CAMINAMOS
DE la mano hacia el Pozo. Estoy pendiente de la presión de mi mano: primero me
parece que no aprieto lo suficiente y después me da la impresión de que aprieto
demasiado. Nunca había entendido por qué la gente caminaba de la mano, pero,
entonces, él me acaricia la palma con las puntas de los dedos, me estremezco y
lo entiendo perfectamente.
—Entonces…
—comento, aferrándome al último pensamiento coherente que recuerdo—. Cuatro
miedos.
—Cuatro
miedos entonces, cuatro miedos ahora —responde, asintiendo con la cabeza—. No
han cambiado, así que sigo viniendo aquí, pero… todavía no he conseguido
avanzar.
—Es
imposible no tener miedo a nada, ¿recuerdas? Porque todavía hay cosas que te
importan, te importa tu vida.
—Lo
sé.
Paseamos
por el borde del Pozo, por un camino estrecho que da a las rocas del fondo. No
lo había visto antes (se camufla en la pared de roca), pero se ve que Tobias lo
conoce bien.
Aunque
no quiero fastidiar el momento, tengo que saber lo de su prueba, tengo que
saber si es divergente.
—Me
ibas a contar lo de los resultados de tu prueba de aptitud —le digo.
—Ah
—responde, rascándose la nuca con la mano libre—. ¿Importa?
—Sí,
quiero saberlo.
—Qué
exigente —dice, sonriendo.
Llegamos
al final del camino, al fondo del abismo, donde las rocas forman un terreno
inestable y surgen de la corriente de agua en cortantes ángulos. Me conduce
arriba y abajo, por pequeños huecos y afiladas crestas. Los zapatos se me pegan
a las rocas, y las suelas dejan marcada una huella húmeda en cada una de ellas.
Encuentra
una roca relativamente plana cerca de un lateral en el que la corriente no es
tan fuerte, y se sienta con los pies colgando del borde. Me siento a su lado.
Aquí parece sentirse cómodo, a pocos centímetros de las peligrosas aguas.
Me
suelta la mano y miro el irregular borde de la roca.
—No
le cuento estas cosas a la gente, ¿sabes? Ni siquiera a mis amigos —me dice.
Entrelazamos
nuestros dedos y le aprieto la mano. Es el lugar perfecto para que me cuente
que es divergente, si es que lo es. El rugido del abismo evitará que nos oigan;
no sé por qué eso me pone tan nerviosa.
—Mi
resultado era el que cabría esperar: Abnegación.
—Oh
—respondo, y algo dentro de mí se desinfla; me había equivocado con él.
Pero…
había supuesto que, si no era divergente, le habría salido Osadía en la prueba.
Y, técnicamente, yo también obtuve un resultado de Abnegación…, según el
sistema. ¿Le pasó lo mismo a él? Y, si es así, ¿por qué no me cuenta la verdad?
—Pero
elegiste Osadía de todos modos —comento.
—Por
necesidad.
—¿Por
qué tenías que irte?
Aparta
rápidamente la mirada y clava la vista al frente, como si buscara la respuesta
en el aire. No necesita darme ninguna, todavía noto el dolor fantasma de un
cinturón en la muñeca.
—Tenías
que huir de tu padre —le digo—. ¿Por eso no querías ser líder de Osadía? ¿Porque,
si lo fueras, a lo mejor tendrías que volver a verlo?
—Por
eso y porque siempre he sentido que, en realidad, no pertenezco a Osadía —responde,
encogiéndose de hombros—. Al menos, no como es ahora.
—Pero
eres… increíble —salto, y hago una pausa para aclararme la garganta—. Quiero
decir, según los estándares de Osadía. Cuatro miedos es algo inaudito. ¿Cómo no
vas a pertenecer a Osadía?
Se
encoge de hombros, no parece importarle su talento, ni tampoco su estatus entre
los osados, y eso es lo que se esperaría de alguien de Abnegación. No estoy
segura de cómo tomármelo.
—Tengo
una teoría: creo que el altruismo y la valentía no son tan distintos —responde—.
Te entrenan toda la vida para olvidarte de ti, de modo que, cuando estás en
peligro, ese es tu primer instinto. Encajaría igual de bien en Abnegación.
De
repente noto un peso sobre los hombros: a mí no me bastó con toda una vida de
entrenamiento, ya que mi primer instinto sigue siendo la supervivencia.
—Sí,
bueno —le digo—, dejé Abnegación porque no era lo bastante altruista, por mucho
que lo intentara.
—Eso
no es del todo cierto —responde, sonriendo—. Esa chica que dejó que le lanzaran
cuchillos para salvar a un amigo, que recibió un golpe con el cinturón de mi
padre para protegerme…, ¿no eras tú?
Ha
averiguado más sobre mí que yo misma. Aunque parezca imposible que sienta algo
por mí, teniendo en cuenta todo lo que no soy…, quizá no sea tan imposible.
—Has
estado prestándome mucha atención, ¿no? —pregunto, frunciendo el ceño.
—Me
gusta observar a la gente.
—A
lo mejor estás hecho para Verdad, Cuatro, porque eres un pésimo mentiroso.
Pone
la mano en la roca que tiene al lado, alineando sus dedos con los míos. Miro
nuestras manos: tiene dedos largos y finos, manos hechas para movimientos
diestros y elegantes. No son manos de Osadía, que deberían ser gruesas, duras,
listas para romper cosas.
—De
acuerdo —responde, acercándose a mi cara, centrando la vista en mi barbilla, en
mis labios, en mi nariz—. Te observaba porque me gustas —dice tranquilamente,
con valentía, y me mira a los ojos—. Y no me llames Cuatro, ¿vale? Me gusta
volver a oír mi nombre.
Así,
sin más, por fin se ha declarado, y yo no sé qué responder. Noto las mejillas
calientes y solo se me ocurre decir:
—Pero
eres mayor que yo…, Tobias.
—Sí
—contesta, sonriendo—, ese insalvable abismo de dos años que nos separa, ¿no?
—No
intento menospreciarme, es que no lo entiendo. Soy más joven, no soy guapa…
Se
ríe, una risa grave que suena como salida de lo más profundo de su interior, y
me besa en la sien.
—No
finjas —le digo con la voz entrecortada—, sabes que no lo soy. No soy fea, pero
tampoco es que sea guapa.
—Vale,
no eres guapa, ¿y qué? —pregunta, y me besa en la mejilla—. Me gusta tu
aspecto, eres tan lista que das miedo, eres valiente y, a pesar de saber lo de
Marcus… —añade, más blando—, no me estás echando la típica mirada que se le
echa a un cachorrito maltratado o algo así.
—Es
que no lo eres.
Durante
un segundo me mira a los ojos y guarda silencio. Entonces me toca la cara y se
acerca más para rozar mis labios con los suyos. El río ruge y noto el agua
salpicarme los tobillos. Él sonríe y aprieta su boca contra la mía.
Al
principio me pongo tensa, insegura, así que, cuando se aparta, pienso que he
hecho algo mal o que me he equivocado. Sin embargo, él me sujeta la cara entre
las manos, me acaricia la piel y vuelve a besarme, esta vez con más decisión, más
seguro. Lo rodeo con un brazo, deslizándole la mano por el cuello y metiéndosela
en el pelo.
Nos
besamos durante unos minutos, en el fondo del abismo, con el estruendo del agua
a nuestro alrededor, y, cuando nos levantamos de la mano, me doy cuenta de que
si los dos hubiésemos elegido cosas distintas podríamos haber acabado haciendo
lo mismo, solo que en un lugar más seguro, vestidos de gris en vez de negro.
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