SE
ENCIENDES las luces. Estoy sola en la sala vacía de paredes de hormigón,
temblando. Caigo de rodillas y me abrazo el pecho. No hacía frío cuando entré,
pero ahora sí que lo noto, así que me froto los brazos para librarme de la
carne de gallina.
Nunca
antes me había sentido tan aliviada, todos y cada uno de los músculos de mi
cuerpo se relajan de golpe, y vuelvo a respirar con calma. Ni se me ocurriría
pasar por el paisaje del miedo en mi tiempo libre, como hace Tobias. Aunque
antes me parecía valiente, ahora me suena más a masoquismo.
La
puerta se abre y me levanto. Max, Eric, Tobias y unas cuantas personas que no
conozco entran en la habitación en fila y forman un grupito frente a mí. Tobias
me sonríe.
—Enhorabuena,
Tris —dice Eric—, has concluido con éxito tu evaluación final.
Intento
sonreír, pero no me sale. No consigo quitarme de la cabeza el recuerdo de la
pistola contra la cabeza. Todavía noto el cañón entre las cejas.
—Gracias
—respondo.
—Una
última cosa antes de que vayas a prepararte para el banquete de bienvenida —añade,
y llama a una de las personas desconocidas que hay detrás de él.
La
mujer, que tiene el pelo azul, le entrega una cajita negra. Eric la abre, y
saca una jeringa y una larga aguja.
Me
pongo tensa al verla. El líquido naranja de la jeringa me recuerda a lo que nos
inyectan antes de las simulaciones, y se supone que ya he acabado con ellas.
—Por
lo menos no te dan miedo las agujas —comenta—. Esto sirve para inyectarte un
dispositivo de seguimiento que se activará si se informa de tu desaparición.
Por precaución.
—¿Con
qué frecuencia desaparece la gente? —pregunto, frunciendo el ceño.
—No
mucha —responde Eric, sonriendo—. Es un nuevo invento, cortesía de Erudición.
Se lo hemos inyectado a todos los osados a lo largo del día, y supongo que el
resto de las facciones también lo harán en cuanto les sea posible.
Se
me retuerce el estómago: no puedo dejar que me inyecte nada, y menos algo
desarrollado por Erudición…, quizá incluso por Jeanine. Sin embargo, tampoco
puedo negarme si no quiero que vuelva a dudar de mi lealtad.
—De
acuerdo —respondo con un nudo en la garganta.
Eric
se acerca con la aguja y la jeringa en la mano. Me aparto el pelo del cuello y
ladeo la cabeza. Aparto la vista cuando Eric me limpia el cuello con una
toallita antiséptica e introduce la aguja. Noto un dolor profundo que se me
extiende por el cuello, fuerte, aunque breve. Él guarda la jeringa en su
estuche y me pega una venda adhesiva sobre el pinchazo.
—El
banquete es dentro de dos horas —me dice—. Entonces anunciaremos tu puesto en
la clasificación de los iniciados, incluidos los nacidos en Osadía. Buena
suerte.
El
grupito sale de la habitación, pero Tobias se queda atrás, se detiene al lado
de la puerta y me llama para que lo siga, cosa que hago. En la sala de cristal
que está sobre el Pozo hay muchísimos osados, algunos caminando por las cuerdas
extendidas sobre nuestras cabezas, otros hablando y riendo en grupos. Tobias me
sonríe, no debe de haber estado observando la prueba.
—Me
ha llegado el rumor de que solo has tenido que enfrentarte a siete obstáculos —me
dice—. Algo casi inaudito.
—¿No…
no estabas viendo la simulación?
—Solo
las pantallas. Los líderes son los únicos que lo ven todo. Parecían
impresionados.
—Bueno,
siete miedos no es tan impresionante como cuatro —contesto—, pero bastará.
—No
me sorprendería que acabaras la primera.
Entramos
en la sala de cristal. La gente sigue aquí, aunque hay menos, ya que la última
persona (yo) ya ha salido.
Al
cabo de unos segundos empiezan a reconocerme. Me quedo cerca de Tobias cuando
empiezan a señalarme, pero no consigo caminar lo suficientemente deprisa como
para evitar algunos vítores, algunas palmadas en el hombro y algunas
felicitaciones. Mientras observo a la gente que me rodea, me doy cuenta de lo
extraños que les resultarían a mis padres y a mi hermano, y de lo normales que
me parecen a mí, a pesar de los anillos metálicos en la cara y de los tatuajes
en los brazos, el cuello y el pecho. Les devuelvo la sonrisa.
Bajamos
los escalones hasta el Pozo.
—Tengo
una pregunta —comento, y me muerdo el labio—. ¿Qué te han contado de mi paisaje
del miedo?
—La
verdad es que nada, ¿por qué?
—Por
nada —respondo, dándole una patada a un guijarro para tirarlo por el borde.
—¿Tienes
que volver al dormitorio? —pregunta—. Porque, si quieres un poco de
tranquilidad, puedes quedarte conmigo hasta el banquete.
Se
me encoge el estómago.
—¿Qué
pasa? —pregunta.
No
quiero volver al dormitorio y no quiero que Tobias me dé miedo.
Vamos
—respondo.
Tobias
cierra la puerta a nuestra espalda y se quita los zapatos.
—¿Quieres
agua? —pregunta.
—No,
gracias —respondo, manteniendo las manos delante de mí.
—¿Estás
bien?
Me
toca la mejilla, y su mano me acuna la cara, metiéndome los largos dedos entre
el pelo. Sonríe y me sujeta la cabeza mientras me besa. Noto que el calor se
extiende por mi cuerpo, al igual que el miedo, que me vibra como una alarma en
el pecho.
Sin
apartar sus labios de los míos, me quita la chaqueta de los hombros. Me encojo
cuando la oigo caer y lo aparto de un empujón. Me arden los ojos y no sé por qué
me siento así, no me sentí así cuando me besó en el tren. Me llevo las manos a
la cara y me tapo los ojos.
—¿Qué?
¿Qué pasa?
Sacudo
la cabeza.
—No
me digas que no es nada —insiste en tono frío, agarrándome por el brazo—. Oye,
mírame.
Me
quito las manos de la cara y lo miro a los ojos. Me sorprende ver el dolor y la
rabia que se reflejan en su rostro y en lo apretado de su mandíbula.
—A
veces me pregunto qué sacas de esto —empiezo, con toda la calma que puedo—. Con
esto… sea lo que sea.
—Que
qué saco de esto —repite, y da un paso atrás, sacudiendo la cabeza—. Eres
idiota, Tris.
—No
soy idiota, y por eso sé que es un poco raro que, de todas las chicas que podrías
haber elegido, te quedaras conmigo. Así que, si solo buscas…, bueno, ya sabes…,
eso…
—¿El
qué? ¿Sexo? —pregunta, frunciendo el ceño—. Si solo quisiera eso seguramente no
serías la primera a la que acudiría.
Es
como si me hubiera dado un puñetazo en el estómago; claro que no acudiría a mí,
ni soy la primera, ni la más guapa, ni la más deseable. Me aprieto el vientre y
aparto la mirada mientras intento reprimir las lágrimas. No soy de las que
lloran, ni tampoco de las que gritan. Parpadeo unas cuantas veces, bajo las
manos y lo miro.
—Me
voy a ir —anuncio en voz baja, y me vuelvo hacia la puerta.
—No,
Tris —responde, agarrándome por la muñeca para tirar de mí.
Lo
aparto de un fuerte empujón, pero él me agarra por la otra muñeca y mantiene
nuestros brazos cruzados entre los dos.
—Siento
haber dicho eso —asegura—. Lo que quería decir es que tú no eres así y lo supe
en cuanto te conocí.
—Tú
eras uno de los obstáculos de mi paisaje del miedo —confieso, y noto que me
tiembla el labio inferior—. ¿Lo sabías?
—¿Qué?
—dice, soltándome las muñecas y volviendo a poner cara de sentirse dolido—. ¿Me
tienes miedo?
—A
ti no —respondo; me muerdo el labio para mantenerlo quieto—. A estar contigo…,
con cualquiera. Nunca he tenido una relación con nadie y… tú eres mayor, y no sé
qué es lo que esperas, y…
—Tris,
no sé qué historias te habrás montado en la cabeza, pero esto también es nuevo
para mí.
—¿Historias?
—repito—. ¿Quieres decir que no has…? —pregunto, pero me paro y arqueo las
cejas—. Oh. Oooh. Suponía… —Suponía que, como yo estoy tan obsesionada con él,
el resto del mundo también lo estaría—. Bueno, ya sabes.
—Pues
supusiste mal —responde, y aparta la mirada; le brillan las mejillas, como si
le diera vergüenza—. Puedes contarme cualquier cosa, ¿sabes? —me asegura,
tomando mi cara entre sus manos, manos con dedos fríos y palmas calientes—. Soy
más amable de lo que parezco en el entrenamiento, te lo prometo.
Me
lo creo, pero esto no tiene nada que ver con la amabilidad.
Me
da un beso entre las cejas y en la punta de la nariz, y, a continuación, en la
boca. Estoy de los nervios, noto electricidad por las venas, en vez de sangre.
Quiero que me bese, sí; lo que temo es lo que pueda pasar después.
Baja
las manos hasta mis hombros, y sus dedos acarician el borde de la venda. Se
aparta, preocupado.
—¿Te
has hecho daño? —pregunta.
—No,
es otro tatuaje. Está curado, pero… no quería destaparlo.
—¿Puedo
verlo?
Asiento
con la cabeza, a pesar del nudo que tengo en la garganta. Me bajo la manga y
dejo el hombro al aire. Tobias se queda mirando el hombro durante un segundo
antes de recorrerlo con los dedos, que suben y bajan con la curva de mis
huesos, que me sobresalen más de lo que me gustaría. Cuando me toca, es como si
la conexión cambiara cada punto en que nuestras pieles se encuentran. Noto un
escalofrío en el estómago, no de miedo, sino también de otra cosa. Un anhelo.
Levanta
la esquina de la venda y sus ojos examinan el símbolo de Abnegación; sonríe.
—Yo
tengo el mismo —comenta, riéndose—. En la espalda.
—¿En
serio? ¿Me lo enseñas?
Él
vuelve a colocar la venda sobre el tatuaje y me pone bien la camiseta.
—¿Me
estás pidiendo que me desnude, Tris?
—Solo…
un poco —respondo, y una risa nerviosa me sale de la garganta.
Tobias
asiente y, de repente, pierde la sonrisa, me mira a los ojos y se baja la
cremallera de la sudadera. La deja caer por los hombros y la lanza sobre la
silla del escritorio. Ya no tengo ganas de reír, solo me siento capaz de
mirarlo.
Sus
cejas se juntan en el centro de la frente mientras tira del borde de su
camiseta y, con un movimiento rápido, se la saca por la cabeza.
Unas
llamas de Osadía le adornan el lado derecho, pero, aparte de eso, el pecho no
tiene marca alguna. Aparta la mirada.
—¿Qué
pasa? —pregunto, frunciendo el ceño; parece… incómodo.
—No
invito a muchas personas a mirarme. A nadie, de hecho.
—No
sé por qué —respondo en voz baja—. En fin, con ese cuerpo…
Lo
rodeo despacio y veo que en la espalda tiene más tinta que piel. Se ha dibujado
los símbolos de todas las facciones: Osadía en lo alto de la columna, Abnegación
justo debajo, y las otras tres, más pequeñas, al fondo. Me quedo mirando unos
segundos la balanza que representa a Verdad, el ojo de Erudición y el árbol símbolo
de Cordialidad. Tiene sentido que se ponga el símbolo de Osadía, su refugio, e
incluso el de Abnegación, su lugar de origen, como yo, pero ¿y los otros tres?
—Creo
que cometimos un error —explica en voz baja—. Todos hemos empezado a
menospreciar las virtudes de las demás facciones para reafirmar las nuestras.
No quiero que sea así, quiero ser valiente y altruista, y también inteligente,
amable y sincero —añade, aclarándose la garganta—. La amabilidad me cuesta
bastante.
—Nadie
es perfecto —susurro—. No funciona así. Una cosa mala se va y aparece otra para
sustituirla.
Yo
cambié la cobardía por la crueldad; cambié la debilidad por la ferocidad.
Acaricio
el símbolo de Abnegación con la punta de los dedos.
—Tenemos
que avisarlos, y pronto.
—Lo
sé —responde—. Lo haremos.
Se
vuelve hacia mí. Quiero tocarlo, pero me da miedo su desnudez, me da miedo que
me desnude a mí también.
—¿Esto
te da miedo, Tris?
—No
—respondo con la voz rota; me aclaro la garganta—. La verdad es que no. Solo me
da miedo… lo que deseo.
—¿Y
qué deseas? —pregunta, y al instante le noto la tensión en el rostro—. ¿A mí?
Asiento
con la cabeza, muy despacio.
Él
hace lo mismo y me toma las manos con dulzura, guiándolas hacia su estómago.
Con la mirada gacha, me sube las manos por su torso, por su pecho y me las
sujeta contra su cuello. Tocar su piel, suave y cálida, me hace cosquillas en
las manos. Noto calor en la cara, pero me estremezco de todos modos. Me mira.
—Algún
día —dice—, si todavía me deseas, podemos… —empieza, aunque hace una pausa para
aclararse la garganta—. Podemos…
Esbozo
una sonrisita y lo abrazo antes de que termine la frase, apretando una mejilla
contra su pecho. Noto el latido de su corazón en la cara, va tan deprisa como
el mío.
—¿Te
doy miedo, Tobias?
—Me
aterras —contesta, sonriendo.
Giro
la cabeza y le beso en el hueco bajo el cuello.
—A
lo mejor ya no vuelves a aparecer en mi paisaje del miedo —murmuro.
Él
se inclina un poco y me besa muy despacio.
—Entonces
todos podrán llamarte Seis.
—Cuatro
y Seis —respondo.
Nos
besamos de nuevo y, esta vez, me resulta familiar. Sé exactamente cómo
encajamos juntos, con su brazo alrededor de mi cintura, mis manos en su pecho,
la presión de sus labios en los míos. Nos conocemos de memoria.
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