ME
DESPIERTO a oscuras, metida en una dura esquina. El suelo que tengo debajo es
suave y frío. Me toco la cabeza, que me sigue palpitando, y un líquido se me
escurre entre los dedos: rojo sangre. Cuando bajo de nuevo la mano, me doy con
el codo contra una pared. ¿Dónde estoy?
Una
luz se enciende en el techo tras parpadear un instante. La bombilla es azul e
ilumina poco. Veo las paredes de un tanque de cristal a mi alrededor y mi
reflejo en sombra delante de mí. La habitación en la que está metido es pequeña,
tiene paredes de hormigón sin ventanas y no hay nadie más. Bueno, prácticamente
nadie: veo una camarita de vídeo colgada de una de las paredes de hormigón.
A
mis pies hay una pequeña abertura; está conectada a un tubo que, a su vez, está
conectado a un enorme depósito en la esquina de la habitación.
El
temblor me empieza en los dedos y se me extiende por los brazos; en pocos
segundos, todo el cuerpo me tiembla.
Esta
vez no estoy en una simulación.
Tengo
el brazo derecho dormido. Cuando salgo de la esquina veo un charco de sangre en
el lugar en donde estaba sentada. Ahora no puedo dejarme llevar por el pánico.
Me levanto, me apoyo en una pared y respiro. ¿Qué es lo peor que podría pasarme
ahora? Solo ahogarme en el tanque. Aprieto la frente contra el cristal y me río:
precisamente eso es lo peor que soy capaz de imaginar. Mi risa se convierte en
sollozo.
Si
me niego a rendirme quedaré como una valiente ante quien esté detrás de esa cámara,
pero, a veces, lo valiente no es luchar, sino enfrentarse a la muerte segura.
Sollozo con la cara contra el cristal. Aunque no me da miedo morir, quiero
hacerlo de otra forma, de cualquier otra forma.
Es
mejor gritar que llorar, así que grito y golpeo la pared con el talón. El pie
me rebota y doy otra patada tan fuerte que me hago polvo el talón. Doy una
patada tras otra, me aparto y me lanzo contra la pared con el hombro izquierdo
por delante. El impacto hace que la herida del hombro derecho me arda como si
me hubiesen pegado con un atizador al rojo vivo.
El
agua empieza a entrar por el fondo del tanque.
Que
haya una cámara de vídeo significa que me están observando…, no, que me están
estudiando, como solo los eruditos harían. Quieren comprobar si mi reacción
coincide con la de la simulación. Quieren probar que soy una cobarde.
Abro
las manos y las dejo caer. No soy una cobarde. Levanto la cabeza y me quedo
mirando la cámara que tengo frente a mí. Si me concentro en la respiración, me
olvidaré de que estoy a punto de morir. Me quedo mirando la cámara hasta que
reduzco mi campo de visión y la cámara es lo único que veo. El agua me sube por
los tobillos, por las pantorrillas y después por los muslos. Me sube por las
puntas de los dedos. Inspiro, espiro. El agua es suave, como de seda.
Inspiro.
El agua me lavará las heridas. Espiro. Mi madre me sumergió en agua cuando era
un bebé para entregarme a Dios. Hace mucho tiempo que no pienso en Dios, pero ahora
creo en él. Es lógico. De repente, me alegro de haber disparado a Eric en el
pie, en vez de en la cabeza.
Mi
cuerpo sube con el agua. En vez de agitar las piernas para mantenerme a flote,
expulso todo el aire de los pulmones y me hundo hasta el fondo. El agua ahoga
el sonido. Noto su movimiento sobre la cara. Pienso en respirar el agua para
que me llene los pulmones y me mate antes, pero no reúno el valor necesario
para hacerlo. Echo burbujas por la boca.
«Relájate.»
Cierro
los ojos, me arden los pulmones.
Dejo
que me floten las manos hasta lo alto del tanque. Dejo que el agua me lleve en
sus brazos de seda.
Cuando
era pequeña, mi padre me subía por encima de su cabeza y corría conmigo para
que me pareciera estar volando. Recuerdo la sensación del aire deslizándose por
mi cuerpo y pierdo el miedo. Abro los ojos.
Hay
una figura oscura frente a mí. Si ya empiezo a ver cosas, será que me queda
poco para morir. Noto una puñalada de dolor en los pulmones. Asfixiarse es
doloroso. Una mano toca el cristal que tengo frente a la cara y, durante un
instante, al mirar a través del agua, creo ver el rostro borroso de mi madre.
Oigo
un disparo y el cristal se resquebraja. El agua sale a chorros por un agujero
cercano a la parte superior del tanque, y el panel se rompe por la mitad. Me
vuelvo cuando el cristal se hace añicos, y la fuerza del agua lanza mi cuerpo
contra el suelo. Jadeo, tragando tanto agua como aire, y toso y vuelvo a
jadear, y unas manos me rodean los brazos y oigo mi nombre.
—Beatrice
—dice—. Beatrice, tenemos que correr.
Se
echa mi brazo sobre los hombros y tira de mí para levantarme. Va vestida como
mi madre y parece mi madre, pero lleva una pistola y tiene una expresión
decidida que no me resulta familiar. Avanzo a trompicones a su lado, por encima
de los cristales rotos y a través del agua, hasta salir por una puerta abierta.
Los guardias osados yacen muertos en el suelo.
Me
resbalo en las losetas en nuestro avance por el pasillo, que es lo más rápido
que me permiten mis débiles piernas. Cuando doblamos la esquina, ella dispara a
los dos guardias que están junto a la puerta del final. Las balas les dan en la
cabeza y caen al suelo. Me empuja contra la pared y se quita su chaqueta gris.
Debajo
lleva una camiseta sin mangas. Cuando levanta el brazo, veo la esquina de un
tatuaje bajo la axila. Con razón nunca se cambiaba de ropa delante de mí.
—Mamá
—digo, aunque me cuesta hablar—, eras de Osadía.
—Sí
—responde, sonriendo; convierte su chaqueta en un cabestrillo para mi brazo y me
ata las mangas detrás del cuello—. Y hoy me ha venido bien. Caleb, tu padre y
algunos otros están escondidos en un sótano, en el cruce de North con
Fairfield. Tenemos que llegar hasta ellos.
Me
quedo mirándola. Me senté a su lado en la cocina dos veces al día durante
dieciséis años y jamás se me ocurrió la posibilidad de que no hubiera nacido en
Abnegación. ¿Hasta qué punto conocía de verdad a mi madre?
—Ya
habrá tiempo para preguntas —me dice; se levanta la camiseta y se saca una
pistola de la cintura de los pantalones para ofrecérmela. Después, me toca la
mejilla—. Ahora tenemos que irnos.
Corre
hacia el final del pasillo y yo corro detrás de ella.
Estamos
en el sótano de la sede de Abnegación. Mi madre ha trabajado aquí desde que
tengo uso de razón, así que no me sorprende que me conduzca por unos cuantos
pasillos a oscuras y una escalera húmeda hasta que llegamos a la luz del día
sin más incidentes. ¿A cuántos guardias habrá matado antes de encontrarme?
—¿Cómo
sabías dónde estaba? —pregunto.
—He
estado vigilando los trenes desde que empezaron los ataques —contesta,
volviendo la vista atrás para mirarme—. No sabía qué haría cuando te
encontrara, pero mi intención era salvarte.
—Pero
te traicioné, te abandoné —respondo, notando un nudo en la garganta.
—Eres
mi hija, las facciones me dan igual —afirma, sacudiendo la cabeza—. Mira adónde
nos han llevado. Los seres humanos en su conjunto no aguantan mucho tiempo
siendo buenos; al final la maldad regresa para volver a envenenarnos.
Se
detiene en el cruce del callejón con la calle.
Sé
que no es momento de charlar, pero tengo que saber una cosa.
—Mamá,
¿cómo sabías lo de los divergentes? ¿Qué es? ¿Por qué…?
Ella
abre la recámara de la pistola para ver cuántas balas le quedan. Después se saca
unas cuantas de los bolsillos y recarga. Reconozco su expresión, es la misma
cara que pone cuando enhebra una aguja.
—Lo
sé porque soy una de ellos —responde mientras coloca la bala en su sitio—. Solo
me mantuve a salvo porque mi madre era una líder de Osadía. El Día de la Elección
me dijo que debía abandonar mi facción para buscarme una más segura. Elegí
Abnegación. —Se mete una bala en el bolsillo y se endereza—. Pero quería que tú
tomaras la decisión por ti misma.
—No
entiendo por qué somos una amenaza para los líderes.
—Cada
facción condiciona a sus miembros para que piensen y actúen de cierta manera, y
casi todos lo hacen. A la mayoría no le cuesta aprender, encontrar un patrón de
pensamiento que le funciona y ceñirse a él —explica; me toca el hombro bueno y
sonríe—. Pero nuestras mentes se mueven en varias direcciones a la vez, no nos
limitamos a una sola forma de pensamiento, y eso aterra a nuestros líderes.
Significa que no nos pueden controlar y significa que, por mucho que hagan,
siempre les causaremos problemas.
Es
como si alguien hubiera llenado mis pulmones con aire limpio. No soy de
Abnegación, no soy de Osadía.
Soy
divergente.
Y
no me pueden controlar.
—Ahí
vienen —dice mi madre, asomándose a la esquina.
Echo
un vistazo por encima de su hombro y veo a unos cuantos osados con armas que se
mueven al mismo ritmo y se dirigen a nosotras.
Mi
madre vuelve la vista atrás: a lo lejos, otro grupo de Osadía corre por el
callejón hacia nosotras, todos moviéndose a la vez.
Me
toma de las manos y me mira a los ojos. Contemplo el movimiento de sus largas
pestañas al parpadear. Ojalá hubiera algo suyo en mi pequeña cara anodina; al
menos, tengo algo suyo en mi cerebro.
—Ve
a por tu padre y tu hermano. Es por el callejón de la derecha, en el sótano.
Llama dos veces, después tres y después seis. —Me sujeta las mejillas; tiene
las manos frías y las palmas ásperas—. Voy a distraerlos, tienes que correr lo
más deprisa que puedas.
—No
—respondo, sacudiendo la cabeza—. No voy a ninguna parte sin ti.
—Sé
valiente, Beatrice —responde, sonriendo—. Te quiero.
Noto
sus labios en la frente antes de que salga corriendo al centro de la calle.
Sostiene la pistola por encima de la cabeza y dispara tres veces al aire, así
que los osados van a por ella.
Corro
por la calle y me meto en el callejón. Mientras corro, miro atrás para ver si
me sigue alguien. Sin embargo, mi madre dispara al grupo de guardias y están
tan concentrados en ella que no me ven.
Vuelvo
de nuevo la vista atrás cuando los oigo disparar. Vacilo y me detengo.
Mi
madre se pone rígida y arquea la espalda. Le sale sangre de una herida en el
abdomen, sangre que le tiñe la camiseta de rojo. Una mancha de sangre se le
extiende por el hombro. Parpadeo, y el reluciente carmesí me llena el interior
de los párpados. Parpadeo otra vez, y la veo sonreír mientras barre el pelo que
me ha cortado.
Cae,
primero de rodillas, con las manos inertes a ambos lados del cuerpo, y después
al pavimento, derrumbándose de lado como una muñeca de trapo. Se queda quieta y
deja de respirar.
Me
tapo la boca con la mano y grito. Noto las mejillas calientes y llenas de unas
lágrimas que no sé cuándo empezaron. La sangre me grita que debo estar con ella
y me urge a regresar, y oigo las palabras de mi madre mientras corro, las que
me pedían que fuera valiente.
El
dolor me atraviesa cuando todo lo que me compone se derrumba, todo mi mundo se
deshace en un instante. El pavimento me araña las rodillas. Si me tumbo ahora,
habrá terminado todo. A lo mejor Eric tenía razón cuando decía que elegir la
muerte es como explorar un lugar desconocido e incierto.
Recuerdo
a Tobias acariciándome el pelo antes de la primera simulación, lo oigo decirme
que sea valiente; oigo a mi madre diciéndome que sea valiente.
Los
soldados de Osadía se vuelven como si compartieran un mismo cerebro, así que
tengo que conseguir levantarme y empezar a correr.
Soy
valiente.
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