EL
BUS QUE nos lleva a la Ceremonia de la Elección está lleno de gente con camisas
y pantalones grises. Un pálido anillo de luz solar quema las nubes, como la
punta de un cigarrillo encendido. Nunca fumaré uno (están muy ligados a la
vanidad), pero un grupo de Verdad lo hace delante del edificio cuando bajamos
del autobús.
Tengo
que echar la cabeza atrás para ver la parte superior del Centro y ni siquiera
así logro verlo entero. Parte de él desaparece entre las nubes. Es el edificio
más alto de la ciudad. Veo las luces de los dos dientes del tejado desde la
ventana de mi dormitorio.
Salgo
detrás de mis padres. Caleb parece tranquilo, aunque yo también lo parecería si
supiera qué iba a hacer. Como no es así, siento como si el corazón se me fuera
a salir del pecho en cualquier momento; me agarro a su brazo para no caerme
cuando subimos los escalones de la entrada.
El
ascensor está abarrotado, así que mi padre se ofrece voluntario para dar
nuestro sitio a un grupo de Cordialidad. Nosotros subimos las escaleras, lo
seguimos sin hacer preguntas. Sentamos ejemplo para los otros miembros de
nuestra facción, y pronto los tres estamos envueltos en una masa de tela gris
que sube por las escaleras de cemento en penumbra. Me adapto a su ritmo. El
ruido uniforme de pisadas y la homogeneidad de gente que me rodea me lleva a
creer que podría elegir esto, que podría dejarme absorber por la mente
colectiva de Abnegación y proyectarme siempre hacia fuera.
Entonces
empiezan a dolerme las piernas y me cuesta respirar, y me vuelvo a distraer
conmigo misma. Tenemos que subir veinte plantas para llegar a la Ceremonia.
Mi
padre abre la puerta de la planta veinte y la sostiene como un centinela hasta
que pasan por ella todos los abnegados. Lo esperaría, pero la multitud me
empuja adelante, hacia la sala en la que decidiré el resto de mi vida.
La
habitación está organizada en círculos concéntricos. En los exteriores están
los chicos de dieciséis años de todas las facciones. Todavía no nos llaman
miembros; las decisiones de hoy nos convertirán en iniciados y nos
convertiremos en miembros si superamos la iniciación.
Nos
colocamos en orden alfabético, según los apellidos que quizá dejemos hoy atrás.
Me coloco entre Caleb y Danielle Pohler, una chica de Cordialidad con mejillas
sonrosadas y un vestido amarillo.
El
siguiente círculo lo ocupan las filas de sillas para nuestras familias. Están
divididas en cinco secciones, una por facción. No todos los miembros de cada
facción asisten a la Ceremonia, pero sí los suficientes como para que se vea
muchísima gente.
La
responsabilidad de dirigir la ceremonia pasa de una facción a otra cada año, y
este año le toca a Abnegación. Marcus dará el discurso de apertura y leerá los
nombres en orden alfabético inverso. Caleb elegirá antes que yo.
En
el último círculo hay cinco cuencos metálicos tan grandes que servirían para
meterme dentro si me hago un ovillo. En cada uno hay una sustancia que
representa a la facción correspondiente: piedras grises para Abnegación, agua
para Erudición, tierra para Cordialidad, brasas encendidas para Osadía y
cristal para Verdad.
Cuando
Marcus me llame, caminaré hasta el centro de los tres círculos. No hablaré. Me
ofrecerá un cuchillo y tendré que cortarme la mano y derramar sangre sobre el
cuenco de la facción que elija.
Mi
sangre sobre las piedras. Mi sangre hirviendo sobre las brasas. Antes de
sentarse, mis padres se ponen delante de Caleb y de mí. Mi padre me da un beso
en la frente y da una palmada en el hombro de Caleb, sonriendo.
—Nos
vemos pronto —se despide, sin asomo de duda.
Mi
madre me abraza y la poca voluntad que me queda está a punto de ceder. Aprieto
la mandíbula y miro al techo, donde unos faroles redondos despiden luz azul. Me
sostiene lo que me parece un buen rato, incluso después de que baje las manos.
Antes de apartarse, gira la cabeza y me susurra al oído:
—Te
quiero. Pase lo que pase.
Frunzo
el ceño cuando me da la espalda para alejarse: es consciente de lo que su hija
podría hacer. Debe de saberlo, si no ¿por qué iba a decirme algo así?
Caleb
me da la mano y me aprieta la palma con tanta fuerza que me duele, pero no lo
suelto. La última vez que nos dimos la mano fue en el funeral de mi tío,
mientras mi padre lloraba. Ahora necesitamos transmitirnos fuerza, igual que
entonces.
La
habitación se tranquiliza poco a poco. Tendría que estar observando a los de
Osadía; tendría que estar recabando toda la información posible, pero solo soy
capaz de mirar los faroles. Intento perderme en el brillo azul.
Marcus
sube al podio, entre los de Erudición y los de Osadía, y se aclara la garganta
frente al micrófono.
—Bienvenidos
—dice—. Bienvenidos a la Ceremonia de la Elección. Bienvenidos al día en que
honramos la filosofía democrática de nuestros ancestros, que nos dice que todos
tenemos derecho a elegir lo que queremos ser en la vida.
O,
mejor dicho, una de las cinco cosas que podemos ser en la vida. Aprieto los
dedos de Caleb tan fuerte como él aprieta los míos.
—Los
hijos a nuestro cargo ya tienen dieciséis años. Están frente al precipicio de
la edad adulta y ha llegado el momento de que decidan qué clase de personas van
a ser. —La voz de Marcus es solemne y da igual importancia a cada una de sus
palabras—. Hace décadas, nuestros ancestros se dieron cuenta de que no se debe
culpar de las guerras del mundo a la ideología política, ni a las creencias
religiosas, ni a la raza, ni al nacionalismo. Decidieron que era un problema de
la personalidad humana, de la inclinación de la humanidad hacia el mal, en la
forma que sea. Se dividieron en facciones que pretendían erradicar los rasgos
que consideraban responsables del caos del mundo.
Miro
los cuencos del centro de la sala. ¿En qué creo? No lo sé; no lo sé; no lo sé.
—Los
que culpaban a la agresividad formaron Cordialidad.
Los
cordiales intercambian sonrisas. Llevan ropa cómoda roja o amarilla. Cada vez
que los veo me parecen amables, cariñosos y libres, pero nunca he considerado
la posibilidad de unirme a ellos.
—Los
que culpaban a la ignorancia formaron Erudición.
Descartar
Erudición era la única parte que me resultaba sencilla.
—Los
que culpaban al engaño formaron Verdad.
Nunca
me ha gustado esa facción.
—Los
que culpaban al egoísmo formaron Abnegación.
Yo
culpo al egoísmo, sí.
—Y
los que culpaban a la cobardía formaron Osadía.
Pero
no soy lo bastante altruista. Dieciséis años intentándolo y no ha bastado.
Se
me entumecen las piernas, como si se me hubieran quedado sin vida, y me
pregunto cómo caminaré cuando digan mi nombre.
—Estas
cinco facciones han trabajado juntas y en paz durante muchos años, años en los
que cada una ha contribuido a un sector de la sociedad. Abnegación ha
satisfecho nuestra necesidad de contar con líderes altruistas en el gobierno;
Verdad nos ha proporcionado líderes de confianza y sensatos en las leyes;
Erudición nos ha ofrecido profesores e investigadores inteligentes; Amistad nos
ha dado consejeros y cuidadores comprensivos; y Osadía nos protege de las
amenazas, tanto internas como externas. Sin embargo, el alcance de cada facción
no se limita a esas áreas. Nos damos mucho más de lo que puede resumirse. En
nuestras facciones encontramos significado, un objetivo, la misma vida.
Pienso
en el lema que se lee en mi libro de Historia de las Facciones: «La facción
antes que la sangre». Pertenecemos a nuestras facciones más que a nuestras
familias. ¿De verdad tiene que ser así?
—Sin
ellas, no sobreviviríamos —añade Marcus.
El
silencio que sigue a sus palabras es más profundo que los demás silencios. En él
se percibe nuestro mayor miedo, mayor incluso que el miedo a la muerte:
quedarnos sin facción.
—Por
tanto, este día es una gran ocasión: el día en que recibimos a nuestros
iniciados, que trabajarán con nosotros por una sociedad mejor y un mundo mejor.
Aplausos;
me suenan ahogados. Intento quedarme completamente inmóvil porque, si mantengo
las rodillas tensas y el cuerpo rígido, no temblaré. Marcus lee los primeros
nombres, aunque yo no distingo entre una sílaba y otra. ¿Cómo me enteraré de
que dice mi nombre?
Uno
a uno, los chicos salen de su fila y se acercan al centro de la sala. La primera
chica que elige decide ser de Cordialidad, la facción de la que procede. Las
gotitas de sangre caen sobre la tierra, y la chica se coloca sola detrás de sus
asientos.
La
sala está en constante movimiento, un nombre nuevo y una nueva persona que
elige, un cuchillo nuevo y una nueva elección. Los reconozco a casi todos, pero
dudo que ellos me conozcan a mí.
—James
Tucker —dice Marcus.
James
Tucker, de Osadía, es la primera persona que tropieza de camino a los cuencos.
Extiende los brazos y recupera el equilibrio antes de caer; se pone rojo y
camina deprisa al centro de la sala. Cuando llega, mira el cuenco de Osadía y
después el de Verdad; las llamas naranja que se elevan cada vez más y el
cristal que refleja la luz azul.
Marcus
le ofrece el cuchillo. Él suspira profundamente (veo cómo hincha el pecho) y,
al espirar, acepta el cuchillo. Después se lo pasa por la palma de la mano de
un movimiento rápido y alarga el brazo. Su sangre cae sobre el cristal y el
chico se convierte en el primero de nosotros que cambia de facción. El primer
trasladado. De la sección de Osadía surge un murmullo y yo me quedo mirando al
suelo.
A
partir de ahora lo considerarán un traidor. Su familia de Osadía tendrá la
posibilidad de visitarlo en su nueva facción dentro de una semana y media, en
el Día de Visita, pero no lo harán porque él los ha abandonado. Su ausencia
rondará sus pasillos, y él se convertirá en un espacio que no podrán llenar. Y
pasará el tiempo y el hueco desaparecerá, como cuando te extirpan un órgano y
los fluidos del cuerpo ocupan el espacio que deja. Los humanos no somos capaces
de tolerar el vacío durante mucho tiempo.
—Caleb
Prior —dice Marcus.
Caleb
me aprieta la mano una última vez y, al alejarse, vuelve la cabeza para echarme
una larga mirada. Observo sus pies avanzar hacia el centro de la sala, y sus
manos, firmes cuando aceptan el cuchillo de Marcus, hacen el corte con
destreza. Después se queda de pie, con la sangre acumulándose en la palma de la
mano, y se le engancha el labio en los dientes.
Deja
escapar el aire y vuelve a inspirar. Y después pone la mano sobre el cuenco de
Erudición, y su sangre gotea en el agua y la vuelve más roja.
Oigo
murmullos que se convierten en gritos de indignación. Apenas puedo pensar con
claridad. Mi hermano, mi altruista hermano, ¿un trasladado? Mi hermano, nacido
para Abnegación, ¿un erudito?
Cuando
cierro los ojos veo la pila de libros en el escritorio de Caleb y sus manos
temblorosas sobre las piernas después de la prueba de aptitud. ¿Cómo no me di
cuenta de que, cuando ayer me dijo que pensara en mí, también se daba el
consejo a él?
Examino
el grupo de Erudición: sonríen, engreídos, y se dan codazos. Los de Abnegación,
normalmente plácidos, hablan entre sí con tensos susurros y miran con rabia al
otro lado de la sala, a la facción que se ha convertido en nuestro enemigo.
—Silencio
—dice Marcus, pero la multitud no lo oye, así que grita—: ¡Silencio, por favor!
La
sala guarda silencio, salvo por cierto zumbido.
Dice
mi nombre y un escalofrío me impulsa a avanzar. A medio camino de los cuencos
estoy segura de que elegiré Abnegación. Lo veo claramente; me veo convirtiéndome
en una mujer con la túnica de Abnegación; casándome con Robert, el hermano de
Susan; presentándome voluntaria los fines de semana; disfrutando de la paz de
la rutina, de las noches tranquilas frente a la chimenea, de la certeza de que
estaré a salvo y de que, si bien no seré lo bastante buena, sí seré mejor de lo
que soy ahora.
Me
doy cuenta de que el zumbido está en mis oídos.
Miro
a Caleb, que está detrás de los de Erudición. Él me devuelve la mirada y
asiente un poco con la cabeza, como si supiera lo que estoy pensando y
estuviera de acuerdo. Mis pasos vacilan. Si Caleb no era adecuado para Abnegación,
¿cómo voy a serlo yo? Pero ¿qué alternativa me queda ahora que nos ha
abandonado y me ha dejado sola? No me deja otra opción.
Aprieto
la mandíbula. Seré la hija que se queda; tengo que hacerlo por mis padres,
tengo que hacerlo.
Marcus
me ofrece el cuchillo. Lo miro a los ojos (que son azul oscuro, un color extraño)
y lo acepto. Él asiente con la cabeza y yo me vuelvo hacia los cuencos. Tanto
el fuego de Osadía como las piedras de Abnegación están a mi izquierda, un
cuenco delante de mi hombro y el otro detrás. Me llevo el cuchillo a la mano
derecha y apoyo la hoja en la palma. Aprieto los dientes y corto. Pica un poco,
aunque apenas me doy cuenta. Me llevo las dos manos al pecho y mi respiración
se vuelve entrecortada.
Abro
los ojos, extiendo el brazo y la sangre cae en la moqueta, entre los dos
cuencos. Después, con un jadeo que no logro contener, la sangre hierve sobre
las brasas.
Soy
egoísta. Soy valiente.
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