TOBIAS
VUELVE la vista atrás y me mira con sus oscuros ojos. Frunce el ceño, se pone
de pie, parece desconcertado; levanta la pistola.
—Suelta
el arma —me ordena.
—Tobias,
estás en una simulación.
—Suelta
el arma o disparo —insiste.
Jeanine
dijo que no me reconocería y que la simulación convertía a los amigos de Tobias
en enemigos. Me disparará si tiene que hacerlo.
Dejo
el arma a mis pies.
—¡Suelta
el arma! —me grita.
—Ya
lo he hecho.
Una
vocecita en mi cabeza me canturrea que no me oye, que no me ve, que no me
conoce. Las llamas me lamen los ojos, no puedo quedarme aquí y dejar que me
dispare.
Corro
hacia él y lo agarro por la muñeca. Noto el movimiento de sus músculos al
apretar el gatillo y me agacho justo a tiempo: la bala se estrella contra la
pared que tengo detrás. Entre jadeos, le doy una patada en las costillas y le
retuerzo la muñeca con todas mis fuerzas. Suelta la pistola.
Es
imposible que venza a Tobias en una pelea, lo tengo claro, pero debo destruir
el ordenador. Me lanzo a por la pistola y, antes de llegar a ella, me agarra y
me empuja a un lado.
Me
quedo mirando sus ojos, oscuros y turbados, durante un instante, hasta que me
da un puñetazo en la mandíbula. Mi cabeza se tuerce hacia un lado e intento
apartarme de él a la vez que levanto las manos para protegerme la cara. No
puedo caerme; si caigo, me dará una patada, y eso será peor, mucho peor. Sin
hacer caso del dolor de la mandíbula, le doy con el talón a la pistola para que
no pueda recogerla y le pego una patada en el estómago.
Él
me agarra el pie y tira, de modo que caigo sobre mi hombro. El dolor me
oscurece la visión por los bordes. Lo miro, y él levanta el pie como si fuera a
darme una patada, así que ruedo hasta ponerme de rodillas y alargo la mano para
alcanzar la pistola. No sé qué haré con ella. No puedo dispararle, no puedo
dispararle, no puedo. Tobias está ahí, en alguna parte.
Me
agarra por el pelo y tira de mí. Yo echo la mano atrás y me aferro a su muñeca,
pero es demasiado fuerte y me doy con la frente en la pared.
Tobias
está ahí, en alguna parte.
—Tobias
—lo llamo.
¿Ha
vacilado su mano? Me retuerzo para darle una patada y acierto con el talón en
su pierna. Cuando mi pelo se le escurre entre los dedos, me tiro a por la
pistola y agarro el frío metal con la punta de los dedos. Me pongo boca arriba
y apunto a Tobias con la pistola.
—Tobias,
sé que estás ahí.
Sin
embargo, si lo estuviera, seguramente no se dirigiría a mí como si esta vez
pretendiera matarme de verdad.
Me
palpita la cabeza. Me levanto.
—Tobias,
por favor —le suplico, soy lamentable; las lágrimas me calientan la cara—. Por
favor, mírame —le digo, y él sigue avanzando hacia mí con movimientos
peligrosos, rápidos, poderosos; me tiembla la pistola en la mano—. Por favor, mírame,
¡Tobias, por favor!
Incluso
cuando frunce el ceño, su expresión es pensativa, y recuerdo la curva que
forman sus labios cuando sonríe.
No
soy capaz de matarlo. No sé si lo que siento es amor, no sé si es por eso, pero
estoy segura de lo que haría él si estuviera en mi lugar y yo en el suyo. Y
estoy segura de que no hay nada en el mundo que sea más importante que su vida.
He
hecho esto antes en mi paisaje del miedo, con la pistola en la mano y una voz
gritándome que dispare a la gente que quiero. Aquella vez preferí morir antes
que hacerlo, aunque no sé de qué me va a servir eso ahora. Sin embargo, sé lo
que es correcto, lo sé sin lugar a dudas.
Mi
padre dice…, decía que el sacrificio tiene poder.
Le
doy la vuelta a la pistola y pongo el mango en la palma de Tobias.
Él
me pone el cañón en la frente. Ya no lloro, y el aire que me da en las mejillas
me resulta frío. Le pongo la mano en el pecho para poder sentir el latido de su
corazón; al menos, su latido sigue siendo suyo.
La
bala entra en la recámara. A lo mejor me resulta tan fácil como en el paisaje
del miedo, como en mis sueños. A lo mejor no será más que un ruido fuerte que
apagará todas las luces y me llevará a otro mundo. Me quedo quieta y espero.
¿Se
me perdonará por todo lo que he hecho para llegar hasta aquí?
No
lo sé. No lo sé.
Por
favor…
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