DÍA
DE Visita. En cuanto abro los ojos, lo recuerdo. El corazón me salta de emoción,
aunque se da un buen porrazo cuando veo a Molly cruzar cojeando el dormitorio,
con la nariz morada entre tiras de vendas. Cuando la veo marcharse busco a
Peter y a Drew. Ninguno de los dos está en el dormitorio, así que me cambio rápidamente,
ya que, mientras ellos no estén aquí, no me importa quién me vea en ropa
interior; ya no.
Todos
los demás se visten en silencio, ni siquiera Christina sonríe. Todos sabemos
que quizá no encontremos a nadie en el Pozo, por mucho que busquemos entre el
mar de rostros.
Hago
la cama con las puntas de las sábanas bien estiradas, como me enseñó mi padre.
Cuando estoy quitando un pelo descarriado de la almohada, Eric entra en el
cuarto.
—¡Atención!
—anuncia mientras se quita un mechón de pelo oscuro de los ojos—. Quiero daros
un consejo para hoy. Si, por un milagro, vuestras familias vienen de visita… —dice,
y se detiene para mirarnos a la cara y sonreír—, cosa que dudo, lo mejor es no
parecer demasiado unidos a ellas. Así será más fácil para vosotros y para
vuestros familiares. Además, aquí nos tomamos muy en serio la frase: «La facción
antes que la sangre». El vínculo con vuestra familia indica que no estáis del
todo satisfechos con vuestra facción, lo que sería una vergüenza. ¿Entendido?
Lo
entiendo, noto el tono de amenaza en la severa voz de Eric. De todo el
discurso, lo único que decía de corazón era lo último: que somos de Osadía y
que necesitamos actuar en consecuencia.
Al
salir del dormitorio, Eric me para.
—Quizá
te haya subestimado, estirada —dice—. Ayer lo hiciste bien.
Me
quedo mirándolo y, por primera vez desde que le di la paliza a Molly, me
remuerde la conciencia.
Si
Eric piensa que he hecho algo bien, debo de haberlo hecho mal.
—Gracias
—respondo, y salgo a toda prisa del dormitorio.
Cuando
mis ojos se adaptan a la tenue luz del pasillo, veo a Christina y a Will
delante, Will riéndose, seguramente de una broma de Christina. No intento
alcanzarlos, ya que, por algún motivo, me da la impresión de que sería un error
interrumpirlos.
Falta
Al. No lo he visto en el dormitorio y no lo veo de camino al Pozo. Quizá ya esté
allí.
Me
paso los dedos por el pelo y me hago un moño. Reviso mi ropa, ¿estoy bien
tapada? Los pantalones son estrechos y se me ve la clavícula, no lo aprobarán.
¿A
quién le importa que lo aprueben? Aprieto la mandíbula. Ahora, esta es mi facción,
esta es la ropa que lleva mi facción. Me paro justo antes de que acabe el
pasillo.
Hay
grupitos de familias en el fondo del Pozo, casi todas familias de Osadía con
iniciados. Siguen resultándome extraños: una madre con un piercing en la ceja, un padre con un brazo tatuado, un iniciado con
el pelo morado, una unidad familiar saludable. Veo a Drew y a Molly solos en un
extremo de la sala y reprimo una sonrisa. Al menos sus familias no han venido.
Pero
la de Peter, sí. Está al lado de un hombre alto con cejas peludas y de una
mujer pelirroja de aspecto sumiso. No se parece a ninguno de ellos. Los dos
llevan pantalones negros y camisas blancas, típicos trajes de Verdad, y su
padre habla tan alto que casi lo oigo desde donde estoy. ¿Sabrán qué clase de
persona es su hijo?
Aunque,
pensándolo bien…, ¿qué clase de persona soy yo?
Al
otro lado de la sala, Will está con una mujer vestida de azul. No parece lo
bastante mayor como para ser su madre, aunque tiene la misma arruga entre las
cejas que él y el mismo cabello dorado. Una vez nos contó que tenía una
hermana; quizá sea ella.
A
su lado, Christina abraza a una mujer de piel oscura vestida con el blanco y
negro de Verdad. De pie detrás de Christina hay una niña, también veraz; su
hermana pequeña.
¿Me
molesto en buscar a mis padres entre la multitud? Podría dar media vuelta y
volver al dormitorio.
Entonces
la veo: mi madre está sola, al lado de la barandilla, con las manos cruzadas
delante de ella. Nunca ha parecido más fuera de lugar con sus pantalones grises
y su chaqueta gris abotonada hasta el cuello, el pelo sujeto en su sencillo moño
y la cara serena. Voy hacia ella con los ojos llenos de lágrimas. Ha venido, ha
venido por mí.
Camino
más deprisa. Me ve y, por un segundo, su cara no expresa nada, como si no supiera
quién soy. Entonces se le iluminan los ojos y abre los brazos: huele a jabón y
a detergente.
—Beatrice
—susurra, pasándome una mano por el pelo.
«No
llores», me digo.
La
abrazo hasta que parpadeo varias veces y logro secarme las lágrimas; después me
echo atrás para volver a mirarla. Sonrío con los labios cerrados, como hace
ella. Me toca la mejilla.
—Mírate,
estás más ancha —dice, poniéndome un brazo sobre los hombros—. Dime cómo te
encuentras.
—Tú
primero.
Las
viejas costumbres no se pierden. Debo dejarla hablar primero, no debo permitir
que la conversación se centre en mí demasiado tiempo, debo asegurarme de que no
necesita nada.
—Hoy
es una ocasión especial —me dice—. He venido a verte, así que mejor hablamos más
de ti. Es mi regalo.
Mi
sacrificada madre. No debería darme ningún regalo, teniendo en cuenta que la he
abandonado a ella y también a mi padre. Camino a su lado hacia la barandilla
que da al abismo, contenta de estar cerca de ella. La última semana y media he
disfrutado de menos afecto del que suponía. En casa no nos tocamos mucho y, en
toda mi vida, lo más cariñoso que he visto hacer a mis padres es darse la mano
en la mesa del comedor, pero era más que esto, más que aquí.
—Solo
una pregunta —digo, notando el pulso en la garganta—. ¿Dónde está papá? ¿Está
visitando a Caleb?
—Ah
—responde, sacudiendo la cabeza—, tu padre tenía que trabajar.
—Si
no quería venir, puedes decírmelo —digo, bajando la vista.
—Últimamente,
tu padre está siendo muy egoísta —contesta, mirándome a la cara—. Eso no quiere
decir que no te quiera, te lo prometo.
Me
quedo mirándola, pasmada: mi padre…, ¿egoísta? Más sorprendente que la etiqueta
es el hecho de que se la haya asignado ella. No distingo si está enfadada ni
espero ser capaz de hacerlo, pero debe de estarlo; si dice que es egoísta,
tiene que estar enfadada.
—¿Y
Caleb? —pregunto—. ¿Lo visitarás después?
—Ojalá
pudiera, pero los de Erudición han prohibido que los visitantes de Abnegación
entren en su complejo. Si lo intentara, me echarían.
—¿Qué?
Eso es horrible. ¿Por qué lo hacen?
—La
tensión entre ambas facciones es mayor que nunca. Ojalá no fuera así, pero poco
puedo hacer al respecto.
Pienso
en Caleb entre los otros iniciados de Erudición, buscando a nuestra madre entre
la gente, y noto un pinchazo en el estómago. Parte de mí sigue enfadada con él
por no contarme sus secretos, aunque tampoco quiero que sufra.
—Eso
es horrible —repito, y miro hacia el abismo.
Cuatro
está solo, junto a la barandilla. Aunque ya no es iniciado, casi todos los de
Osadía aprovechan el día para estar con la familia. O su familia no se reúne o
no ha nacido en Osadía.
—Ese
es uno de mis instructores —digo, y me acerco más a mi madre—. Intimida un
poco.
—Es
guapo.
Asiento
con la cabeza sin darme cuenta. Ella se ríe y me quita el brazo de los hombros.
Quiero apartarla de él, pero, justo cuando estoy a punto de sugerir irnos a
otro sitio, él mira atrás.
Sus
ojos se abren como platos al ver a mi madre, que le ofrece una mano.
—Hola,
me llamo Natalie, soy la madre de Beatrice.
Nunca
había visto a mi madre estrechar la mano de nadie. Cuatro se la da, muy rígido,
y la sacude dos veces. El gesto resulta poco natural en ambos. No, Cuatro no es
de Osadía si le cuesta estrechar la mano de otra persona.
—Cuatro,
encantado de conocerla.
—Cuatro
—repite mi madre, sonriendo—. ¿Es un apodo?
—Sí
—responde él, aunque no lo explica; ¿cuál será su nombre real?—. Su hija lo está
haciendo bien, he estado supervisando su entrenamiento.
¿Desde
cuándo «supervisar» significa lanzarme cuchillos y regañarme siempre que puede?
—Me
alegra oírlo —responde ella—. Sé unas cuantas cosas sobre la iniciación de Osadía
y estaba preocupada por ella.
Él
me mira y me recorre la cara con los ojos, desde la nariz a la boca y desde la
boca a la barbilla.
—No
tiene de qué preocuparse.
No
puedo evitar que me suba el rubor a las mejillas, espero que no se note.
¿La
tranquiliza porque es mi madre o porque realmente cree que estoy capacitada? ¿Y
qué ha querido decir esa mirada?
—No
sé por qué, pero me resultas familiar, Cuatro —comenta ella, ladeando la
cabeza.
—No
sabría decirle —contesta, y su voz se vuelve fría—. No suelo relacionarme con
abnegados.
Mi
madre se ríe, tiene una risa ligera, medio aire, medio sonido.
—Pocas
personas lo hacen estos días, no me lo tomo como algo personal.
—Bueno
—responde él, algo más relajado—, las dejo a solas.
Las
dos lo observamos alejarse. El rugido del río me retumba en los oídos. Puede
que Cuatro fuera de Erudición, lo que explica que odie a los abnegados. O quizá
se haya creído los artículos que publican los de Erudición sobre nosotros…,
sobre ellos, me recuerdo. Sin embargo, ha sido amable por su parte decirle que
lo estoy haciendo bien, cuando sé que no lo cree.
—¿Siempre
es así? —pregunta mi madre.
—Peor.
—¿Has
hecho amigos?
—Unos
cuantos —respondo, y miro atrás, a Will, Christina y sus familias.
Cuando
me ve Christina, me llama, sonriendo, así que mi madre y yo vamos al otro lado
del Pozo.
Sin
embargo, antes de llegar a Will y Christina, una mujer rechoncha y bajita con
una camisa de rayas blancas y negras me toca el brazo. Doy un respingo y
resisto el impulso de apartarla de un manotazo.
—Perdona
—me dice—, ¿conoces a mi hijo? ¿Albert?
—¿Albert?
—repito—. Ah, ¿se refiere a Al? Sí, lo conozco.
—¿Sabes
dónde puedo encontrarlo? —pregunta, haciendo una seña al hombre que está detrás
de ella, que es alto y tan robusto como una roca; el padre de Al, obviamente.
—Lo
siento, no lo he visto esta mañana. A lo mejor lo encuentran allí arriba —sugiero,
señalando el techo de cristal.
—Ay,
preferiría no volver a subir —responde la madre de Al, abanicándose la cara con
la mano—. Casi me da un ataque de pánico al bajar. ¿Por qué no hay barandillas
en esos caminos? ¿Estáis todos locos?
Sonrío
un poco. Hace unas semanas me habría ofendido la pregunta, pero ahora paso
tanto tiempo con los trasladados de Verdad que no me sorprende su falta de
tacto.
—Locos,
no —respondo—. Osados, sí. Si lo veo, le diré que lo están buscando.
Veo
que mi madre esboza la misma sonrisa que yo. No reacciona como algunos de los
padres de los otros iniciados, que levantan la cabeza para examinar las paredes
del Pozo, el techo del Pozo, el abismo… Por supuesto que no tiene curiosidad:
es de Abnegación, la curiosidad le resulta ajena.
Presento
a mi madre a Will y a Christina, y Christina me presenta a su madre y a su
hermana. Pero cuando Will me presenta a Cara, su hermana mayor, ella me echa
una mirada capaz de marchitar plantas y no me ofrece la mano. Observa con odio
a mi madre.
—No
puedo creerme que te relaciones con uno de ellos, Will —dice.
Mi
madre aprieta los labios, pero, claro, no contesta.
—Cara
—la regaña Will, frunciendo el ceño—, no hay por qué ser maleducados.
—Claro
que no. ¿Sabes quién es? —responde ella, señalando a mi madre—. Es la mujer de
un miembro del consejo, para que lo sepas. Dirige la «agencia de voluntarios»
que, supuestamente, ayuda a los abandonados. ¿Se cree que no sabemos que
guardan la mercancía para distribuirla entre los de su facción, mientras que
nosotros llevamos un mes sin alimentos frescos, eh? Comida para los abandonados,
qué engaño.
—Lo
siento —responde mi madre con amabilidad—. Creo que se está confundiendo.
—Confundiendo,
ja —suelta Cara—. Seguro que son justo lo que aparentan: una facción de buenos
samaritanos sin una pizca de egoísmo en el cuerpo. Claro.
—No
le hables así a mi madre —le digo, notando que me sube el calor a la cara;
aprieto los puños—. Como digas otra palabra, te juro que te rompo la nariz.
—Retrocede,
Tris —dice Will—, no vas a pegarle un puñetazo a mi hermana.
—¿Ah,
no? —respondo, arqueando las cejas—. ¿Tú crees?
—No,
no lo vas a hacer —interviene mi madre, y me toca el hombro—. Venga, Beatrice,
no queremos molestar a la hermana de tu amigo.
Suena
amable, pero me aprieta el brazo con tanta fuerza que estoy a punto de gritar
de dolor mientras me aleja de allí a rastras. Camina a mi lado, deprisa, hacia
el comedor. Sin embargo, justo antes de llegar, gira a la izquierda y se mete
en uno de los oscuros pasillos que todavía no he explorado.
—Mamá.
Mamá, ¿cómo sabes adónde vamos?
Se
detiene al lado de una puerta cerrada y se pone de puntillas para asomarse a la
base de un farol azul que cuelga del techo. Unos segundos después asiente con
la cabeza y se vuelve de nuevo hacia mí.
—Te
he dicho que no hagas preguntas sobre mí, y lo decía en serio. ¿Cómo te va de
verdad, Beatrice? ¿Cómo han ido las peleas? ¿Qué puesto llevas en la
clasificación?
—¿Clasificación?
¿Sabes que he estado luchando? ¿Sabes que me clasifican?
—El
proceso de iniciación de Osadía no es información de alto secreto.
No
sé lo fácil que será averiguar lo que hacen las demás facciones durante la
iniciación, aunque sospecho que no tanto.
—Estoy
de los últimos, mamá —respondo, despacio.
—Bien
—dice, asintiendo—. Nadie se fija mucho en los últimos. Presta atención, Beatrice,
es muy importante: ¿cuál fue tu resultado en la prueba de aptitud?
La
advertencia de Tori me palpita en la cabeza: «No se lo cuentes a nadie». Debería
decirle que me salió Abnegación, porque eso registró Tori en el sistema.
La
miro a los ojos, que son verde pálido y están rodeados de un borrón negro de
pestañas. Tiene arrugas alrededor de los labios, pero, aparte de eso, no
aparenta su edad. Las arrugas se hacen más profundas cuando tararea; solía
tararear mientras fregaba los platos.
Es
mi madre.
Puedo
confiar en ella.
—No
fueron concluyentes —digo en voz baja.
—Eso
me parecía —responde, y suspira—. Muchos de los niños criados en Abnegación
obtienen ese resultado, no sabemos por qué. Pero debes tener cuidado durante la
siguiente etapa de la iniciación, Beatrice. Procura que tus resultados sean del
montón, no destaques. ¿Lo entiendes?
—Mamá,
¿qué está pasando?
—Me
da igual la facción que escojas —responde, tocándome las mejillas—. Soy tu
madre y quiero que estés a salvo.
—Es
porque soy una… —empiezo a decirlo, pero ella me tapa la boca.
—No
digas esa palabra —me ordena entre dientes—. Nunca.
Así
que Tori estaba en lo cierto: es peligroso ser divergente. El problema es que
todavía no sé por qué, ni siquiera sé qué significa realmente.
—¿Por
qué?
—No
te lo puedo decir.
Vuelve
la vista atrás, apenas se ve la luz del fondo del Pozo. Oigo gritos y
conversaciones, risas y arrastrar de pies. El olor del comedor me llega
flotando por el aire, huele a dulce y levadura: pan horneándose. Cuando mi
madre se vuelve hacia mí pone cara de determinación.
—Quiero
que hagas una cosa. No puedo ir a visitar a tu hermano, pero tú sí, cuando
acabe la iniciación. Así que quiero que vayas a verlo y que le digas que
investigue el suero de la simulación, ¿vale? ¿Podrías hacerme ese favor?
—¡No
si no me explicas algo, mamá! —respondo, cruzándome de brazos—. ¡Si quieres que
vaya a pasar el día al complejo de Erudición tendrás que darme un motivo!
—No
puedo, lo siento —dice; me besa en la mejilla y me mete detrás de la oreja un
mechón de pelo que se me ha salido del moño—. Debería marcharme. Quedarás bien
si parece que no estamos demasiado unidas.
—Me
da igual quedar bien.
—Pues
no debería. Sospecho que ya te están vigilando.
Se
aleja y me quedo demasiado pasmada para seguirla; al final del pasillo se
vuelve y añade:
—Tómate
un trozo de tarta por mí, ¿vale? La de chocolate. Está deliciosa. —Después
esboza una sonrisa extraña y torcida y dice—: Te quiero, espero que lo sepas.
Y
se va.
Me
quedo sola bajo la luz azul que emite el farol y lo entiendo: ha estado en el
complejo antes; recordaba este pasillo; sabe cosas sobre el proceso de iniciación.
Mi
madre era de Osadía.
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