LAS
PRUEBAS EMPIEZAN Las pruebas empiezan después de comer. Nos sentamos en las
largas mesas del comedor, y los encargados de las pruebas nos llaman de diez en
diez, una persona en cada sala de examen. Me siento al lado de Caleb, frente a
nuestra vecina, Susan.
El
padre de Susan viaja por toda la ciudad a causa de su trabajo, así que tiene un
coche y la lleva en él al instituto todos los días. También se ofreció para
llevarnos y traernos a nosotros, pero, como dice Caleb, preferimos salir más
tarde y no queremos causarle molestias.
Claro
que no.
Los
encargados de las pruebas son, sobre todo, voluntarios de Abnegación, aunque
hay uno de Erudición en una de las salas y otro de Osadía en otra para hacernos
las pruebas a los de Abnegación, ya que las reglas especifican que no puede
examinarnos un miembro de nuestra misma facción. Las reglas también dicen que
no podemos prepararnos de ninguna manera para la prueba, así que no sé qué
esperar.
Dejo
de mirar a Susan y observo las mesas de Osadía, al otro lado del comedor. Están
riendo, gritando y jugando a las cartas. En otro grupo de mesas, los de Erudición
charlan entre libros y periódicos, en su búsqueda constante de conocimiento.
Un
grupo de chicas de Cordialidad vestidas de amarillo y rojo están sentadas en círculo
sobre el suelo del comedor, en pleno juego de palmadas que va acompañado por
una canción con rima. Cada pocos minutos oigo un coro de risas cuando eliminan
a alguien, que tiene que sentarse en el centro del círculo. En la mesa de al
lado, los chicos de Verdad hacen grandes gestos con las manos; parecen
discutir, pero no debe de ser nada serio, ya que algunos siguen sonriendo.
En
la mesa de Abnegación permanecemos sentados y esperamos. Las costumbres de la
facción dictan que estemos todos tranquilos y sin hacer nada, y que dejemos a
un lado las preferencias individuales. Dudo que todos los de Erudición quieran
estudiar constantemente o que todos los de Verdad disfruten de un debate
animado, pero, al igual que me pasa a mí, no pueden desafiar las normas de sus
facciones.
Llaman
a Caleb en el siguiente grupo. Él avanza con confianza hacia la salida. No
tengo que desearle buena suerte ni que asegurarle que no hay por qué ponerse
nervioso. Él es consciente de cuál es su lugar y, por lo que yo sé, siempre ha
sido así. Mi primer recuerdo de él es de cuando teníamos cuatro años y me regañó
por no darle mi cuerda de saltar en el patio a una niñita que no tenía nada con
que jugar. Ya no suele darme sermones, aunque tengo grabada en la memoria su
cara de desaprobación.
He
intentado explicarle que mis instintos no son como los suyos (a mí ni se me
habría ocurrido ofrecer mi asiento al hombre de Verdad del autobús), pero no lo
entiende. Siempre dice: «Tú haz lo que se supone que debes hacer». A él le
resulta sencillo. A mí también debería resultármelo.
Noto
una punzada en el estómago. Cierro los ojos y los mantengo cerrados hasta que
pasan diez minutos y Caleb regresa a la mesa.
Está
blanco como la cal; se pone a restregarse las piernas con las palmas de las
manos, como hago yo cuando me limpio el sudor, y, cuando las vuelve a sacar, le
tiemblan los dedos. Abro la boca para preguntarle algo, pero no me salen las
palabras. No se me permite preguntarle por los resultados, y él no puede decírmelos.
Un
voluntario de Abnegación recita la siguiente ronda de nombres. Dos de Osadía,
dos de Erudición, dos de Cordialidad, dos de Verdad y:
—De
Abnegación: Susan Black y Beatrice Prior.
Me
levanto porque se supone que tengo que hacerlo, aunque, de ser por mí, me habría
quedado sentada el resto del día. Es como si tuviera una burbuja en el pecho
que se dilatara por segundos y amenazara con romperme desde dentro. Sigo a
Susan a la salida. Es muy probable que las personas junto a las que paso no
sepan diferenciarnos, ya que llevamos la misma ropa y el pelo rubio cortado de
la misma manera. La única diferencia es que Susan no tendrá ganas de vomitar y,
por lo que veo, a ella no le tiemblan las manos tanto como para tener que
disimularlo agarrándose el borde de la falda.
Al
otro lado de las puertas del comedor nos espera una fila de diez salas. Solo se
usan para las pruebas de aptitud, así que nunca he entrado en una de ellas. A
diferencia del resto de aulas del instituto, están separadas por espejos, en
vez de por cristal. Me contemplo, pálida y aterrada, al dirigirme a una de las
puertas. Susan me sonríe con aire nervioso antes de entrar en la sala 5, y yo
me meto en la 6, donde una mujer de Osadía me espera.
No
tiene un aspecto tan estricto como el de los jóvenes de su facción que he
visto. Sus ojos son pequeños, oscuros y angulares, y lleva una americana negra
(como las de los trajes de los hombres) y vaqueros. Hasta que se vuelve para
cerrar la puerta no me doy cuenta de que tiene un tatuaje en la nuca, un halcón
blanco y negro con un ojo rojo. Si no me hubiera migrado el corazón a la
garganta, le habría preguntado por lo que significaba; debe de significar algo.
El
interior de la habitación está forrado de espejos. Veo mi reflejo desde todos
los ángulos: la tela gris que oscurece la forma de mi espalda, mi largo cuello,
mis manos nudosas y enrojecidas. El techo brilla con una luz blanca. En el
centro del cuarto hay un sillón con el respaldo abatido, como el de los
dentistas, con una máquina al lado. Parece un lugar en el que ocurren cosas
terribles.
—No
te preocupes —dice la mujer—, no duele.
Su
pelo es negro y liso, aunque, gracias a la luz, veo que tiene algunos mechones
grises.
—Siéntate
y ponte cómoda. Me llamo Tori.
Me
siento con torpeza en el sillón y me recuesto. Las luces me hacen daño en los
ojos. Tori se pone a manipular la máquina que tengo al lado, y yo intento
concentrarme en ella y no en los cables que lleva en las manos.
—¿Por
qué un halcón? —suelto cuando ella me coloca un electrodo en la frente.
—Nunca
había conocido a un abnegado curioso —responde, arqueando una ceja.
Me
estremezco y el vello de los brazos se me pone de punta. Mi curiosidad es un
error, una traición a los valores de mi grupo.
Mientras
tararea un poco, me pone otro electrodo en la frente y explica:
—En
algunas partes del mundo antiguo, el halcón era el símbolo del sol. Cuando me
hice esto supuse que, si llevaba el sol siempre conmigo, nunca temería la
oscuridad.
Intenté
evitar preguntar otra cosa, pero no lo conseguí.
—¿Te
da miedo la oscuridad?
—Me
daba miedo la oscuridad —me corrige mientras se pone el siguiente electrodo en
la frente y lo une a un cable; después, se encoge de hombros—. Ahora me
recuerda el miedo que he superado.
Se
pone detrás de mí. Aprieto los reposabrazos con tanta fuerza que mis nudillos
dejan de estar rojos. Tori tira hacia ella de algunos cables, me los pone, se
los pone y los engancha a la máquina que tiene detrás. Después me da un frasco
lleno de líquido transparente.
—Bébete
esto —me dice.
—¿Qué
es? —pregunto; noto la garganta hinchada y trago saliva con dificultad—. ¿Qué
va a pasar?
—No
te lo puedo decir. Confía en mí.
Consigo
expulsar el aire de los pulmones y me echo en la boca el contenido del frasco.
Cierro los ojos.
Cuando
los abro ha pasado solo un instante, pero me encuentro en otro sitio. Estoy de
nuevo en el comedor del instituto, aunque las largas mesas están vacías y a
través de las ventanas veo que está nevando. En la mesa que tengo delante hay
dos cestas: en una hay un trozo de queso y, en la otra, un cuchillo tan largo
como mi antebrazo.
Detrás
de mí, una voz de mujer me dice:
—Elige.
—¿Por
qué?
—Elige
—repite.
Miro
atrás, pero no hay nadie. Me vuelvo hacia las cestas.
—¿Qué
haré con ellas?
—¡Elige!
—me grita.
Cuando
me grita noto que el miedo desaparece y lo sustituye la tozudez. Frunzo el ceño
y me cruzo de brazos.
—Como
prefieras —dice ella.
Las
cestas desaparecen, oigo el chirrido de una puerta y me vuelvo para ver quién
es. Pero no es alguien, sino algo: un perro con un hocico alargado está a pocos
metros de mí. Se agacha y avanza enseñándome los dientes; de lo más profundo de
su garganta surge un gruñido, y entonces entiendo para qué me habría servido el
queso. O el cuchillo. Sin embargo, ya es demasiado tarde.
Pienso
en correr, pero el perro será más rápido que yo. No puedo luchar con él y
tirarlo al suelo. Se me acelera el corazón, tengo que decidirme. Si salto sobre
una de las mesas y la uso de escudo… No, soy demasiado baja para saltar por
encima y no tengo la fuerza suficiente para tirarla.
El
perro ladra y casi noto la vibración del sonido en el cráneo.
Mi
libro de Biología decía que los perros huelen el miedo por una sustancia química
que segregan las glándulas humanas en momentos de tensión, la misma sustancia
química que segrega la presa de un perro. Oler el miedo los impulsa a atacar.
El perro se acerca más, oigo sus uñas arañar el suelo.
No
puedo correr, no puedo luchar, así que huelo el asqueroso aliento del perro e
intento no pensar en lo que habrá comido. En sus ojos no hay blanco, solo un
brillo negro.
¿Qué
más sé sobre perros? No debería mirarlo a los ojos, es un signo de agresión.
Recuerdo haber pedido a mi padre un perro cuando era pequeña, y ahora, mirando
al suelo frente a las patas de uno, no recuerdo por qué. Se acerca más, sigue
gruñendo. Si mirarlo a los ojos es un signo de agresión, ¿qué sería un signo de
sumisión?
Tengo
la respiración alterada, aunque firme. Me pongo de rodillas. Lo que menos me
apetece en el mundo es tumbarme en el suelo delante del perro (de modo que sus
dientes estén a la altura de mi cara), pero es mi mejor opción, así que estiro
las piernas detrás de mí y me apoyo en los codos. El perro se acerca más, cada
vez más, hasta que noto su cálido aliento en el rostro. Me tiemblan los brazos.
Me
ladra en la oreja y aprieto los dientes para no gritar.
Algo
rasposo y húmedo me toca la mejilla. El perro deja de gruñir y, cuando levanto
la cabeza para mirar, está jadeando: me ha lamido la cara. Frunzo el ceño y me
siento sobre los talones, y el perro me pone las patas sobre las rodillas y me
lame la barbilla. Hago una mueca, me limpio la saliva de la piel y me río.
—En
realidad no eres una bestia asesina, ¿eh?
Me
levanto poco a poco para no sobresaltarlo, pero parece un animal distinto al
que se me había enfrentado unos segundos antes. Extiendo un brazo con cuidado,
por si tengo que retirarlo rápidamente, y el perro me acaricia la mano con la
cabeza. De repente me alegro mucho de no haber elegido el cuchillo.
Parpadeo
y, cuando abro los ojos, al otro lado del cuarto hay una niña con un vestido
blanco. La niña extiende los dos brazos y chilla:
—¡Cachorrito!
Mientras
corre hacia el perro que tengo al lado, abro la boca para advertirla, pero es
demasiado tarde: el perro se vuelve y, en vez de gruñir, ladra y sus músculos
se contraen como un muelle, listo para saltar. No me lo pienso, solo reacciono:
me lanzo sobre el perro y le rodeo el grueso cuello con los brazos.
Me
doy con la cabeza contra el suelo. El perro ha desaparecido, al igual que la niña.
Estoy sola en la sala de la prueba, que se ha quedado vacía. Me doy la vuelta
lentamente y no me veo en los espejos. Abro la puerta y salgo al pasillo, pero
no es un pasillo, sino un autobús, y todos los asientos están ocupados.
Me
quedo en el pasillo y me agarro a una barra. Cerca de mí hay un hombre sentado
leyendo el periódico. No le veo la cara por encima del periódico, aunque sí las
manos, que están llenas de cicatrices, como si se las hubiera quemado, y se
aferran al papel como si quisiera arrugarlo.
—¿Conoces
a este tío? —pregunta, dando unos golpecitos en la portada del periódico; en el
titular se lee: «¡Brutal asesino atrapado por fin!».
Me
quedo mirando la palabra «asesino». Hace mucho tiempo que no la leía, pero
incluso su forma me aterroriza.
En
la fotografía, bajo el titular, se ve a un joven de cara normal con barba. Me
da la impresión de que lo conozco, aunque no recuerdo de qué, y, a la vez, me
da la impresión de que sería mala idea decírselo al hombre.
—¿Y?
—insiste, enfadado—. ¿Lo conoces?
Una
mala idea, no, una idea malísima. El corazón me late muy deprisa y me agarro a
la barra para que no me tiemblen las manos y no delatarme. Si le digo que
conozco al hombre del artículo, me sucederá algo horrible, pero puedo
convencerlo de que no lo conozco. Puedo aclararme la garganta y encogerme de
hombros, aunque eso sería mentir.
Me
aclaro la garganta.
—¿Lo
conoces? —repite.
Me
encojo de hombros.
—¿Y?
Me
estremezco. Mi miedo es irracional; esto no es más que una prueba, no es real.
—No
—respondo, como si nada—. No tengo ni idea de quién es.
Se
levanta y por fin le veo la cara: lleva gafas de sol oscuras y tuerce la boca
como si gruñera. Tiene la mejilla repleta de cicatrices, como las manos. Se
inclina sobre mí, cerca de mi cara, y el aliento le huele a cigarrillos. «No es
real —me recuerdo—. No es real.»
—Mientes
—dice—. ¡Estás mintiendo!
—No.
—Te
lo veo en los ojos.
—No
puedes —respondo, poniéndome más derecha.
—Si
lo conoces podrías salvarme —insiste en voz baja—. ¡Podrías salvarme!
—Bueno
—respondo, decidida, y entrecierro los ojos—, pues no lo conozco.
me encanta!
ResponderEliminarMe encanta el libro pero me gusta más la película jajajaj
ResponderEliminarMe encanto la saga y las películas
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