ESTOY
LISTA. Entro en el cuarto armada no con una pistola ni un cuchillo, sino con el
plan que medité anoche. Tobias me dijo que la tercera etapa se basa en la
preparación mental, en elaborar estrategias para superar mis miedos.
Ojalá
supiera en qué orden aparecerán. Me pongo a rebotar sobre los talones mientras
espero que salga el primer miedo; ya noto la respiración algo entrecortada.
De
repente, el suelo que tengo bajo los pies cambia, del hormigón crece una hierba
que se mece con un viento que no noto. Un cielo verde sustituye a las tuberías.
Presto atención por si oigo los pájaros, y noto el miedo como algo lejano, un
corazón que late fuerte y un pecho encogido, pero no algo que exista en mi
cabeza. Tobias me aconsejó que averiguara qué quiere decir esta simulación. Tenía
razón: no tiene nada que ver con los pájaros, sino con el control.
Noto
el aleteo al lado de la oreja, y las garras del cuervo se me clavan en el
hombro.
Esta
vez no golpeo al pájaro con todas mis fuerzas; me agacho, me quedo escuchando
el trueno de alas que tengo detrás y meto la mano entre la hierba, justo encima
de la tierra, para acariciarla. ¿Con qué se combate la impotencia? Con poder. Y
la primera vez que me sentí poderosa en el complejo de Osadía fue cuando me
dieron la pistola.
Noto
un nudo en la garganta, ¡quiero quitarme las garras de encima! El cuervo grazna
y se me encoge el estómago, pero entonces noto algo duro y metálico en la
hierba: mi pistola.
Apunto
con ella al pájaro que tengo en el hombro, y el animal sale volando por los
aires en un estallido de sangre y plumas. Me vuelvo, apunto al cielo y veo la
nube de plumas oscuras que desciende sobre mí. Aprieto el gatillo, y disparo
una y otra vez al mar de pájaros, mientras sus cuerpos oscuros se desploman
sobre la hierba.
Al
apuntar y disparar noto la misma sensación de poder que la primera vez que
sostuve un arma. El corazón me late más despacio, y el campo, la pistola y los
pájaros desaparecen. Estoy de nuevo a oscuras.
Cambio
de postura y algo cruje bajo mis pies. Me agacho y paso la mano por un panel frío
y suave: cristal. Tengo paredes de cristal a ambos lados del cuerpo, es otra
vez el tanque. No me da miedo ahogarme, esto no es por el agua, es por mi
incapacidad para escapar del tanque, por mi debilidad. Solo tengo que
convencerme de que soy lo bastante fuerte como para romper el cristal.
Se
encienden las luces azules y el agua empieza a cubrir el suelo, pero no permito
que la simulación llegue tan lejos: doy un golpe con la palma de la mano en la
pared que tengo delante, suponiendo que se romperá.
La
mano me rebota sin causar daños.
Se
me acelera el pulso, ¿y si lo que funcionaba en la primera simulación ya no
funciona? ¿Y si no puedo romper el cristal a no ser que esté en grave peligro?
El agua me lame los tobillos, entra cada vez más deprisa. Tengo que calmarme,
calmarme y centrarme. Me apoyo en la pared que tengo detrás y doy una patada a
la otra con todas mis fuerzas. Otra vez. Me duelen los dedos del pie, pero no
pasa nada.
Me
queda otra opción, puedo esperar a que el tanque se llene de agua (ya me llega
a la altura de las rodillas) e intentar calmarme mientras me ahogo. Me pego a
la pared, sacudiendo la cabeza: no, no pienso ahogarme, no lo haré.
Cierro
las manos y golpeo la pared con los puños, soy más fuerte que el cristal; el
cristal es fino como agua recién congelada, mi mente hará que lo sea. Cierro
los ojos. El cristal es hielo, el cristal es hielo, el cristal es…
El
cristal se rompe en mil pedazos, el agua se derrama por el suelo y, entonces,
vuelve la oscuridad.
Sacudo
las manos. Tendría que haber sido un obstáculo fácil de superar, me he
enfrentado a él antes en las simulaciones. No puedo permitirme volver a perder
tanto tiempo.
De
repente, algo que parece un muro sólido me golpea por detrás y me deja sin
aire, de modo que caigo al suelo entre jadeos. No sé nadar; solo he visto masas
de agua de este tamaño, con esta fuerza, en imágenes. Debajo tengo una roca de
aristas irregulares, resbaladiza por culpa del agua. Y el agua me tira de las
piernas, así que me agarro a la roca y noto la sal en los labios. Por el
rabillo del ojo veo un cielo oscuro y una luna roja como la sangre.
Me
golpea otra ola en la espalda, me doy con la barbilla contra la piedra y hago
una mueca. El mar es frío, aunque la sangre que me cae por el cuello está
caliente. Estiro un brazo y encuentro el borde de la roca. El agua me tira de
las piernas con una fuerza irresistible. Me sujeto todo lo que puedo, pero no
soy lo bastante fuerte, el agua tira y la ola lanza mi cuerpo hacia atrás, de
modo que las piernas me vuelan por encima de la cabeza y los brazos a los lados
hasta acabar chocándome contra la piedra, con la espalda sobre ella y el agua
en la cara. Mis pulmones piden aire a gritos. Me retuerzo y me agarro al borde
de la roca, levantándome sobre el agua. Jadeo, y me golpea otra ola aún más
fuerte que la anterior, aunque ahora estoy mejor agarrada.
En
realidad no debe de darme miedo el agua, seguro que lo que temo es perder el
control. Para enfrentarme a esto, debo recuperar el control.
Con
un grito de frustración, estiro el brazo y encuentro un agujero en la roca. Me
tiemblan mucho los brazos mientras me arrastro hacia delante, y logro sacar los
pies antes de que la ola me lleve con ella. Una vez tengo los pies libres, me
levanto y echo a correr, a esprintar, mis pies vuelan sobre la piedra, veo la
luna roja delante, pero el océano ha desaparecido.
Y,
a continuación, todo lo demás desaparece también y me quedo inmóvil. Demasiado
inmóvil.
Intento
mover los brazos, pero los tengo bien atados a los lados. Bajo la vista y veo
que una cuerda me rodea el pecho, los brazos y las piernas. Hay una pila de
troncos a mis pies y un poste detrás. Estoy en alto.
Empieza
a salir gente de entre las sombras, y sus caras me resultan familiares: son los
iniciados, con Peter al frente, y todos llevan antorchas. Los ojos de Peter son
pozos negros, y esboza una sonrisa de satisfacción demasiado amplia, tanto que
se le arrugan las mejillas. Alguien empieza a reírse entre la gente, y la risa
gana intensidad al unirse a ella otras voces. Solo oigo carcajadas.
Mientras
las carcajadas aumentan de volumen, Peter acerca su antorcha a la madera, y las
llamas suben desde el suelo, titilando al borde de cada tronco para después
arrastrarse sobre la corteza. No intento desatarme, sino que cierro los ojos y
me lleno los pulmones de aire. Esto es una simulación, no puede hacerme daño.
El calor de las llamas me rodea. Sacudo la cabeza.
—¿Hueles
eso, estirada? —pregunta Peter; habla tan alto que lo oigo por encima de las
carcajadas.
—No
—respondo, aunque las llamas siguen subiendo.
—Es
el olor de tu carne ardiendo —responde, olisqueando el aire.
Cuando
abro los ojos, las lágrimas me enturbian la visión.
—¿Sabes
qué huelo yo? —pregunto.
Intento
que mi voz sea tan fuerte que se oiga más que la risa que me rodea, que la risa
que me oprime tanto como el calor. Me pican los brazos y quiero luchar contra
las cuerdas, pero no lo haré, no lucharé en vano, no me entrará el pánico.
Me
quedo mirando a Peter a través de las lágrimas, notando que el calor atrae la
sangre hacia la superficie de mi piel, que fluye a través de mí y derrite las
puntas de mis zapatos.
—Huelo
a lluvia —añado.
Los
truenos rugen sobre mi cabeza y grito cuando una llama me toca las puntas de
los dedos y hace que el dolor me grite por la piel. Echo la cabeza atrás y me
concentro en las nubes que se agrupan en el cielo, cargadas de lluvia, oscuras
por la lluvia. Un relámpago lo ilumina todo y noto la primera gota en la
frente.
«¡Más
deprisa, más deprisa!»
La
primera gota me cae por la aleta de la nariz y una segunda me da en el hombro,
es tan grande que parece hecha de hielo o de roca, en vez de agua.
Una
manta de lluvia me rodea, y oigo el fuego chisporrotear por encima de la risa.
Sonrío, aliviada, cuando la lluvia apaga las llamas y me alivia las quemaduras
de las manos. Las cuerdas caen y me paso las manos por el pelo.
Ojalá
fuese como Tobias, que solo tuvo que enfrentarse a cuatro miedos, pero yo no
soy tan buena.
Me
aliso la camiseta y, cuando levanto la mirada, estoy en mi dormitorio del
sector de Abnegación de la ciudad. Nunca antes había visto este miedo. Las
luces están apagadas, pero la habitación se ilumina gracias a la luz de luna
que entra por las ventanas. Una de las paredes está cubierta de espejos, así
que me vuelvo hacia ella, desconcertada. Esto no está bien, no me permiten
tener espejos.
Miro
la imagen del espejo: tengo los ojos muy abiertos, las sábanas grises de la
cama están bien tirantes, la cómoda con mi ropa, la estantería, las paredes
desnudas… Me fijo en la ventana que tengo detrás.
Y
en el hombre que está al otro lado.
Noto
que el frío me baja por la espalda como si fuera una gota de sudor y me pongo rígida.
Lo reconozco, es el hombre de la cicatriz en la cara, el de la prueba de
aptitud. Va de negro y está quieto como una estatua. Parpadeo, y otros dos
hombres aparecen a su izquierda y a su derecha, igual de inmóviles, aunque sus
caras no tienen rasgos, no son más que cráneos cubiertos de piel.
Me
vuelvo rápidamente y veo que están en mi dormitorio. Retrocedo hasta estar
pegada al espejo.
Durante
un instante, la habitación queda en silencio, hasta que los puños empiezan a
golpear la ventana, no solo dos, cuatro o seis, sino docenas de puños con
docenas de dedos estrellándose contra el cristal. El ruido es tan fuerte que
noto la vibración en las costillas; entonces, el hombre de la cicatriz y sus
dos compañeros comienzan a acercarse con movimientos cautelosos.
Han
venido a por mí, como Peter, Drew y Al, a matarme. Lo sé.
Simulación,
esto es una simulación. Con el corazón a punto de salírseme del pecho, aprieto
la palma de la mano contra el espejo que tengo detrás y lo deslizo hacia la
izquierda, ya que no es un espejo, sino la puerta de un armario. Me digo dónde
estará el arma: colgada de la pared de la derecha, a pocos centímetros de mi
mano. No le quito los ojos de encima al hombre de la cicatriz, pero localizo la
pistola con la punta de los dedos y agarro la culata.
Me
muerdo el labio y disparo al de la cicatriz. No espero a ver si le da la bala,
sino que apunto a los hombres sin rostro uno a uno, lo más deprisa que puedo.
Me duele el labio de mordérmelo y, aunque se detienen los golpes contra la
ventana, oigo un chirrido y los puños se convierten en manos con dedos doblados
que arañan el cristal intentando entrar. El cristal cruje por la presión de las
manos, se agrieta y se hace pedazos.
Grito.
No
me quedan suficientes balas en la pistola.
Cuerpos
pálidos (cuerpos humanos, aunque destrozados, brazos torcidos en ángulos extraños,
bocas demasiado abiertas y con dientes afilados, cuencas de ojos vacías) entran
a trompicones en mi dormitorio, unos detrás de otros, se ponen en pie como
pueden y se acercan a mí. Me meto en el armario y cierro la puerta. Una solución,
necesito una solución. Me hago un ovillo y me llevo la pistola a la cabeza. No
puedo ganarles, no puedo ganarles, así que tengo que tranquilizarme. El paisaje
del miedo registrará que se me ralentiza el pulso y respiro con normalidad, y
pasará al siguiente obstáculo.
Me
siento en el suelo del armario. La pared que tengo detrás cruje, oigo golpes
(los puños lo están intentando otra vez, están golpeando la puerta del
armario), pero me vuelvo y me asomo a través del panel oscuro que tengo detrás.
No es una pared, sino otra puerta. Consigo empujarla y abrirla, y veo el
pasillo de arriba. Sonriendo, me arrastro por el agujero y me pongo de pie.
Huelo algo que se hornea: estoy en casa.
Respiro
hondo y veo que mi casa se desvanece. Por un segundo, se me había olvidado que
estaba en la sede de Osadía.
Entonces,
Tobias aparece frente a mí.
Sin
embargo, Tobias no me da miedo. Vuelvo la vista atrás, a lo mejor hay otra cosa
en la que deba concentrarme, pero no, detrás solo veo una cama con dosel.
¿Una
cama?
Tobias
se acerca despacio.
«¿Qué
está pasando?»
Me
quedo mirándolo, paralizada. Él me sonríe, y es una sonrisa que me resulta
amable, familiar.
Me
besa y abro los labios. Aunque creía que sería imposible olvidarme de que
estaba en una simulación, me equivocaba, él hace que todo lo demás se
desintegre.
Sus
dedos encuentran la cremallera de mi chaqueta y la bajan de un solo tirón. Me
quita la chaqueta de los hombros.
«Oh.»
Es
lo único que puedo pensar mientras vuelve a besarme.
«Oh.»
Me
da miedo estar con él. He recelado del afecto toda mi vida, pero no sabía lo
profundo que era ese recelo.
Sin
embargo, este obstáculo no parece como los otros, es una clase de miedo
distinta, pánico nervioso, más que terror ciego.
Me
pasa las manos por los brazos y me aprieta las caderas, deslizando los dedos
por la piel que asoma por encima del cinturón. Noto un escalofrío.
Lo
aparto con delicadeza y me aprieto la frente con las manos. Me han atacado
cuervos y hombres de caras grotescas; me ha prendido fuego el chico que casi me
tira por un precipicio; he estado a punto de ahogarme… dos veces, ¿y este es el
miedo que soy incapaz de superar? ¿Este es el miedo para el que no tengo solución?
¿Que un chico que me gusta quiera… mantener relaciones sexuales conmigo?
El
Tobias de la simulación me besa en el cuello.
Intento
pensar, tengo que enfrentarme al miedo, tengo que controlar la situación y
descubrir un modo de que no me asuste tanto.
Miro
a los ojos al Tobias de la simulación y afirmo, muy seria:
—No
voy a acostarme contigo en una alucinación, ¿vale?
Entonces
lo agarro por los hombros y lo vuelvo hacia el poste de la cama, empujándolo
contra él. Noto algo que no es miedo, un pinchazo en la barriga, una burbuja de
risa. Me aprieto contra él y lo beso mientras le rodeo los brazos con las
manos. Noto su fuerza, hace que me sienta… bien.
Y
desaparece.
Me
río escondiendo la boca en la mano hasta que noto calor en la cara. Debo de ser
el único iniciado con este miedo.
Oigo
el chasquido de un gatillo al lado de mi oreja.
Casi
se me había olvidado este. Noto el peso de una pistola en la mano y la sujeto
con los dedos, poniendo el índice sobre el gatillo. Un foco que sale del techo,
de origen desconocido, ilumina un punto de la habitación y, dentro del círculo
de luz, están mi madre, mi padre y mi hermano.
—Hazlo
—dice entre dientes una voz a mi lado; es de mujer, aunque dura, como si
estuviera llena de rocas y cristales rotos. Suena como Jeanine.
El
cañón de una pistola me aprieta la sien formando un círculo frío sobre mi piel.
El frío me atraviesa el cuerpo, hace que el vello de la nuca se me ponga de
punta. Me limpio el sudor de las manos en los pantalones y miro a la mujer por
el rabillo del ojo. Sí que es Jeanine; tiene las gafas torcidas y no distingo
sentimiento alguno en sus ojos.
Mi
peor miedo: que mi familia muera y yo sea la responsable.
—Hazlo
—repite, con más insistencia—. Hazlo o te mataré.
Me
quedo mirando a Caleb, que asiente, juntando las cejas, comprensivo.
—Adelante,
Tris —dice en voz baja—. Lo entiendo, no pasa nada.
—No
—respondo; me arden los ojos y tengo un nudo tan enorme en la garganta que me
duele.
Sacudo
la cabeza.
—¡Te
daré diez segundos! —grita la mujer—. ¡Diez! ¡Nueve!
Dejo
de mirar a mi hermano y miro a mi padre. La última vez que lo vi me miró con
desprecio, aunque ahora lo hace con cariño y los ojos muy abiertos. Nunca le he
visto esa expresión en la vida real.
—Tris
—me dice—, no tienes alternativa.
—¡Ocho!
—Tris
—dice mi madre, y sonríe; tiene una sonrisa muy dulce—. Te queremos.
—¡Siete!
—¡Cállate!
—grito, levantando la pistola.
Puedo
hacerlo, puedo dispararles. Lo entenderán, me lo están pidiendo. No querrían
que me sacrificara por ellos. Ni siquiera son reales, esto es una simulación.
—¡Seis!
No
es real, no significa nada. Los amables ojos de mi hermano son como dos
taladros que me abren un agujero en la cabeza. El sudor hace que se me resbale
un poco la pistola.
—¡Cinco!
No
tengo alternativa. Cierro los ojos y pienso, tengo que pensar. Que mi corazón
se acelere con la urgencia del problema depende de una sola cosa: la amenaza a
mi vida.
—¡Cuatro!
¡Tres!
¿Qué
fue lo que me dijo Tobias?: «El altruismo y la valentía no son tan distintos».
—¡Dos!
Quito
el dedo del gatillo, suelto el arma y, antes de perder las agallas, me doy la
vuelta y aprieto la frente contra el cañón de la pistola que tengo detrás.
«Dispárame
a mí.»
—¡Uno!
Oigo
un chasquido y un estruendo.
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