POR
LO QUE veo, la segunda etapa de la iniciación consiste en sentarse en un
pasillo a oscuras con los otros iniciados preguntándote qué va a pasar detrás
de una puerta cerrada.
Uriah
está sentado frente a mí, con Marlene a su izquierda y Lynn a su derecha. Los
iniciados nacidos aquí y los trasladados estábamos separados durante la primera
etapa, pero entrenaremos juntos a partir de ahora. Es lo que nos ha dicho
Cuatro antes de desaparecer al otro lado de la puerta.
—Bueno
—dice Lynn, rascando el suelo con el zapato—, ¿quién es el primero de vosotros?
Al
principio, nadie responde, pero después Peter se aclara la garganta y contesta:
—Yo.
—Seguro
que puedo contigo —dice ella como si nada, dándole vueltas al anillo que tiene
en la ceja—. Soy la segunda, pero seguro que cualquiera de nosotros podría
contigo, trasladado.
Estoy
a punto de reírme. Si siguiera siendo de Abnegación su comentario me resultaría
maleducado y fuera de lugar, pero, entre los de Osadía, esa clase de retos son
habituales, casi me los veo venir.
—Yo
no estaría tan seguro —responde Peter; le brillan los ojos—. ¿Quién es el
primero?
—Uriah
—dice ella—, y sí que estoy segura. ¿Sabes cuántos años llevamos preparándonos
para esto?
Si
pretende intimidarnos, lo consigue, empiezo a sentir más frío.
Antes
de que Peter pueda replicar, Cuatro abre la puerta y dice:
—Lynn.
Le
hace un gesto para que se acerque, y ella recorre el pasillo; la luz azul que
hay al final hace que le brille el cuero cabelludo.
—Así
que tú eres el primero —le dice Will a Uriah.
—Sí,
¿y? —responde él, encogiéndose de hombros.
—¿Y
no crees que es un poco injusto que os hayáis pasado la vida preparándoos para
esto, mientras que a nosotros solo nos dan unas semanas para hacerlo? —pregunta
Will, entrecerrando los ojos.
—Pues
la verdad es que no. La primera etapa era sobre habilidad, sí, pero no hay
preparación posible para la segunda. Al menos, eso me han dicho.
Nadie
responde. Guardamos silencio durante veinte minutos, y cuento cada uno de ellos
en mi reloj. Entonces, la puerta se abre de nuevo y Cuatro dice otro nombre:
—Peter.
Cada
minuto me desgasta como el roce de un papel de lija. Poco a poco se reduce el número
de chicos, y solo quedamos Uriah, Drew y yo. Drew mueve la pierna, Uriah
tamborilea con los dedos en la rodilla y yo intento quedarme completamente inmóvil.
Solo oigo murmullos que salen de la habitación del final del pasillo y sospecho
que esto forma parte del juego: quieren aprovechar cualquier oportunidad para
aterrorizarnos.
La
puerta se abre y Cuatro me llama:
—Vamos,
Tris.
Me
levanto con la espalda dolorida de haber pasado tanto tiempo apoyada en la
pared y dejo atrás a los otros iniciados. Drew extiende una pierna para hacerme
tropezar, pero salto por encima en el último segundo.
Cuatro
me toca el hombro para guiarme al interior y cierra la puerta a mi espalda.
Cuando
veo lo que hay dentro doy un paso atrás automáticamente y me chocan los hombros
contra su pecho.
En
el cuarto hay un sillón abatible similar al de la prueba de aptitud y, a su
lado, una máquina que me resulta familiar. Esta habitación no tiene espejos y
apenas está iluminada; hay una pantalla de ordenador sobre el escritorio de la
esquina.
—Siéntate
—me pide Cuatro; me da un apretón en los brazos y me empuja.
—¿De
qué es la simulación? —pregunto, intentando que no me tiemble la voz, aunque
sin éxito.
—¿Alguna
vez has oído la expresión «enfrentarte a tus miedos»? Nosotros nos la tomamos
de un modo literal. La simulación te enseñará a controlar tus emociones en una
situación aterradora.
Me
llevo una mano temblorosa a la frente. Las simulaciones no son reales, no me
suponen una amenaza real, así que, por lógica, no deberían darme miedo; sin
embargo, mi respuesta es visceral. Tengo que emplear toda mi fuerza de voluntad
para dirigirme al sillón, sentarme de nuevo en él y apoyarme en el
reposacabezas. El frío del metal me atraviesa la ropa.
—¿Alguna
vez te has encargado de las pruebas de aptitud? —pregunto, ya que parece
cualificado.
—No,
procuro evitar a los estirados siempre que puedo.
No
sé por qué alguien iba a querer evitar a los de Abnegación. Puede que sí a los
de Osadía o a los de Verdad, porque la valentía y la sinceridad hacen que la
gente haga cosas extrañas, pero ¿Abnegación?
—¿Por
qué?
—¿Me
preguntas porque de verdad crees que te voy a responder?
—¿Por
qué dices cosas a medias si no quieres que te pregunten por ellas?
Me
roza el cuello con los dedos y me pongo tensa. ¿Un gesto cariñoso? No, tiene
que echarme el pelo a un lado. Le da unos golpecitos a algo y vuelvo la cabeza
para ver qué es: Cuatro tiene en la mano una jeringa con una aguja muy larga y
ha colocado el pulgar sobre el émbolo. El líquido de la jeringuilla está teñido
de naranja.
—¿Una
inyección? —pregunto con la boca seca; normalmente no me dan miedo las agujas,
pero esta es enorme.
—Usamos
una versión más avanzada de la simulación, un suero distinto, sin cables ni
electrodos.
—¿Cómo
funciona sin cables?
—Bueno,
yo tengo cables, así podré ver lo que pasa —responde—, pero en el suero hay un
diminuto transmisor para ti que enviará datos al ordenador.
Me
vuelve el brazo y mete la punta de la aguja en la tierna piel del lateral de mi
cuello. Noto un dolor profundo en la garganta, hago una mueca e intento
centrarme en la tranquilidad de su rostro.
—El
suero hará efecto dentro de sesenta segundos. Esta simulación es distinta a la
de la prueba de aptitud. Además de llevar el transmisor, el suero estimula la
amígdala cerebral, que es la parte del cerebro que se encarga de procesar las
emociones negativas, como el miedo, y después induce una alucinación. La
actividad eléctrica del cerebro se transmite a nuestro ordenador, que traduce
tu alucinación para convertirla en una imagen simulada que yo pueda ver y
supervisar. Después enviaré la grabación a los administradores de Osadía. Tú te
quedarás en la alucinación hasta que te calmes; es decir, hasta que te bajen
las pulsaciones y controles la respiración.
Intento
prestar atención a sus palabras, pero pierdo el control de mis pensamientos y
empiezo a notar los síntomas típicos del miedo: palmas sudorosas, corazón
acelerado, tensión en el pecho, boca seca, nudo en la garganta, dificultad para
respirar… Me pone las manos a ambos lados de la cabeza y se inclina sobre mí.
—Sé
valiente, Tris —susurra—. La primera vez siempre es la peor.
Sus
ojos son lo último que veo.
Me
encuentro en un campo de hierba seca que me llega hasta la cintura. El aire
huele a humo y me quema la nariz. El cielo que me cubre es del color de la
bilis, y verlo me produce ansiedad, mi cuerpo se encoge para alejarse de él.
Oigo
un revoloteo, como las páginas de un libro movidas por el viento, aunque viento
no hay. El aire está en calma y silencioso, salvo por el aleteo, no hace ni frío
ni calor; no se parece en nada al aire, pero, a pesar de todo, puedo respirar.
Una sombra desciende en picado.
Algo
me aterriza en el hombro, noto su peso y el pinchazo de unas garras, y levanto
el brazo para quitármelo de encima, dándole con la mano. Noto algo suave y frágil,
una pluma. Me muerdo el labio y miro hacia el lado: un pájaro negro del tamaño
de mi antebrazo vuelve la cabeza y clava en mí uno de sus relucientes ojos
redondos.
Aprieto
los dientes y golpeo de nuevo al cuervo con la mano. El animal me hinca las
garras y no se mueve, así que grito, más por frustración que por dolor, y pego
con ambas manos. Sin embargo, el cuervo se queda donde está, decidido, mirándome
con un ojo, mientras sus plumas reflejan la luz amarilla. Suena un trueno y
oigo el repiqueteo de la lluvia en el suelo, aunque no llueve.
El
cielo se oscurece, como si una nube tapara el sol. Todavía intentando
desprenderme del cuervo, levanto la vista: una bandada de cuervos desciende
sobre mí, un ejército de garras extendidas y picos abiertos, todos graznando y
llenando el aire de ruido. Los cuervos bajan en picado hacia el suelo formando
una sola masa, cientos de ojos negros relucientes.
Intento
correr, pero mis pies están pegados al suelo y se niegan a moverse, como el
cuervo que tengo sobre el hombro. Grito cuando me rodean, las plumas me aletean
en las orejas, los picos me pinchan los hombros y las garras se me enganchan a
la ropa. Grito hasta que se me saltan las lágrimas, sin dejar de agitar los
brazos. Con las manos golpeo cuerpos sólidos, aunque no sirve de nada, hay
demasiados. Estoy sola. Me dan picotazos en las puntas de los dedos y se
aprietan contra mí, noto alas deslizándose por mi nuca y patas tirándome del
pelo.
Me
agito y retuerzo, y caigo al suelo cubriéndome la cabeza con las manos. Me
atacan con sus gritos. Noto algo que se mueve en la hierba, un cuervo que
intenta abrirse paso bajo mi brazo. Abro los ojos y me picotea la cara, me da
en la nariz. La sangre cae sobre la hierba y sollozo mientras lo aparto con la
mano, pero otro cuervo entra por debajo del otro brazo, y sus garras se me
enganchan al pecho de la camiseta.
Estoy
gritando; estoy llorando.
—¡Ayuda!
—chillo—. ¡Ayuda!
Y
los cuervos agitan las alas con más fuerza, es como un rugido en mis oídos. Me
arde el cuerpo y están por todas partes, y no puedo pensar ni respirar. Intento
tomar aire, pero la boca se me llena de plumas, tengo plumas en la garganta, en
los pulmones, convierten mi sangre en un peso muerto.
—Ayuda
—sollozo y grito, sin sentido, sin lógica.
Me
muero; me muero; me muero.
Se
me rasga la piel y sangro, y los graznidos son tan fuertes que me pitan los oídos,
pero no me muero, y entonces recuerdo que esto no es real, aunque parece real,
parece tan, tan real… «Sé valiente», grita la voz de Cuatro en mi memoria. Lo
llamo pidiendo ayuda, respirando plumas y exhalando gritos de socorro, pero no
habrá ayuda; estoy sola.
«Te
quedarás en la alucinación hasta que te calmes», sigue diciendo su voz, y yo
toso y tengo la cara mojada de lágrimas, y otro cuervo se me ha metido bajo los
brazos y noto el borde afilado de su pico en la boca. El pico se me mete entre
los labios y me araña los dientes. El pájaro me mete la cabeza en la boca y
aprovecho para morder fuerte; el sabor es asqueroso. Escupo y aprieto los
dientes para formar una barrera, aunque un cuarto cuervo está intentando metérseme
bajo los pies y un quinto me picotea las costillas.
«Cálmate.»
No
puedo, no puedo. Me palpita la cabeza.
«Respira.»
Mantengo
la boca cerrada y tomo aire por la nariz. Hace horas que estaba sola en el
campo; días. Expulso el aire por la nariz. El corazón me late a toda velocidad,
tengo que frenarlo. Vuelvo a respirar, tengo la cara mojada de lágrimas.
Sollozo
y me obligo a avanzar, estirándome sobre la hierba, que me pincha la piel.
Alargo los brazos y respiro. Los cuervos empujan y me picotean los costados,
metiéndose debajo de mí, y yo los dejo. Dejo que el aleteo, los graznidos, los
picotazos y los empujones continúen, mientras relajo los músculos uno a uno y
me resigno a convertirme en un cadáver agujereado.
El
dolor me abruma.
Abro
los ojos y vuelvo a estar sentada en el sillón metálico.
Grito,
y agito los brazos, la cabeza y las piernas para sacudirme los pájaros de
encima, pero ya no están, aunque siga notando las plumas en la nuca, y las
garras en el hombro y en la piel. Gimo y me llevo las rodillas al pecho para
esconder la cara en ellas.
Una
mano me toca el hombro y lanzo un puñetazo que alcanza algo sólido, aunque
blando.
—¡No
me toques! —exclamo entre sollozos.
—Se
acabó —dijo Cuatro.
La
mano me acaricia, incómoda, el pelo, y recuerdo la misma caricia de mi padre
cuando me daba las buenas noches, la de mi madre cuando me cortaba la melena
con las tijeras. Me paso las palmas de las manos por los brazos, todavía sacudiéndome
las plumas, a pesar de que sé que no hay ninguna.
—Tris.
Me
mezo adelante y atrás en el sillón.
—Tris,
te voy a llevar al dormitorio, ¿vale?
—¡No!
—suelto; levanto la cabeza y lo miro con rabia, aunque no puedo verlo a través
de las lágrimas—. No quiero que me vean… así…
—Venga,
cálmate —dice, y pone los ojos en blanco—. Te sacaré por la puerta de atrás.
—No
necesito… —protesto, sacudiendo la cabeza.
Me
tiembla el cuerpo y estoy tan débil que no sé si seré capaz de ponerme de pie,
aunque tengo que intentarlo. No puedo ser la única persona que necesita ayuda
para volver al dormitorio. Aunque no me vean, lo descubrirán, hablarán sobre mí…
—Tonterías.
Me
agarra por un brazo y me levanta del sillón. Parpadeo para despejar los ojos de
lágrimas, me seco las mejillas con la mano y dejo que me conduzca a la puerta
que hay detrás de la pantalla del ordenador.
Caminamos
por el pasillo en silencio. A unos cuantos cientos de metros de la habitación,
aparto el brazo y me detengo.
—¿Por
qué me habéis hecho eso? —pregunto—. ¿Qué sentido tiene, eh? ¡Cuando elegí Osadía
no me imaginaba que me presentaba voluntaria a varias semanas de tortura!
—¿Creías
que superar la cobardía sería fácil? —responde, muy tranquilo.
—¡Eso
no es superar la cobardía! La cobardía es cómo decides ser en la vida real, ¡y
en la vida real no me va a matar a picotazos una bandada de cuervos, Cuatro!
Me
llevo las palmas de las manos a la cara y sollozo escondida tras ellas.
No
dice nada, se queda donde está mientras lloro. Solo tardo unos segundos en
parar y volver a limpiarme la cara.
—Quiero
irme a casa —digo en un susurro.
Pero
irse a casa ya no es una opción, o me quedo o acabo en los cochambrosos barrios
de los abandonados.
No
me mira con compasión, me mira sin más. Sus ojos parecen negros en esta
penumbra y su boca es una línea dura.
—Aprender
a pensar en una situación aterradora es una lección que todos, incluida tu
familia de estirados, necesitan aprender. Si no puedes aprenderla, tendrás que
salir de aquí, porque no te queremos.
—Lo
intento —respondo; me tiembla el labio inferior—, pero he fracasado. Estoy
fracasando.
—¿Cuánto
tiempo crees que has estado en esa habitación, Tris? —pregunta, suspirando.
—No
lo sé, ¿media hora?
—Tres
minutos —contesta—. Has salido tres veces antes que los demás iniciados. No sé
qué serás, pero está claro que no eres una fracasada.
¿Tres
minutos?
—Mañana
se te dará mejor, ya lo verás —añade, sonriendo un poco.
—¿Mañana?
Me
toca la espalda y me guía hacia el dormitorio; noto las puntas de sus dedos a
través de la camiseta. Su ligera presión hace que me olvide de los pájaros, por
el momento.
—¿Qué
fue tu primera alucinación? —pregunto, mirándolo.
—No
fue un «qué», sino un «quién» —responde, encogiéndose de hombros—. No tiene
importancia.
—¿Y
has superado ya ese miedo?
—Todavía
no —contesta; llegamos a la puerta del dormitorio y se apoya en la pared antes
de meterse las manos en los bolsillos—. Puede que nunca lo consiga.
—Entonces,
¿no desaparecen?
—A
veces, sí. Y, a veces, aparecen nuevos miedos para sustituirlos —explica, metiéndose
los pulgares en las trabillas del cinturón—. Pero el objetivo no es no tenerle
miedo a nada, eso es imposible. El objetivo es aprender a controlar el miedo y
a liberarse de él.
Asiento
con la cabeza. Antes pensaba que los de Osadía no tenían miedo, eso era lo que
parecía. Sin embargo, lo que veía como falta de miedo era, en realidad, un
miedo bajo control.
—De
todos modos, tus miedos rara vez son lo que parecen ser en la simulación —añade.
—¿Qué
quieres decir?
—Bueno,
¿de verdad te dan miedo los cuervos? —pregunta, esbozando una sonrisa a medias;
la expresión le da una calidez tal a su mirada que me olvido de que es mi
instructor y se convierte en un chico que charla conmigo de camino a mi puerta—.
Cuando ves uno, ¿sales corriendo pegando gritos?
—No,
supongo que no.
Se
me ocurre acercarme más a él, no por una razón práctica, sino solo porque
quiero saber qué sentiría al estar tan cerca; solo porque quiero hacerlo.
«Tonta»,
dice una voz dentro de mi cabeza.
Me
acerco y me apoyo también en la pared, ladeando la cabeza para mirarlo. Igual
que en la noria, sé exactamente el espacio que nos separa: quince centímetros.
Me inclino. Menos de quince centímetros. Noto más calor, como si emitiera una
especie de energía que solo ahora, a esta distancia, soy capaz de captar.
—Entonces,
¿qué es lo que me da miedo en realidad? —pregunto.
—No
lo sé. Solo puedes saberlo tú.
Asiento
lentamente con la cabeza. Podrían ser docenas de cosas, pero no estoy segura de
cuál es la correcta, ni tan siquiera de que exista una correcta.
—No
sabía que convertirme en osada sería tan difícil —comento, y un segundo después
me sorprende haberlo dicho, me sorprende haberlo admitido; me muerdo el
interior de la mejilla y observo a Cuatro con atención, preguntándome si habré
cometido un error.
—No
siempre ha sido así, según me cuentan —responde, elevando un hombro; al
parecer, mi confesión no le molesta—. Ser osado, me refiero.
—¿Qué
ha cambiado?
—El
liderazgo. La persona que controla el entrenamiento establece el estándar de
comportamiento de la facción. Hace seis años, Max y los demás líderes cambiaron
los métodos de entrenamiento para hacerlos más competitivos y brutales, se
suponía que era para comprobar la fortaleza de los iniciados. Y eso cambió las
prioridades de Osadía en su conjunto. Seguro que ya te imaginas quién es el
nuevo protegido del líder.
La
respuesta es obvia: Eric. Lo han formado para ser cruel, y ahora él nos formará
a los demás para que también lo seamos.
Miro
a Cuatro; el entrenamiento no funcionó con él.
—Entonces,
si fuiste el primero de tu clase de iniciados, ¿en qué puesto quedó Eric?
—El
segundo.
—Así
que era la segunda opción para el liderazgo —respondo, asintiendo lentamente
con la cabeza—. Tú eras su primera opción.
—¿Por
qué lo dices?
—Por
la forma en que Eric actuó la primera noche, en la cena. Estaba celoso a pesar
de que tiene lo que quiere.
Cuatro
no me contradice, así que debo de estar en lo cierto. Quiero preguntarle por qué
no aceptó el puesto que le ofrecieron los líderes, por qué se resiste tanto a
liderar cuando parece ser un líder por naturaleza. Sin embargo, sé lo que
piensa de las preguntas personales.
Me
sorbo los mocos, me seco la cara una vez más y me aliso el pelo.
—¿Se
nota que he estado llorando? —pregunto.
—Hmmm.
Se
inclina sobre mí, más cerca, y entrecierra los ojos como si me examinara la
cara. Una sonrisa le asoma a la comisura de los labios. Está aún más cerca,
respiraríamos el mismo aire… si yo recordara cómo respirar.
—No,
Tris —responde, y su expresión se vuelve más seria—. Pareces tan dura como una
roca.
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