CUANDO
TODOS LOS iniciados están de nuevo en tierra firme, Lauren y Cuatro nos llevan
por un túnel estrecho. Las paredes son de piedra y el techo está inclinado, así
que es como descender al centro de la tierra. El túnel tiene unas farolas que
emiten luz tenue, pero que están bastante separadas entre sí; en el espacio
oscuro entre cada farola temo perderme, hasta que un hombro se da contra el mío.
En los círculos de luz vuelvo a sentirme segura.
El
chico de Erudición que tengo delante se para de repente y me doy con la nariz
contra su hombro. Doy unos pasos atrás, desequilibrada, y me restriego la nariz
hasta que me recupero. Todos se han parado, y nuestros tres líderes están
delante de nosotros de brazos cruzados.
—Aquí
es donde nos dividimos —anuncia Lauren—. Los iniciados nacidos en Osadía,
conmigo. Supongo que vosotros no necesitáis una visita guiada.
Sonríe
y hace una seña a los iniciados nacidos en la facción, que se apartan del grupo
y desaparecen entre las sombras. El último talón sale de la zona iluminada y me
quedo mirando a los que quedamos. la mayoría de los iniciados eran de Osadía,
así que ahora somos nueve. De esos, soy la única trasladada de Abnegación y no
hay ninguno de Cordialidad. El resto son de Erudición y, sorprendentemente, de
Verdad. Ser sincero en todo momento debe de requerir valor. Yo no sabría
hacerlo.
Cuatro
se dirige a nosotros.
—La
mayor parte del tiempo trabajo en la sala de control pero, durante las próximas
cuatro semanas, seré vuestro instructor —dice—. Me llamo Cuatro.
—¿Cuatro?
¿Cómo el número? —pregunta Christina.
—Sí,
¿algún problema?
—No.
—Bien.
Estamos a punto de entrar en el Pozo, un sitio que aprenderéis a querer con el
tiempo. Es…
—¿El
Pozo? —repite Christina, riéndose por lo bajo—. Qué nombre más agudo.
Cuatro
se acerca a ella y pega mucho la cara a la de la chica; entrecierra los ojos y
se queda mirándola durante un segundo
—¿Cómo
te llamas? —pregunta en voz baja.
—Christina
—responde ella con voz chillona.
—Bueno,
Christina, si hubiese querido aguantar a los bocazas de Verdad, me hubiera
unido a su facción —dice Cuatro entre dientes—. La primera lección que vas a
aprender es a mantener la boca cerrada, ¿lo entiendes?
Ella
asiente con la cabeza.
Cuatro
empieza a caminar hacia las sombras del final del túnel y el grupo de iniciados
lo sigue en silencio.
—Qué
imbécil —masculla la chica.
—Supongo
que no le gusta que se rían de él —contesto.
Me
doy cuenta de que lo mejor sería tener cuidado con Cuatro. En la plataforma me
pareció muy tranquilo, pero ahora noto algo en su calma que me inquieta.
El
instructor abre unas puertas dobles y entramos en el lugar al que ha llamado el
Pozo.
—Oh
—susurra Christina—, ya lo pillo.
«Pozo»
es la mejor manera de describirlo; es una caverna subterránea tan enorme que no
veo el otro extremo desde donde estoy, en el fondo. Las paredes irregulares de
roca tienen varias plantas de altura y, excavadas en ellas, hay zonas de
comida, compras, suministros y actividades de ocio. Unos estrechos senderos y
escalones tallados en la roca los conectan. No hay barreras para evitar que la
gente se caiga.
Una
rendija de luz naranja sale por una de las paredes. El techo del Pozo lo forman
unos paneles de cristal y, por encima de ellos, un edificio que deja entrar la
luz del sol. Seguro que cuando pasamos junto a él, por fuerza, no se distinguía
del resto de edificios de la ciudad.
hay
unos faroles azules colgados al azar sobre los senderos de piedra, parecidos a
los que iluminaban la sala de la Elección. Su brillo aumenta conforme
desaparece el del sol.
Vemos
personas por todas partes, todas vestidas de negro, todas vociferando y
hablando, expresivas, gesticulantes. No localizo a ningún anciano entre ellas, ¿es
que no hay viejos en Osadía? ¿Es porque no duran tanto o porque echan a sus
miembros cuando ya no son capaces de saltar de trenes en marcha?
Un
grupo de niños sale corriendo por un sendero estrecho sin barandillas, y eso
hace que se me acelere el corazón y me entren ganas de gritarles que frenen
antes de que se hagan daño. Recuerdo las disciplinadas calles de Abnegación:
una fila de personas a la derecha pasando al lado de una fila de personas a la
izquierda; se sonríen un poco, inclinan la cabeza a modo de saludo y siguen en
silencio. Se me encoge el corazón, pero el caos de Osadía tiene algo
maravilloso.
—Si
me seguís, os enseñaré el abismo —dice Cuatro, haciéndonos un gesto para que
avancemos.
Por
fuera, el instructor parece muy normal, al menos para ser de Osadía, pero,
cuando se vuelve, veo que le asoma un tatuaje por el cuello de la camiseta. Nos
conduce al lado derecho del Pozo, que está notablemente oscuro. Fuerzo la vista
y distingo que el suelo sobre el que estoy acaba en un barrera de hierro.
Cuando nos acercamos a la barandilla oigo un rugido: agua, agua en moviéndose
muy deprisa y estrellándose contra las rocas.
Me
asomo por el borde. El suelo desciende en un ángulo agudo y, varias plantas por
debajo de nosotros, hay un río. El agua, agitada, golpea el muro que tengo
debajo y salpica lo que hay más arriba. A mi izquierda, el agua está más
tranquila, pero, a mi derecha, se ve blanca, en plena batalla contra la roca.
—¡El
abismo nos recuerda que la línea que separa la valentía de la idiotez es muy
delgada! —grita Cuatro—. Un salto temerario desde este borde acabaría con
vuestras vidas. Ha sucedido y volverá a suceder, quedáis advertidos.
—Esto
es increíble —dice Christina cuando todos nos apartamos de la barandilla.
—Increíble
es la palabra, sí —coincido.
Cuatro
lleva al grupo de iniciados por el Pozo, hacia un agujero abierto en la pared.
La sala del otro lado está lo bastante iluminada como para ver adónde vamos: un
comedor lleno de gente haciendo ruido con los cubiertos. Cuando entramos, los
osados de dentro se levantan y aplauden, dan pisotones en el suelo y gritan. El
ruido me rodea y me llena. Christina sonríe y, un segundo después, la imito.
Buscamos
asientos y encontramos una mesa prácticamente vacía en el lateral de la sala.
De repente, me encuentro sentada entre Christina y Cuatro. En el centro de la
mesa hay una bandeja de comida que no reconozco: trozos circulares de carne
metidos entre rebanadas redondas de pan. Aprieto uno entre los dedos sin saber
muy bien qué hacer con él.
Cuatro
me da un codazo.
—Es
ternera —me explica—. Ponle esto —añade, pasándome un cuenquito lleno de salsa
roja.
—¿Nunca
has comido una hamburguesa? —pregunta Christina con los ojos muy abiertos.
—No,
¿se llama así?
—Los
estirados comen comida sencilla —explica Cuatro, asintiendo y mirando a
Christina.
—¿Por
qué? —pregunta ella.
—La
extravagancia se considera una falta de moderación y algo innecesario —respondo,
encogiéndome de hombros.
—Con
razón te has ido —dice ella, sonriendo.
—Sí
—contesto, poniendo los ojos en blanco—, ha sido por la comida.
A
Cuatro le tiembla un poquito la comisura de los labios.
Se
abren las puertas del comedor y la sala guarda silencio. Miro atrás para ver qué
pasa: un joven acaba de entrar y hay tan poco ruido que puedo oír sus pisadas.
Tiene tantos piercing en la cara que
pierdo la cuenta. Sin embargo, no es eso lo que resulta amenazador, sino la
frialdad de sus ojos al examinar la sala.
—¿Quién
es? —pregunta Christina entre dientes.
—Se
llama Eric —responde Cuatro—. Es un líder de Osadía.
—¿En
serio? Es muy joven.
Aquí
no importa la edad —dice Cuatro, mirándola muy serio.
Me
doy cuenta de que la chica está a punto de preguntar lo que yo quiero
preguntar: «¿Y qué es lo que importa?». Sin embargo, Eric deja de examinar la
sala y se dirige hacia una mesa; se dirige a nuestra mesa y se sienta al lado
de Cuatro. No saluda, así que nosotros tampoco.
—Bueno,
¿no me vas a presentar? —pregunta, señalándonos con la cabeza a Christina y a mí.
—Esta
es Tris y esta, Christina —responde Cuatro.
—Oooh,
una estirada —dice Eric, sonriéndose; la sonrisa le tira de los piercing de los labios y hace que los
agujeros que ocupan se ensanchen; hago una mueca—. Ya veremos cuánto duras.
Quiero
decir algo, asegurarle que duraré, por ejemplo, pero me fallan las palabras.
Aunque no entiendo por qué, no quiero que Eric me mire más de lo estrictamente
necesario; no quiero que vuelva a mirarme nunca más.
Él
tamborilea con los dedos en la mesa. Tiene los nudillos llenos de costras,
justo donde se desollarían si hubiera dado un puñetazo demasiado fuerte.
—¿Qué
has estado haciendo estos días, Cuatro?
—Nada,
la verdad —respondió él, encogiendo un hombro.
¿Son
amigos? Miro a uno y después al otro. Todo lo que hace Eric (sentarse aquí, la
pregunta a Cuatro) sugiere que sí, pero la forma en que se ha sentado Cuatro,
como si fuera un cable en tensión, indica que son otra cosa. Puede que rivales,
aunque, ¿cómo va a ser eso, si Eric es un líder y Cuatro no?
—Me
dice Max que ha intentado reunirse contigo y no apareces —dice Eric—. Me ha
pedido que averigüe qué pasaba contigo.
Cuatro
mira a Eric unos segundos antes de responder:
—Dile
que estoy satisfecho con el puesto que tengo.
—Así
que quiere darte un trabajo.
Los
anillos de la ceja de Eric reflejan la luz. Quizá Eric considere a Cuatro una
amenaza potencial para su cargo. Mi padre dice que los que desean el poder y lo
consiguen viven aterrados con la idea de perderlo. Por eso tenemos que dar el
poder a los que no lo deseen.
—Eso
parece —dice Cuatro.
—Y
a ti no te interesa.
—Lleva
dos años sin interesarme.
—Bueno,
esperemos que lo capte de una vez.
Le
da una palmada en el hombro a Cuatro, quizá con un poco más de fuerza de la
cuenta, y se levanta. Cuando se aleja, me relajo de inmediato; no me había dado
cuenta de que estaba tan tensa.
—¿Sois…
amigos? —pregunto, incapaz de reprimir la curiosidad.
—Estábamos
en la misma clase de iniciados —responde—. Él vino de Erudición.
Se
me olvida que había decidido tener cuidado con Cuatro y pregunto:
—¿Tú
también eras un trasladado?
—Creía
que solo tendría problemas con las preguntas de los veraces —responde en tono
frío—. ¿Ahora también me van a fastidiar los estirados?
—Debe
ser por lo accesible que resultas —respondo sin más—. Ya sabes, igual que un
colchón de clavos.
Él
se me queda mirando y yo no aparto la vista. No es un perro, pero son las
mismas reglas: apartar la mirada significa sumisión, mirarlo a los ojos es un
reto. Yo elijo.
Noto
calor en las mejillas, ¿qué pasará cuando se rompa el momento de tensión?
Sin
embargo, se limita a decir:
—Te
cuidado, Tris.
Noto
el peso en el estómago, como si acabara de tragarme una piedra. Un miembro de
Osadía sentado en otra mesa llama a Cuatro por su nombre, y yo me vuelvo hacia
Christina, que arquea las cejas.
—¿Qué?
—pregunto.
—Estoy
desarrollando una teoría.
—¿Qué
teoría?
—Que
tienes un instinto suicida.
Después
de la cena, Cuatro desaparece sin decir palabra. Eric nos conduce por una serie
de pasillos son explicarnos adónde vamos. No sé por qué ponen a un líder de
responsable de un grupo de iniciados, aunque quizá sea solo esta noche.
Al
final de cada pasillo hay un farol azul, pero el espacio entre ellos está a
oscuras, así que tengo que procurar no tropezar con los baches del suelo.
Christina camina a mi lado en silencio. Nadie nos ha dicho que no hablemos,
pero ninguno lo hace.
Eric
se detiene delante de una puerta de madera y se cruza de brazos. Nos reunimos a
su alrededor.
—Para
los que no lo sepáis, me llamo Eric. Soy uno de los cinco líderes de Osadía.
Aquí nos tomamos muy en serio el proceso de iniciación, así que me he
presentado voluntario para supervisar la mayor parte de vuestro entrenamiento.
La
idea me provoca náuseas; que un líder supervise nuestra iniciación es malo,
pero que sea Eric parece mucho peor.
—Algunas
reglas básicas —añade—. Tenéis que estar en la sala de entrenamiento a las ocho
de la mañana todos los días. El entrenamiento durará hasta las seis, con un
descanso para comer. Podéis hacer lo que queráis después de las seis. También
tendréis algo de tiempo libre entre cada etapa de la iniciación.
La
frase «podéis hacer lo que queráis» se me queda grabada. En casa nunca pude
hacer lo que quería, ni siquiera de noche, ya que tenía que pensar primero en
las necesidades de los demás. Ni siquiera se me ocurre qué me gusta hacer.
—Solo
se os permite salir del complejo su vais acompañados por un osado —sigue
diciendo Eric—. Detrás de esta puerta está la habitación en la que dormiréis
las próximas semanas. Veréis que hay diez camas, auqnue solo sois nueve. Creíamos
que llegaríais más hasta aquí.
—Pero
empezamos con doce —protesta Christina.
Cierro
los ojos y espero a que la regañen; necesita aprender a callarse.
—Siempre
hay al menos un trasladado que no llega al complejo —responde Eric mientras se
tira de las cutículas; después se encoge de hombros—. En fin, en la primera
etapa se la iniciación separamos a los trasladados de los nacidos en Osadía,
aunque eso no quiere decir que se os evalúe por separado. AL final de la
iniciación, vuestro puesto en la clasificación se determinará en comparación
con los iniciados de Osadía. Y ya son mejores que vosotros, así que espero…
—¿Clasificación?
—pregunta la erudita de pelo castaño desvaído que tengo a la derecha—. ¿Por qué
nos clasifican?
Eric
sonríe y, al la luz azul , su sonrisa parece malvada, como si se la hubiera
abierto en la cara con un cuchillo.
—Vuestra
clasificación obedece a dos propósitos. El primero es determinar el orden en el
que podréis elegir cuantos puestos «deseables».
Se
me contrae el estómago al mirar su sonrisa: iguak que me pasó al entrar en la
sala de la prueba de aptitud, sé que algo malo está a punto de pasar.
—El
segundo es que solo los diez mejores iniciados serán miembros.
Noto
la punzada de dolor en el estómago. Nos quedamos quietos como estatuas hasta
que Christina dice:
—¿Qué?
—Hay
once iniciados nacidos aquí, y vosotros sois nueve —sigue explicando Eric—.
Cuatro iniciados caerán al final de la primera etapa. El resto se decidirá
después de la prueba final.
Eso
quiere decir que, aunque superemos todas las etapas de la iniciación, seis
iniciados no llegarán a ser miembros. Por el rabillo del ojo veo que Christina
me mira, pero no puedo devolverle la mirada, ya que tengo los ojos fijos en
Eric y no soy capaz de despegarlos de él.
Mis
probabilidades como la iniciada más bajita, como la única trasladada de
Abnegación son escasas.
—¿Qué
pasa si no lo conseguimos? —pregunta Peter.
—Abandonaréis
el complejo de Osadía —dice Eric con aire de indiferencia— y viviréis sin facción.
La
chica de pelo castaño se lleva una mano a la boca y ahoga un sollozo. Recuerdo
al hombre abandonado de dientes grises que se llevó la bolsa de manzanas, la
mirada de sus ojos apagados. Sin embargo, en vez de llorar (como hace la chica
de Erudición), me siento más fría, más dura.
Lograré
ser miembro. Lo lograré.
—Pero
¡eso no es… justo! —exclama la chica veraz de ancho hombros, Molly; aunque
suena enfadada, tiene cara de terror—. Si lo hubiera sabido…
—¿Estás
diciendo que si lo hubieras sabido antes de la Ceremonia de la Elección no habrías
elegido Osadía? —suelta Eric—. Porque, si es asi, deberías irte ahora mismo. Si
de verdad eres una de nosotros, te dará igual la posibilidad de fallar. Y, si
no es así, eres una cobarde.
Eric
abre la puerta del dormitorio.
—Vosotros
no habéis elegido. Ahora nosotros tenemos que elegiros a vosotros.
Me
tumbo en la cama y escucho la respiración de otras nueve personas.
Nunca
he dormido en el mismo cuarto que un chico, pero aquí no tengo otra
alternativa, a no ser que prefiera dormir en el pasillo. Aunque todos se han
puesto la ropa que nos han dado los osados, yo llevo mi ropa de Abnegación, que
todavía huele a jabón y aire fresco, a casa.
Antes
tenía mi propio cuarto, veía el patio delantero desde la ventana y, más allá,
la niebla del horizonte. Estoy acostumbrada a dormir en silencio.
Noto
calor detrás de los ojos al pensar en casa y, cuando parpadeo, se me cae una lágrima.
Me cubro la boca para ahogar un sollozo.
No
puedo llorar aquí, aquí no. Tengo que calmarme.
Estaré
bien. Puedo mirarme en los espejos cuando quiera, puedo hacerme amiga de
Christina, cortarme mucho el pelo y dejar que cada uno limpie lo suyo.
Me
tiemblan las manos y veo borroso por culpa de las lágrimas.
Da
igual que la próxima vez que vea a mis padres, el Día de Visita, apenas sean
capaces de reconocerme…, si es que vienen. Da igual que me duela cada vez que
recuerdo sus caras, aunque sea solo un instante. Incluso la de Caleb, por mucho
que me doliera su secreto. Intento inspirar y espirar al ritmo de los demás
iniciados; da igual.
Un
sonido ahogado interrumpe la respiración, seguido de un fuerte sollozo. Los
muelles de una cama chirrían cuando un cuerpo grande se da la vuelta y una
almohada intenta esconder el llanto, aunque no lo suficiente. El ruido proviene
de la litera que tengo al lado, de un chico de Verdad. Al, el más grande y
fornido de los iniciados. Jamás me lo habría esperado de él.
Sus
pies están a pocos centímetros de mi cabeza, debería consolarlo…, debería
querer consolarlo, porque así me educaron. Sin embargo, siento asco. Alguien
que parece tan fuerte no debería ser tan débil. ¿Por qué no puede llorar en
silencio, como el resto?
Trago
saliva.
Si
mi madre se enterase de lo que estoy pensando, sé la cara que pondría: los
labios hacia abajo; las cejas más cerca de los ojos, aunque no fruncidas, sino
como si estuvieran cansadas. Me llevo la palma de la mano a las mejillas.
Al
vuelve a sollozar. Casi noto el sonido en la garganta. Está a pocos centímetros
de mí, debería tocarlo.
No,
bajo la mano y ruedo hasta ponerme de lado, mirando a la pared. Nadie tiene por
qué saber que no quiero ayudarlo. Mantendré ese secreto oculto. Cierro los ojos
y me da sueño, pero, cada vez que estoy a punto de dormirme, oigo a Al.
Quizá
mi problema no sea que no puedo ir a casa. Echaré de menos a mis padres y a
Caleb, la chimenea por las noches y el sonido de las agujas de punto de mi
madre, pero no es la única razón por la que noto un vacío en el estómago.
Quizá
mi problema sea que, aunque volviera a casa, no sería mi lugar, no me encontraría
a gusto entre a gente que da sin pensar y se preocupa sin que le suponga un
esfuerzo.
La
idea hace que apriete los dientes. Me pongo la almohada sobre las orejas para
no oír los llantos de Al y me quedo dormida con unos círculos húmedos apretados
contra la mejilla.
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