito
primitivo de una raza antigua.
Doy
la espalda a la barandilla, no puedo seguir soportando esto.
No
sé adónde voy, sospecho que no voy a ninguna parte, que solo me alejo. Recorro
un pasillo oscuro. Al final está la fuente, bañada en el brillo azul de la luz
que tiene encima.
Sacudo
la cabeza. ¿Valeroso? Valeroso habría sido reconocer la debilidad y abandonar
Osadía a pesar de la vergüenza que le supusiera. El orgullo es lo que ha matado
a Al, y ese es el defecto que se encuentra en todos los corazones osados. Está
en el mío.
—Tris.
Me
sobresalto y vuelvo la vista: tengo a Cuatro detrás, justo dentro del círculo
de luz azul. Le da un aspecto espeluznante, le deja a oscuras las cuencas de
los ojos y le proyecta sombras bajo los pómulos.
—¿Qué
haces aquí? —pregunto—. ¿No deberías estar presentando tus respetos?
Lo
digo como si las palabras supieran mal y tuviera que escupirlas.
—¿Y
tú? —pregunta; da un paso hacia mí y vuelvo a verle los ojos, que parecen
negros con esta luz.
—No
puedo presentar mis respetos cuando no los tengo —contesto, pero me siento un
poco culpable, así que sacudo la cabeza—. No quería decir eso.
—Ah
—dice, y, a juzgar por su mirada, no me cree; no lo culpo.
—Esto
es ridículo —exclamo, y noto calor en las mejillas—. Se tira por un precipicio,
¿y Eric dice que es un valiente? ¿Eric, el que intentó que lanzaras cuchillos a
la cabeza de Al? —pregunto, y noto algo amargo en la boca; las falsas sonrisas
de Eric, sus palabras artificiales, sus ideales retorcidos… me ponen enferma—. ¡No
era valiente! ¡Estaba deprimido, era un cobarde y casi me mata! ¿Esas son las
cosas que se respetan aquí?
—¿Y
qué quieres que hagan? —me pregunta—. ¿Que lo condenen? Al ya está muerto, no
puede oírlo y es demasiado tarde.
—Esto
no es por Al —suelto—, ¡es por todos los que están mirando! Por todos los que
ahora creen que tirarse al abismo es una opción viable. Quiero decir, ¿por qué
no hacerlo si después todos dicen que eres un héroe? ¿Por qué no hacerlo si así
todo el mundo recordará tu nombre? Es que… No puedo…
Sacudo
la cabeza, me arde la cara y el corazón se me acelera, e intento mantener el
control, pero no lo consigo.
—¡Esto
nunca habría pasado en Abnegación! —exclamo, casi a gritos—. ¡Nada de esto!
Nunca. Este sitio absorbió a Albert y lo destruyó, y no me importa que decirlo
me convierta en una estirada. No me importa. ¡No me importa!
Cuatro
mira hacia el muro que está por encima de la fuente.
—Ten
cuidado, Tris —me advierte, sin dejar de mirar el muro.
—¿No
tienes nada más que decir? —insisto, frunciendo el ceño—. ¿Que tenga cuidado? ¿Ya
está?
—Eres
tan insoportable como los de Verdad, ¿lo sabías?
Me
agarra del brazo y me aleja de la fuente; me hace daño, pero no soy lo bastante
fuerte como para soltarme.
Tengo
su cara tan cerca que le veo unas cuantas pecas en la nariz.
—No
voy a repetirlo, así que escucha con atención —empieza, y me pone las manos en
los hombros para apretármelos; me siento pequeña—. Están observando. Te están
observando a ti, en concreto.
—Suéltame
—respondo débilmente.
Me
suelta de golpe y se endereza. Parte del peso que siento en el pecho desaparece
cuando deja de tocarme. Me dan miedo sus cambios de humor, me indican que
existe algo inestable en su interior, y la inestabilidad es peligrosa.
—¿Te
observan a ti también? —pregunto en voz tan baja que no podría oírme si no
estuviera tan cerca de mí.
—He
intentado protegerte —dice, sin responder a la pregunta—, pero tú te niegas a
que te ayude.
—Ah,
vale, me ayudas. Cortarme la oreja con un cuchillo, burlarte de mí y gritarme más
que a nadie me ayuda un montón.
—¿Burlarme
de ti? ¿Te refieres a lo de los cuchillos? No me burlaba, te recordaba que, si
fallabas, otra persona tendría que ocupar tu lugar.
Me
pongo una mano en la nuca y me paro a pensar en el incidente. Cada vez que
hablaba era para recordarme que, si me rendía, Al ocuparía mi lugar delante de
la diana.
—¿Por
qué? —pregunto.
—Porque
eres de Abnegación, y eres más valiente cuando actúas de manera desinteresada.
Ahora
lo entiendo: no intentaba convencerme para que me rindiera, me recordaba por qué
no debía hacerlo, que necesitaba proteger a Al. Me duele pensar en ello.
Proteger a Al. Mi amigo. Mi atacante.
No
puedo odiar a Al todo lo que desearía.
Tampoco
puedo perdonarlo.
—Te
aconsejo que intentes fingir un poco mejor que estás perdiendo tus impulsos
altruistas —me dice—, porque, si lo descubre la gente equivocada…, bueno, no te
conviene.
—¿Por
qué? ¿Por qué les iban a importar mis intenciones?
—Las
intenciones son lo único que les importa. Intentan hacerte pensar que les
importa lo que haces, pero no, no quieren que actúes de cierta manera. Lo que
quieren es que pienses de cierta manera, así les resulta fácil entenderte y no
les supones una amenaza.
Pone
una mano en la pared, al lado de mi cabeza, y se apoya en ella. Su camiseta está
tan tirante que le veo la clavícula y la suave depresión entre el músculo del
hombro y los bíceps.
Ojalá
fuera más alta. Si fuera más alta, mi complexión delgada se consideraría
esbelta en vez de infantil, y él no me vería como a una hermana pequeña a la
que debe proteger.
No
quiero que me vea como a una hermana.
—No
entiendo por qué les importa lo que piense —le digo—, siempre que actúe como
ellos quieren.
—Ahora
estás actuando como ellos quieren, pero ¿qué pasa si tu cerebro de Abnegación
te dice que hagas otra cosa, algo que ellos no quieren?
No
tengo respuesta, y ni siquiera sé si está en lo cierto conmigo. ¿Mi cerebro es
de Abnegación o de Osadía?
Quizá
de ninguna de las dos facciones, quizá mi cerebro sea divergente.
—Quizá
no necesite tu ayuda, ¿se te ha ocurrido? —pregunto—. No soy débil, ¿sabes?
Puedo hacerlo yo sola.
—Crees
que mi instinto me impulsa a protegerte porque eres bajita, una chica o una
estirada —dice, sacudiendo la cabeza—. Te equivocas.
Se
acerca más y me rodea la barbilla con los dedos. La mano le huele a metal. ¿Cuándo
fue la última vez que sostuvo una pistola o un cuchillo? Me cosquillea la piel
en el punto de contacto, como si me transmitiera electricidad.
—Mi
instinto me impulsa a presionarte hasta que estalles, solo por ver lo que
aguantas —añade, y aprieta los dedos al decir «estalles»; su tono de voz hace
que me ponga tensa, que me encoja como un muelle antes de saltar y que se me
olvide respirar—. Pero resisto el impulso —añade, mirándome con sus oscuros
ojos.
—¿Por
qué…? —empiezo, pero me detengo para tragar saliva—. ¿Por qué te pide eso tu
instinto?
—A
ti el miedo no te paraliza, sino que te despierta. Lo he visto. Es fascinante —responde,
y me suelta, aunque no se aparta, y me roza con la mano la mandíbula, el cuello…—.
A veces… solo quiero verlo, verte despertar.
Le
pongo las manos en la cintura. No recuerdo haber decidido hacerlo, pero ya no
puedo apartarlas. Me acerco a su pecho y lo rodeo con los brazos para
acariciarle los músculos de la espalda.
Al
cabo de un momento, me toca la parte inferior de la espalda, me acerca más a él
y me acaricia el pelo con la otra mano. Me vuelvo a sentir pequeña, aunque,
esta vez, no me da miedo. Cierro los ojos con fuerza; Cuatro ya no me da miedo.
—¿Debería
llorar? —pregunto, y mi voz suena ahogada, ya que tengo la boca pegada a su
camiseta—. ¿Es que me pasa algo malo?
Las
simulaciones destrozaron tanto a Al que no pudo superarlo. ¿Por qué a mí no? ¿Por
qué no soy como él?… ¿Y por qué esa idea hace que me sienta tan incómoda, como
si yo también estuviera al borde del abismo?
—¿Y
qué sé yo de lágrimas? —pregunta él en voz baja.
Cierro
los ojos. No espero que Cuatro me consuele, y él no intenta hacerlo, pero me
siento mejor aquí que entre mis amigos, los de mi facción. Aprieto la frente
contra su hombro.
—Si
lo hubiera perdonado, ¿crees que seguiría vivo? —le pregunto.
—No
lo sé —contesta; me pone la mano en la mejilla y giro la cara para esconderla
dentro, sin abrir los ojos.
—Me
siento como si fuese por mi culpa.
—No
es culpa tuya —responde, apoyando su frente en la mía.
—Pero
debería haberlo hecho, debería haberlo perdonado.
—Quizá.
Quizá todos deberíamos haber hecho algo más, pero tenemos que permitir que la
culpa nos recuerde hacerlo mejor la próxima vez.
Frunzo
el ceño y me aparto. Eso lo aprendemos los miembros de Abnegación: la
culpabilidad como instrumento, en vez de como arma contra uno mismo. Es una
frase sacada directamente de las lecturas de mi padre en nuestras reuniones
semanales.
—¿De
qué facción vienes, Cuatro?
—Da
igual —responde, bajando la mirada—. Ahora estoy en esta. Y a ti te vendría
bien recordar lo mismo.
Me
mira con expresión turbada y me da un ligero beso en la frente, justo entre las
cejas. Cierro los ojos. No entiendo esto, sea lo que sea, pero no quiero
fastidiarlo, así que no digo nada. No se mueve, se queda donde está, con los
labios sobre mi piel, y yo me quedo donde estoy, con las manos en su cintura,
durante un buen rato.
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