ME CUBRO BIEN los hombros con la chaqueta. Llevo mucho tiempo sin salir
al exterior; el sol me ilumina la cara con sus pálidos rayos, y observo el vaho
que formo al respirar.
Al
menos he conseguido una cosa: convencer a Peter y a sus amigos de que ya no soy
una amenaza. Mañana, cuando pase por mi propio paisaje, solo tengo que
asegurarme de probar que se equivocan. Ayer, fallar me parecía imposible, pero
hoy no estoy tan segura.
Me
paso las manos por el pelo. Ya no siento el impulso de llorar. Me lo trenzo y
lo sujeto con la goma que llevo en la muñeca. Vuelvo a ser yo, y eso es lo único
que necesito: recordar quién soy. Soy alguien que no permite que la detengan
cosas intrascendentes, como los chicos o las experiencias cercanas a la muerte.
Me
río y sacudo la cabeza; ¿de verdad lo soy?
Oigo
la bocina del tren. Las vías rodean el complejo de Osadía y siguen más allá de
lo que me alcanza la vista. ¿Dónde empiezan? ¿Dónde terminan? ¿Cómo es el mundo
del otro lado? Camino hacia ellas.
Quiero
irme a casa, pero no puedo. Eric nos advirtió que no demostrásemos demasiado
apego por nuestros padres el Día de Visita, así que ir a casa sería traicionar
a Osadía, cosa que no puedo permitirme. Sin embargo, Eric no dijo nada sobre
visitar a gente de otras facciones que no fueran la nuestra, y mi madre me pidió
que visitara a Caleb.
Sé
que no tengo permiso para salir sin supervisión, pero no me detengo. Camino
cada vez más deprisa hasta que echo a correr. Impulsándome con los brazos,
corro en paralelo al último vagón hasta que logro agarrarme al asidero y subir;
hago una mueca cuando mi cuerpo dolorido se queja.
Una
vez en el vagón, me tumbo boca arriba cerca de la puerta y contemplo el
complejo de Osadía hasta que desaparece. No quiero volver; sin embargo, decidir
abandonar, quedarme sin facción, sería lo más valiente que haya hecho nunca, y
hoy me siento bastante cobarde.
El
aire me pasa por encima y me da vueltas en los dedos. Dejo la mano colgando por
el borde para que note la presión del viento. No puedo volver a casa, pero sí
puedo ir a buscar un trocito de ella. Caleb está en todos mis recuerdos de la
niñez, es parte de mis raíces.
El
tren frena cuando llega al centro de la ciudad, y me siento para observar cómo
los edificios más pequeños se convierten en edificios mayores. En Erudición
viven en grandes edificios de piedra que dan al pantano. Me agarro al asidero y
salgo lo bastante como para ver adónde van las vías. Bajan a la altura de la
calle justo antes de torcer al este. Inhalo y me llega el olor a pavimento
mojado y aire del pantano.
El
tren baja, frena un poco, y salto. Me tiemblan las piernas con el impacto del
aterrizaje, así que corro unos pasos para recuperar el equilibrio. Camino por
el centro de la calle en dirección sur, hacia el pantano. Hay tierra vacía
hasta donde me alcanza la vista, una llanura marrón que choca con el horizonte.
Tuerzo
a la izquierda. Los edificios de Erudición se yerguen sobre mí, oscuros y extraños.
¿Cómo voy a encontrar a Caleb?
Los
eruditos guardan registros, forma parte de su naturaleza. Deben de guardar
registros de sus iniciados, y alguien tendrá acceso a los registros, solo hay
que encontrarlo. Examino los edificios. Lógicamente, el central debe de ser el
más importante, así que puedo empezar por ahí.
Hay
miembros de la facción por todas partes. Las normas de Erudición establecen que
los miembros tienen que llevar puesta, como mínimo, una prenda de vestir azul,
ya que el azul hace que el cuerpo libere sustancias químicas calmantes y «una
mente tranquila es una mente clara». El color también sirve para identificar a
su facción. Ahora, ese color tan brillante me molesta; me he acostumbrado a la
penumbra y la ropa oscura.
Esperaba
tener que abrirme paso entre la gente esquivando codos y mascullando «perdone»,
como siempre, pero no hace falta. Convertirme en osada me ha hecho visible. La
multitud me deja pasar y me mira. Me quito la goma del pelo y lo sacudo para
soltarlo antes de entrar por las puertas principales.
En
el interior, me paro un momento y echo la cabeza atrás: la habitación es
enorme, está en silencio y huele a páginas cubiertas de polvo. El suelo de
madera cruje bajo mis pies. Las paredes de ambos lados están llenas de libros,
aunque parecen más decorativos que otra cosa, ya que en las mesas del centro de
la habitación hay ordenadores y nadie lee. Todos están concentrados en las
pantallas, tensos.
Debería
haber sabido que el edificio principal de Erudición sería una biblioteca. Me
llama la atención el retrato que hay colgado en la pared de enfrente, mide el
doble que yo, es cuatro veces más ancho y en él se ve a una mujer atractiva con
ojos gris pálido y gafas: Jeanine. Se me enciende la garganta al verla. Como es
la representante de Erudición, ella fue la que publicó el informe sobre mi
padre. No me ha gustado desde que mi padre empezó a despotricar sobre ella a la
hora de cenar, pero ahora directamente la odio.
Bajo
ella hay una enorme placa en la que pone: «El conocimiento conduce a la
prosperidad».
Prosperidad.
Para mí, la palabra tiene una connotación negativa. Abnegación la usa para
describir la falta de moderación.
¿Cómo
puede haber elegido Caleb a esta gente? Todo lo que hacen y quieren está mal,
aunque seguro que él opina lo mismo de Osadía.
Me
acerco al escritorio que hay justo debajo del retrato de Jeanine. El joven
sentado tras él no levanta la mirada cuando me pregunta:
—¿En
qué puedo ayudarla?
—Estoy
buscando a alguien, se llama Caleb. ¿Sabe dónde puedo encontrarlo?
—No
se me permite dar información personal —responde sin más mientras toca la
pantalla que tiene delante.
—Es
mi hermano.
—No
se me permi…
Doy
una palmada en el escritorio, y él sale de su aturdimiento y me mira desde el
otro lado de sus gafas. Varias personas se vuelven para mirarme.
—He
dicho que estoy buscando a alguien —insisto en tono seco—. Es un iniciado. ¿Puede
al menos decirme dónde encontrarlos?
—¿Beatrice?
—pregunta una voz a mi espalda.
Me
vuelvo, y allí está Caleb, detrás de mí, con un libro en la mano. Le ha crecido
el pelo, así que lo tiene levantado sobre las orejas, y lleva una camiseta azul
y unas gafas rectangulares. Aunque parece distinto y ya no se me permite
quererlo, corro hacia él lo más deprisa que puedo y lo abrazo.
—Tienes
un tatuaje —dice con voz ahogada.
—Y
tú tienes gafas —respondo, retirándome un poco para mirarlo con ojos
entrecerrados—. Tu visión es perfecta, Caleb, ¿qué estás haciendo?
—Hmmm
—dice, mirando hacia las mesas que nos rodean—. Ven, vamos a salir de aquí.
Salimos
del edificio y cruzamos la calle. Tengo que correr para seguirle el ritmo.
Enfrente de la sede de Erudición hay algo que antes era un parque, ahora
simplemente lo llamamos «Millenium», y no es más que una extensión de tierra
vacía y varias esculturas de metal oxidado: una es un mamut abstracto chapado,
otra tiene forma de haba gigante.
Nos
detenemos en el hormigón que rodea el haba metálica, donde los de Erudición se
sientan en grupitos con periódicos o libros. Se quita las gafas y se las mete
en el bolsillo, después se pasa una mano por el pelo y me mira a los ojos un
segundo, nervioso, como si estuviera avergonzado. Quizá yo también debería
estarlo: estoy tatuada, llevo el pelo suelto y ropa ajustada. Pero no, no lo
estoy.
—¿Qué
haces aquí? —pregunta.
—Quería
ir a casa y tú eras lo más parecido que se me ocurría.
Aprieta
los labios.
—No
pareces muy contento de verme —añado.
—Eh
—responde, poniéndome las manos en los hombros—. Estoy encantado de verte, ¿vale?
Es que no está permitido. Hay normas.
—Me
da igual. No me importa, ¿vale?
—A
lo mejor debería importarte —dice en tono amable; ha puesto su típica cara de «esto
no lo apruebo»—. Si estuviera en tu lugar, no querría tener problemas con tu
facción.
—¿Qué
se supone que quiere decir eso?
Sé
perfectamente lo que quiere decir: ve mi facción como la más cruel de las
cinco, nada más.
—Es
que no quiero que te hagan daño. No te enfades tanto conmigo —añade, ladeando
la cabeza—. ¿Qué te ha pasado ahí?
—Nada,
no me ha pasado nada.
Cierro
los ojos y me restriego la nuca con una mano. Aunque pudiera explicárselo todo,
no querría hacerlo, ni siquiera soy capaz de reunir la fuerza de voluntad
suficiente para pensar en ello.
—¿Crees…?
—empieza, y se mira los zapatos—. ¿Crees que hiciste la elección correcta?
—No
creo que hubiera una correcta. ¿Y tú?
Echa
un vistazo a su alrededor; la gente se nos queda mirando cuando pasa por
nuestro lado. Él los mira de reojo y sigue estando nervioso, aunque quizá no
sea ni por su aspecto ni por mí, sino por ellos. Lo agarro por el brazo y me lo
llevo bajo el arco del haba metálica. Caminamos bajo su barriga hueca. Veo mi
reflejo por todas partes, distorsionado por la curva de las paredes, roto por
las zonas oxidadas y sucias.
—¿Qué
está pasando? —pregunto, cruzándome de brazos; no me había dado cuenta antes de
las ojeras de Caleb—. ¿Algo va mal?
Caleb
apoya una mano en la pared metálica. En su reflejo, la cabeza es pequeña y está
aplastada por un lado, y su brazo parece doblarse hacia dentro. Sin embargo, mi
reflejo es pequeño y achaparrado.
—Está
pasando algo gordo, Beatrice, algo malo —responde, y veo que tiene los ojos
vidriosos y muy abiertos—. No sé qué es, pero la gente corre de un lado a otro
hablando en voz baja, y Jeanine está todo el tiempo, casi a diario, dando
discursos sobre lo corrupta que es Abnegación.
—¿Y
la crees?
—No.
Puede. No… No sé qué creer —concluye, sacudiendo la cabeza.
—Sí
que lo sabes —respondo en tono severo—. Sabes quiénes son nuestros padres,
sabes quiénes son nuestros amigos. ¿Crees que el padre de Susan es un corrupto?
—¿Y
cuánto sé yo? ¿Cuándo me permitieron saber? No se nos permitía hacer preguntas,
Beatrice; ¡no se nos permitía saber nada! Y aquí… —añade, y levanta la vista, y
en el círculo plano de espejo que tenemos encima contemplo nuestras diminutas
figuras, del tamaño de uñas; creo que ese es nuestro verdadero reflejo: tan
pequeño como nosotros—. Aquí la información circula libremente, siempre está
disponible.
—Esto
no es la facción de Verdad, aquí hay mentirosos, Caleb. Hay personas que son
tan listas que saben cómo manipularte.
—¿No
crees que me enteraría si me estuvieran manipulando?
—Si
son tan listos como dices, no, creo que no te enterarías.
—No
sabes de lo que hablas —insiste, sacudiendo la cabeza.
—Sí,
¿cómo iba a saber yo lo que es una facción corrupta? Total, solo me entreno
para ser de Osadía, por amor de Dios. Al menos, yo sé de qué formo parte,
Caleb, mientras que tú has decidido no hacer caso de lo que siempre hemos
sabido: que estas personas son arrogantes y codiciosas, y que no te llevarán a
ninguna parte.
—Creo
que deberías irte, Beatrice —responde en tono seco.
—Será
un placer —le digo—. Ah, y supongo que no te importará, pero mamá me dijo que
te pidiera que investigases el suero de la simulación.
—¿La
has visto? —pregunta, dolido—. ¿Por qué no…?
—Porque
los de Erudición ya no permiten que los de Abnegación entren en su complejo. ¿Esa
información no estaba disponible?
Lo
empujo para que me deje pasar, y me alejo de la cueva de espejo y la escultura
para volver a la acera. No debería haberme marchado. Ahora el complejo de Osadía
es mi hogar; al menos allí sé por dónde piso: sé que piso terreno peligroso.
Cada
vez hay menos gente a mi alrededor, así que levanto la mirada para ver por qué.
De pie, a pocos metros de mí, hay dos hombres de Erudición cruzados de brazos.
—Perdone
—me dice uno de ellos—, pero tiene que venir con nosotros.
Uno
de los hombres camina detrás de mí, aunque tan cerca que noto su aliento en la
nuca. El otro me conduce por la biblioteca y a lo largo de tres pasillos hasta
llegar a un ascensor. Más allá de la biblioteca, el suelo pasa de madera a
losetas blancas y las paredes brillan como el techo de la sala de la prueba de
aptitud. El brillo rebota en las puertas plateadas del ascensor, así que
entrecierro los ojos para poder ver.
Intento
mantener la calma, me hago preguntas sacadas de la formación de Osadía: «¿Qué
haces si alguien te ataca por detrás?». Me imagino clavando un codo en un estómago
o una entrepierna. Me imagino corriendo. Ojalá tuviera una pistola. Son
pensamientos de Osadía, pensamientos que he hecho míos.
«¿Qué
haces si te atacan dos personas a la vez?»
Sigo
al hombre por un pasillo vacío e iluminado que conduce a un despacho. Las
paredes son de cristal; supongo que ya sé qué facción diseñó mi instituto.
Hay
una mujer sentada detrás de un escritorio metálico. Me quedo mirando su cara:
es la misma cara que preside la biblioteca de Erudición, la misma que empapela
todos los artículos que publican los eruditos. ¿Cuánto tiempo hace que odio esa
cara? Ni me acuerdo.
—Siéntate
—dice Jeanine, y su voz me resulta familiar, sobre todo cuando está irritada;
clava en mí sus líquidos ojos grises.
—Mejor
no.
—Siéntate
—repite; sin duda, he oído esa voz antes.
La
oí en el pasillo, hablando con Eric, antes de que me atacaran. La oí mencionar
a los divergentes y, antes de eso, la oí…
—La
voz de la simulación era suya —le digo—. En la prueba de aptitud, quiero decir.
Ella
es el peligro del que me advirtieron Tori y mi madre, el peligro que conlleva
ser divergente. Lo tengo sentado delante.
—Correcto.
La prueba de aptitud es, de lejos, mi mayor logro como científica —contesta—.
Consulté tus resultados, Beatrice. Al parecer, hubo un problema con la prueba,
no se grabó y tuvieron que introducir los datos a mano. ¿Lo sabías?
—No.
—¿Sabías
que eres una de las únicas dos personas que, después de obtener un resultado de
Abnegación, se pasaron a Osadía?
—No
—respondo, intentando disimular la sorpresa. ¿Tobias y yo somos los únicos?
Pero su resultado era genuino y el mío, una mentira, así que, en realidad, él
es el único.
Me
da un vuelco el estómago al pensar en él. Ahora mismo me da igual lo único que
sea; dijo que yo era lamentable.
—¿Qué
te hizo elegir Osadía?
—¿Qué
tiene esto que ver con nada? —pregunto, intentando suavizar el tono, aunque sin
conseguirlo—. ¿No me va a regañar por abandonar mi facción para buscar a mi
hermano? «La facción antes que la sangre», ¿no? —añado, y hago una pausa—.
Ahora que lo pienso, ¿por qué estoy en su despacho? Se supone que es usted una
persona importante y tal, ¿no?
Puede
que eso le baje un poco los humos.
—Dejaré
las reprimendas para Osadía —responde tras fruncir los labios un segundo; después,
se reclina en su silla.
Coloco
las manos en el respaldo de la silla en la que me he negado a sentar y aprieto
los dedos. Detrás de ella hay una ventana que da a la ciudad, y veo que el tren
toma despacio una curva a lo lejos.
—En
cuanto a la razón de tu presencia aquí…, una de las cualidades de mi facción es
la curiosidad y, mientras repasaba tu historial, he visto que había otro error
en otra de tus simulaciones. Tampoco pudo grabarse. ¿Lo sabías?
—¿Por
qué tiene acceso a mi historial? Solo pueden acceder los de Osadía.
—Porque
Erudición desarrolló las simulaciones, así que tenemos un… acuerdo con Osadía,
Beatrice —responde, ladeando la cabeza para sonreírme—. Únicamente me preocupa
la competencia de nuestra tecnología. Si falla contigo, debo asegurarme de que
no sigue haciéndolo, ¿lo entiendes?
Solo
entiendo una cosa: me está mintiendo. Le da igual la tecnología; lo que pasa es
que sospecha que hay algo raro en los resultados de mi prueba. Igual que los líderes
de Osadía, está olisqueando en busca de divergentes, y si mi madre quiere que
Caleb investigue el suero de la simulación, seguramente será porque lo
desarrolló Jeanine.
Pero
¿por qué les supone tanta amenaza mi habilidad para manipular las simulaciones?
¿Por qué le importa eso precisamente a la representante de Erudición?
No
tengo respuesta, aunque la mirada que me echa me recuerda a la del perro que
ataca en la prueba de aptitud: una mirada cruel, de depredador. Quiere hacerme
pedazos, y ahora no puedo tumbarme para demostrarle sumisión, sino que yo también
debo convertirme en un perro al ataque.
Noto
el corazón en la garganta.
—No
sé cómo funcionan —digo—, pero el líquido que me inyectaron me puso mala. Puede
que la persona que se encargó de mi simulación estuviera distraída viéndome
vomitar, y por eso se le olvidó grabarla. También me mareé después de la prueba
de aptitud.
—¿Sueles
tener un estómago sensible, Beatrice? —pregunta, y su voz es como el filo de
una navaja; se pone a dar golpecitos con sus uñas perfectas sobre el
escritorio.
—Desde
que era pequeña —respondo con toda la calma posible.
Suelto
el respaldo de la silla y lo rodeo para sentarme en ella. No puedo parecer
tensa, por mucho que sienta como si se me retorcieran las entrañas.
—Has
tenido mucho éxito en las simulaciones —comenta—. ¿A qué atribuyes la facilidad
con la que las has superado?
—Soy
valiente —respondo, mirándola a los ojos; las demás facciones ven de cierta
manera a Osadía: gente desenvuelta, agresiva, impulsiva, creída. Así que tengo
que ser lo que ella espera—. Soy la mejor iniciada que tienen —añado,
sonriendo.
Me
echo hacia delante y apoyo los codos en las rodillas. Tendré que ir más lejos si
quiero resultar convincente.
—¿Quiere
saber por qué elegí Osadía? —pregunto—. Porque estaba aburrida. —Más, tengo que
ir más allá, las mentiras requieren compromiso—. Estaba cansada de ser una niñita
buena y quería salir de allí.
—Entonces,
¿no echas de menos a tus padres? —pregunta con delicadeza.
—¿Que
si echo de menos que me regañen por mirarme en un espejo? ¿Que si echo de menos
que me manden callar cuando estamos comiendo? —pregunto, y sacudo la cabeza—.
No, no los echo de menos. Ya no son mi familia.
La
mentira me quema la garganta al salir, o puede que sean las lágrimas que
reprimo. Me imagino a mi madre detrás de mí, cepillo y tijeras en mano,
sonriendo un poquito mientras me corta el pelo, y preferiría gritar antes que
insultarla de esta manera.
—Entonces,
¿puedo dar por sentado que…? —empieza a decir Jeanine, aunque frunce los labios
y se detiene unos segundos antes de terminar—. ¿Que estás de acuerdo con los
informes que se han publicado sobre los líderes políticos de esta ciudad?
¿Los
informes que aseguran que mi familia es un grupo de dictadores corruptos y
ambiciosos con aires de superioridad moral? ¿Los informes que incluyen sutiles
amenazas y apuntan a la revolución? Me ponen mala. Saber que ella es la que los
publicó hace que me entren ganas de estrangularla.
Sonrío.
—De
todo corazón —respondo.
Uno
de los lacayos de Jeanine, un hombre con camisa azul y gafas de sol, me conduce
de vuelta al complejo de Osadía en un lustroso coche plateado que no tiene nada
que ver con los coches que he visto antes. El motor apenas hace ruido. Cuando
pregunto por él al hombre, me dice que funciona con energía solar e inicia una
larga explicación de cómo los paneles del techo convierten la luz del sol en
energía. Dejo de prestar atención al cabo de sesenta segundos y me dedico a
mirar por la ventana.
No
sé qué me harán cuando regrese, aunque sospecho que no será agradable. Me
imagino con los pies colgando del abismo y me muerdo el labio.
Cuando
el conductor aparca delante del edificio de cristal que está encima del
complejo, Eric me está esperando en la puerta para agarrarme del brazo y
llevarme al interior sin dar las gracias al chófer. Los dedos de Eric me
aprietan tanto que sé que me saldrán moratones.
Se
pone entre la puerta que lleva adentro y yo, y empieza a hacer crujir los
nudillos. Por lo demás, se queda completamente inmóvil.
Me
estremezco sin querer.
El
suave ruidito de sus nudillos es lo único que oigo aparte de mi propia
respiración, que se acelera por segundos. Cuando termina, entrelaza los dedos
delante de él.
—Bienvenida
de nuevo, Tris.
—Eric.
Se
acerca a mí, dando cada paso con sumo cuidado.
—¿En
qué… —dice en voz baja— estabas pensando… —añade, más alto— exactamente?
—No…
—empiezo a responder; está tan cerca que veo los agujeros en los que entran
todos sus pendientes—. No lo sé.
—Me
tienta la idea de declararte traidora a la facción, Tris. ¿Es que nunca has oído
la frase: «La facción antes que la sangre»?
He
visto a Eric hacer cosas horribles y lo he oído decir cosas horribles, pero
nunca lo había visto así. Ya no es un maníaco, sino que está perfectamente
controlado, perfectamente tranquilo. Tranquilo y cuidadoso.
Por
primera vez, reconozco a Eric por lo que es: un erudito disfrazado de osado; un
genio, además de un sádico; un cazador de divergentes.
Quiero
salir corriendo.
—¿No
te satisface la vida que has encontrado aquí? ¿Te arrepientes de tu decisión? —pregunta
Eric, arqueando sus dos cejas repletas de metal y arrugando la frente—. Me
gustaría oír una explicación de por qué has traicionado a Osadía, te has
traicionado a ti y me has traicionado a mí —añade, dándose un golpecito en el
pecho— para aventurarte a entrar en la sede de otra facción.
—Pues…
Respiro
hondo. Me mataría si supiera lo que soy, lo noto. Aprieta los puños. Estoy
sola, si me pasa algo, nadie lo sabrá y nadie lo verá.
—Si
no puedes explicarte —insiste, bajando la voz—, puede que me vea obligado a
reconsiderar tu puesto en la clasificación. O, como pareces tan apegada a tu
antigua facción…, a lo mejor me veo obligado a reconsiderar los puestos de tus
amigos. Puede que la pequeña abnegada que llevas dentro se tome más en serio
esa amenaza.
Mi
primer pensamiento es que no puede hacerlo, que no sería justo. El segundo,
que, por supuesto, claro que lo haría, que no dudaría un segundo en hacerlo. Y
tiene razón: la idea de que mi comportamiento imprudente expulse a alguien de
una facción hace que se me encoja el corazón de miedo. Lo intento otra vez.
—Pues…
Pero
me cuesta respirar.
Entonces
se abre la puerta y sale Tobias.
—¿Qué
estás haciendo? —pregunta a Eric.
—Sal
de aquí —dice Eric en voz más alta y no tan monocorde. Suena más como el Eric
que conozco, y también le cambia la expresión, se hace más móvil y viva. Me
quedo mirando, maravillada ante su capacidad de transformación, y me pregunto
qué estrategia se esconderá detrás.
—No
—responde Tobias—. No es más que una chica estúpida, no hace falta arrastrarla
hasta aquí e interrogarla.
—Una
chica estúpida —repite Eric—. Si solo fuera una chica estúpida no iría la
primera, ¿no?
Tobias
se pellizca el puente de la nariz y me mira a través del espacio entre los
dedos. Intenta decirme algo; pienso a toda velocidad; ¿qué consejo me ha dado
Cuatro recientemente?
Lo
único que se me ocurre es: «Finge ser vulnerable».
Ya
me ha funcionado antes.
—Es
que… estaba avergonzada y no sabía qué hacer —digo, metiendo las manos en los
bolsillos y mirando al suelo; entonces me pellizco una pierna con tanta fuerza
que se me saltan las lágrimas, y miro a Eric sorbiéndome los mocos—. Intenté… y…
—añado, sacudiendo la cabeza.
—¿Intentaste
qué? —pregunta Eric.
—Besarme
—responde Tobias—. Y yo la rechacé, así que salió corriendo como una cría de
cinco años. De lo único que podemos culparla es de ser estúpida.
Los
dos esperamos.
Eric
me mira, mira a Tobias y se ríe, aunque con una risa demasiado fuerte y
demasiado larga; es un sonido amenazador y que raspa como papel de lija.
—¿No
es un poco mayor para ti, Tris? —pregunta, sonriendo de nuevo.
Me
limpio la mejilla como si me secara una lágrima.
—¿Puedo
irme ya?
—Vale
—responde Eric—, pero no se te permite abandonar el complejo de nuevo sin
supervisión, ¿me oyes? Y tú —añade, volviéndose hacia Tobias—, será mejor que
te asegures de que ningún trasladado vuelva a salir del complejo. Y de que
ninguno más intente besarte.
—Vale
—contesta Tobias, poniendo los ojos en blanco.
Dejo
la habitación y vuelvo a salir al exterior, sacudiendo las manos para librarme
de los temblores. Me siento en el pavimento y me abrazo las rodillas.
No
sé cuánto tiempo llevo aquí sentada, con la cabeza gacha y los ojos cerrados,
cuando la puerta se abre de nuevo. Puede que hayan sido veinte minutos o puede
que una hora. Tobias se me acerca.
Me
levanto y cruzo los brazos, a la espera de la reprimenda. Le di una bofetada y
después me metí en líos con Osadía, tiene que haber una reprimenda.
—¿Qué?
—pregunto.
—¿Estás
bien? —dice; le aparece una arruga entre las cejas y me toca la mejilla con
delicadeza, pero le aparto la mano.
—Bueno,
primero me insultan delante de todos, después tengo que charlar con la mujer
que intenta destruir a mi antigua facción y, por último, Eric está a punto de
expulsar a mis amigos de Osadía, así que, sí, está resultando ser un gran día…,
Cuatro.
Él
sacude la cabeza y mira hacia el edificio derruido de su derecha, que está
hecho de ladrillo y apenas se parece en algo a la reluciente aguja de cristal
que tengo detrás. Debe de ser muy antiguo; ya no se construye con ladrillo.
—¿Y
qué más te da a ti, por cierto? —añado—. O eres el instructor cruel o eres el
novio preocupado —digo, y me pongo tensa al pronunciar la palabra «novio»; no
quería hacerlo con tanta indiferencia, pero ya es tarde—. No puedes interpretar
los dos papeles a la vez.
—No
soy cruel —responde, frunciendo el ceño—. Esta mañana te estaba protegiendo. ¿Cómo
crees que habrían reaccionado Peter y sus amigos idiotas si descubren que tú y
yo estamos…? Nunca ganarías —asegura, suspirando—. Dirían que tu puesto es
resultado de favoritismo, no de tu habilidad.
Abro
la boca para protestar, pero no puedo. Se me ocurren unos cuantos comentarios
sarcásticos, pero los descarto. Tiene razón. Me pongo roja e intento
refrescarme las mejillas con las manos.
—No
tenías que insultarme para probarles nada —digo al fin.
—Y
tú no tenías que salir corriendo a ver a tu hermano solo porque te hice daño —responde,
restregándose la nuca—. Además…, funcionó, ¿no?
—A
mi costa.
—No
sabía que te afectaría tanto —asegura; después baja la mirada y se encoge de
hombros—. A veces se me olvida que puedo hacerte daño, que es posible hacerte
daño.
Me
meto las manos en los bolsillos y me balanceo sobre los talones. Una extraña
sensación me recorre el cuerpo, una dulce y dolorosa debilidad: Tobias hizo lo
que hizo porque creía en mi fortaleza.
En
casa, Caleb era el fuerte porque podía olvidarse de sí mismo, porque todas las
características que mis padres valoraban a él le salían de manera natural.
Hasta ahora, nadie había estado convencido de mi fortaleza.
Me
pongo de puntillas, levanto la cabeza y lo beso. Solo se tocan nuestros labios.
—Eres
genial, ¿sabes? —comento, sacudiendo la cabeza—. Siempre sabes lo que hay que
hacer.
—Solo
porque llevo pensando en esto mucho tiempo —responde, dándome un beso rápido—.
En cómo manejaría la situación si tú y yo… —Se aparta un momento y sonríe—. ¿Te
he oído decir que soy tu novio, Tris?
—No
exactamente. ¿Por qué? ¿Quieres que lo haga?
Él
me pasa las manos por el cuello y me levanta la barbilla con los pulgares hasta
que mi frente toca la suya. Durante un momento se queda así, con los ojos
cerrados, respirando mi aire. Noto el pulso en las puntas de sus dedos. Noto
que se le acelera la respiración. Parece nervioso.
—Sí
—dice al fin, y pierde la sonrisa—. ¿Crees que los hemos convencido de que no
eres más que una niña tonta?
—Espero
que sí. A veces ayuda ser tan pequeñita. Aunque no estoy segura de haber
convencido a los eruditos.
Tobias
pierde del todo la sonrisa y me mira, muy serio.
—Tengo
que contarte una cosa.
—¿El
qué?
—Ahora
no —responde, mirando a su alrededor—. Reúnete conmigo a las once y media. No
le cuentes a nadie adónde vas.
Asiento
con la cabeza y se vuelve para irse tan deprisa como ha venido.
—¿Dónde
te has metido todo el día? —me pregunta Christina cuando regreso al dormitorio;
la habitación está vacía, los demás deben de estar cenando—. Te busqué fuera,
pero no te encontré. ¿Va todo bien? ¿Te has metido en líos por pegar a Cuatro?
Sacudo
la cabeza, ya que la mera idea de contarle la verdad sobre mi salida me deja
agotada. ¿Cómo voy a explicarle el impulso de saltar a un tren para ir a
visitar a mi hermano? ¿O la espeluznante calma en la voz de Eric cuando me
interrogó? ¿O la razón por la que estallé y pegué a Tobias?
—Tenía
que largarme. Estuve dando vueltas por ahí un buen rato. Y no, no me he metido
en líos. Me gritó, me disculpé…, y ya está.
Mientras
hablo procuro mirarla a los ojos y mantener las manos pegadas a los costados.
—Bien
—responde—, porque tengo que contarte una cosa.
Mira
por encima de mí, hacia la puerta, y se pone de puntillas para examinar la
parte superior de las literas, seguramente para asegurarse de que están vacías.
Después me pone las manos sobre los hombros.
—¿Puedes
ser una chica durante unos segundos?
—Siempre
soy una chica —respondo, frunciendo el ceño.
—Ya
sabes lo que quiero decir, una chica tonta y fastidiosa.
—Chachi
—respondo en tono infantil, enrollándome un mechón de pelo en el dedo.
Ella
esboza una sonrisa tan amplia que le veo hasta las últimas muelas.
—Will
me dio un beso.
—¿Qué?
¿Cuándo? ¿Cómo? ¿Qué pasó?
—¡Vaya,
sí que puedes ser una chica! —exclama, y se endereza, quitándome las manos de
los hombros—. Bueno, después de tu pequeña escena, fuimos a comer y después de
paseo cerca de las vías. Estábamos hablando de… Ni siquiera me acuerdo de lo
que hablábamos. Y entonces se paró, se inclinó y… me besó.
—¿Sabías
que le gustabas? Quiero decir, ya sabes, así.
—¡No!
—responde, entre risas—. Esa fue la mejor parte. Después seguimos andando y
hablando como si no hubiera pasado nada. Bueno, hasta que yo lo besé a él.
—¿Cuánto
hace que sabes que te gusta?
—No
lo sé, supongo que no lo sabía. Pero los pequeños detalles… Que me pusiera un
brazo sobre los hombros en el funeral, que me abriera la puerta como si yo
fuese una chica y no alguien que puede darle una paliza…
Me
río. De repente quiero hablarle de Tobias y contarle todo lo que ha pasado
entre nosotros, pero me detienen las mismas razones que me dio él para fingir
que no estamos juntos. No quiero que piense que mi posición tiene algo que ver
con mi relación con él, así que me limito a decir:
—Me
alegro mucho por ti.
—Gracias.
Yo también me alegro. Y creía que tardaría mucho en poder sentir…, ya sabes.
Se
sienta en el borde de mi cama y contempla el dormitorio. Algunos de los
iniciados ya han hecho las maletas. Pronto nos trasladaremos a unos
apartamentos al otro lado del complejo, y los que tengan trabajos
gubernamentales se mudarán al edificio de cristal que se yergue sobre el Pozo.
No tendré que volver a preocuparme por que Peter me ataque mientras duerme, ni
tampoco tendré que seguir viendo la cama vacía de Al.
—No
puedo creerme que casi hayamos terminado —me dice—. Es como si acabáramos de
llegar, pero también es como…, como si llevara un siglo fuera de casa.
—¿La
echas de menos? —le pregunto, apoyándome en la estructura de la cama.
—Sí
—responde, encogiéndose de hombros—. Aunque algunas cosas no cambian. Es decir,
en casa todos son tan gritones como aquí, y eso está bien, aunque allí todo
resulta más fácil. Siempre sabes a qué atenerte con la gente, básicamente
porque te lo dice. No hay… manipulación.
Asiento
con la cabeza. Abnegación me preparó para ese aspecto de la vida en Osadía: los
abnegados no son manipuladores, pero tampoco tan directos.
—De
todos modos, creo que no habría sobrevivido a la iniciación en Verdad —sigue
explicando, y sacude la cabeza—. Allí, en vez de simulaciones, tienes
detectores de mentiras. Todo el día, todos los días. Y la prueba final… —añade,
arrugando la nariz—. Te dan una cosa que llaman suero de la verdad y te sientan
delante de todos para hacerte un montón de preguntas muy personales. En teoría,
si confiesas todos tus secretos, no tendrás ganas de mentir nunca más sobre
nada. Como lo peor de ti ya ha quedado al descubierto, ¿por qué no ser sincera?
No
sé cómo he conseguido acumular tantos secretos: ser divergente; mis miedos; lo
que siento por mis amigos, mi familia, Al y Tobias… La iniciación de Verdad
sacaría a la luz cosas que ni siquiera las simulaciones pueden tocar; una cosa
así me destrozaría.
—Parece
horrible —comento.
—Siempre
supe que no podría ser veraz. Vamos, que intento ser sincera, pero hay algunas
cosas que no quieres que la gente sepa. Además, me gusta controlar lo que
pienso.
Como
a todos.
—En
fin —sigue diciendo, y abre el armario que está a la izquierda de nuestra
litera.
Al
hacerlo, una polilla sale volando directa hacia su cara, y Christina suelta un
chillido tan fuerte que casi me para el corazón y empieza a darse palmadas en
las mejillas.
—¡Quítamela!
¡Quítamela, quítamela, quítamela! —grita.
La
polilla se aleja volando.
—¡Se
ha ido! —grito, y me echo a reír—. ¿Te dan miedo las… polillas?
—Son
asquerosas. Esas alas como de papel y esos estúpidos cuerpos de bicho… —responde,
estremeciéndose.
Sigo
riéndome. Me río tanto que tengo que sentarme y sujetarme el estómago.
—¡No
tiene gracia! —exclama—. Bueno…, vale, a lo mejor sí. Un poquito.
Por
la noche, cuando me reúno con Tobias, no me dice nada, se limita a tomarme de
la mano y tirar de mí hacia las vías.
Se
sube con apabullante facilidad al primer tren que pasa y me ayuda a hacer lo
mismo. Caigo sobre él, con la mejilla sobre su pecho, y él me desliza los dedos
por los brazos y me sujeta por los codos mientras el vagón avanza entre
traqueteos por las vías de acero. El edificio de cristal que domina el complejo
de Osadía se hace cada vez más pequeño.
—¿Qué
tenías que contarme? —le grito para hacerme oír por encima del viento.
—Todavía
no —responde.
Se
deja caer en el suelo y tira de mí, de modo que él queda sentado con la espalda
apoyada en la pared, mientras que yo estoy de cara a él, con las piernas a un
lado, sobre el suelo polvoriento. El viento me suelta mechones de pelo y me los
lanza contra el rostro. Tobias me pone las manos en la cara, desliza los dedos índice
detrás de mis orejas y me atrae hacia su boca.
Oigo
el chirrido de los frenos del tren, lo que significa que debemos de estar cerca
del centro de la ciudad. El aire es frío, pero sus labios son cálidos, igual
que sus manos. Ladea la cabeza y me besa la piel de debajo de la mandíbula. Me
alegro de que el aire haga tanto ruido, ya que así no me oye suspirar.
El
vagón se bambolea y me hace perder el equilibrio, así que bajo una mano para no
caerme. Una fracción de segundo después me doy cuenta de que la he puesto sobre
su cadera, que noto el hueso en la palma de la mano. Debería apartarla, pero no
quiero. Una vez me dijo que fuera valiente y, aunque he sido capaz de no
moverme mientras me lanzaba cuchillos a la cara y también de tirarme de un
tejado, jamás se me habría ocurrido que iba a necesitar ser valiente en los
pequeños momentos de la vida; pero así es.
Me
muevo, paso una pierna por encima de él hasta quedar sentada a horcajadas, y,
aunque noto el corazón en la garganta, lo beso. Él se sienta más derecho y noto
que me pone las manos en los hombros. Sus dedos se deslizan por mi columna, y
un escalofrío los acompaña en su camino hasta el final de mi espalda. Me baja
la cremallera de la chaqueta unos centímetros, y yo aprieto las manos contra
las piernas para que dejen de temblarme. No debería estar nerviosa, se trata de
Tobias.
El
aire frío me acaricia la piel desnuda. Él se aparta y observa con atención los
tatuajes que me hice sobre la clavícula. Los roza con las puntas de los dedos y
sonríe.
—Pájaros
—comenta—. ¿Son cuervos? Siempre se me olvida preguntártelo.
—Sí
—respondo, intentando devolverle la sonrisa—. Uno por cada miembro de mi
familia. ¿Te gustan?
No
responde, sino que me aprieta más contra él y me besa los cuervos, uno a uno.
Cierro los ojos. Me toca con cuidado, con delicadeza. Una sensación cálida y
densa, como de miel derramada, me llena por dentro y ralentiza mis
pensamientos. Me toca la mejilla.
—Odio
tener que decirlo, pero hay que levantarse ya —me dice.
Asiento
con la cabeza y abro los ojos. Los dos nos levantamos y Tobias tira de mí hacia
la puerta abierta del vagón. Como el tren ha frenado, el viento ya no es tan
fuerte. Es más de medianoche, así que todas las luces de la ciudad están
apagadas, y los edificios parecen mamuts que surgen de la oscuridad y vuelven a
sumergirse en ella. Tobias levanta una mano y señala un grupo de edificios que
están tan lejos que parecen del tamaño de una uña. Son el único punto iluminado
del oscuro mar que nos rodea: otra vez la sede de Erudición.
—Al
parecer, las ordenanzas de la ciudad no significan nada para ellos —dice—,
porque dejan las luces encendidas toda la noche.
—¿Nadie
más se ha dado cuenta? —pregunto, frunciendo el ceño.
—Seguro
que sí, pero no han hecho nada para evitarlo. Puede que sea porque no quieren
meterse en problemas por algo tan insignificante —responde Tobias encogiéndose
de hombros, aunque está tan tenso que me preocupa—. De todos modos, hace que me
pregunte qué estarán haciendo en Erudición para necesitar luces por la noche. —Se
vuelve hacia mí y se apoya en la pared—. Debes saber dos cosas sobre mí. La
primera es que sospecho de todo el mundo en general; siempre espero lo peor de
la gente. Y la segunda es que resulta sorprendente lo bien que se me dan los
ordenadores.
Asiento
con la cabeza. Me había dicho que su otro trabajo consistía en trabajar con
ordenadores, aunque todavía me cuesta imaginármelo sentado frente a una
pantalla todo el día.
—Hace
unas semanas, antes de que empezara el entrenamiento, estaba en el trabajo y
encontré una forma de entrar en los archivos protegidos de Osadía. Al parecer,
no se nos da tan bien como a Erudición la seguridad, y lo que descubrí parecían
planes de guerra: órdenes apenas veladas, listas de suministros, mapas…, cosas
así. Y eran archivos enviados por Erudición.
—¿Guerra?
—pregunto, apartándome el pelo de la cara.
Escuchar
a mi padre insultar a Erudición toda mi vida me ha hecho desconfiar de ellos, y
mis experiencias en el complejo de Osadía me han hecho desconfiar de la
autoridad y de los seres humanos en general, así que tampoco me sorprende tanto
que una facción planee una guerra.
Y
lo que Caleb me dijo antes…: «Está pasando algo gordo, Beatrice». Miro a
Tobias.
—¿Guerra
contra Abnegación?
Me
toma las manos, entrelazando los dedos, y responde:
—Contra
la facción que controla el gobierno, sí.
Noto
un nudo en el estómago.
—Pretendían
que sus informes levantaran a la gente contra Abnegación —dice, y fija la
mirada en la ciudad—. Está claro que ahora quieren acelerar el proceso, y no
tengo ni idea de qué hacer al respecto…, ni siquiera de qué podría hacerse.
—Pero
¿por qué iba Erudición a aliarse con Osadía?
Entonces
se me ocurre algo, algo que es como un puñetazo en la barriga y que me corroe
las tripas: Erudición no tiene armas y no sabe cómo luchar, pero Osadía sí.
Miro
a Tobias con ojos como platos.
—Van
a usarnos —digo.
—Me
pregunto cómo pretenderán obligarnos a luchar.
Le
aseguré a Caleb que Erudición sabe cómo manipular a los demás. Podrían
convencernos a algunos pasándonos información falsa o apelando a la codicia,
hay muchas formas. Sin embargo, en Erudición son tan meticulosos como
manipuladores, así que no lo dejarían todo en manos del azar, se asegurarían de
cubrir todos sus puntos débiles. Pero ¿cómo?
El
viento me pone el pelo en la cara y lo veo todo a rayas; no sigo adelante con
la reflexión.
—No
lo sé —respondo.
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