ABRO
LOS ojos y me encuentro con las palabras «Teme solo a Dios» pintadas en una
sencilla pared blanca. Vuelvo a oír agua que corre, aunque, esta vez, el sonido
viene de un grifo y no del abismo. Pasan unos segundos antes de ver bordes en
lo que me rodea, las líneas del marco de una puerta, una encimera y un techo.
El
dolor es un latido constante en la cabeza, la mejilla y las costillas. No debería
moverme, eso lo empeoraría todo. Veo una colcha azul de retazos bajo mi cabeza
y hago una mueca cuando intento moverme para ver de dónde viene el sonido del
grifo.
Cuatro
está en el baño, con las manos dentro del lavabo. La sangre que le sale de los
nudillos hace que el agua parezca de color rosa. Tiene un corte en la comisura
de los labios, pero, por lo demás, parece ileso. Se examina los cortes con
expresión apacible, cierra el grifo y se seca las manos con una toalla.
Solo
tengo un recuerdo de cómo llegué hasta aquí, nada más que una imagen: tinta
negra formando remolinos alrededor del lateral de un cuello (la esquina de un
tatuaje) y un suave vaivén que tiene que significar que me llevaba en brazos.
Apaga
la luz del cuarto de baño y saca una bolsa de hielo de la nevera que está en la
esquina de la habitación. Cuando se acerca a mí considero la posibilidad de
cerrar los ojos y fingir estar dormida, pero entonces nuestras miradas se
encuentran y pierdo la oportunidad.
—Tus
manos —grazno.
—No
son asunto tuyo —contesta.
Apoya
una rodilla en el colchón y se inclina sobre mí para ponerme el hielo debajo de
la cabeza. Antes de apartarse, acerco la mano para tocarle el corte del labio,
pero me detengo al darme cuenta de lo que estoy a punto de hacer y se me queda
la mano en el aire.
«¿Qué
tienes que perder?», me pregunto, y le toco con delicadeza la boca.
—Tris
—dice, hablando con los labios pegados a mis dedos—, estoy bien.
—¿Por
qué estabas allí? —pregunto, dejando caer la mano.
—Volvía
de la sala de control y oí un grito.
—¿Qué
les has hecho?
—Dejé
a Drew en la enfermería hace media hora —responde—, Peter y Al salieron
corriendo. Drew aseguraba que solo querían asustarte. Por lo menos, creo que
eso era lo que intentaba decir.
—¿Está
mal?
—Vivirá
—contesta, y añade en tono cortante—: Aunque no sé en qué condiciones.
No
está bien desear que alguien sufra solo porque me haya hecho daño, pero una
corriente triunfal de calor al rojo blanco me recorre el cuerpo al pensar en
que Drew está en la enfermería; aprieto el brazo de Cuatro.
—Bien
—le digo.
La
voz me suena tensa y fiera, la rabia crece en mi interior y la sangre se me
convierte en agua amarga que me llena y me consume. Quiero romper algo, golpear
algo, pero me da miedo moverme, así que me echo a llorar.
Cuatro
se agacha al lado de la cama y me observa, no distingo compasión en su mirada.
Me habría decepcionado encontrarla. Aparta la muñeca y, sorprendida, veo que me
pone la mano en la mejilla y me acaricia el pómulo con el pulgar con mucho
cuidado.
—Podría
informar sobre esto —me dice.
—No,
no quiero que piensen que tengo miedo.
Asiente
con la cabeza y sigue moviendo el pulgar con aire ausente por mi pómulo,
adelante y atrás.
—Suponía
que dirías eso.
—¿Crees
que sería mala idea sentarme?
—Te
ayudaré.
Cuatro
me agarra por el hombro con una mano y me sostiene la cabeza con la otra
mientras me levanto. Noto estallidos agudos de dolor por todo el cuerpo, aunque
intento no hacer caso y reprimo un gruñido.
—Te
puedes permitir sentir dolor —me dice después de pasarme la bolsa de hielo—.
Aquí solo estoy yo.
Me
muerdo el labio. Tengo lágrimas en la cara, pero ninguno de los dos lo
menciona, hacemos como si no estuvieran.
—Te
sugiero que, a partir de ahora, confíes en la protección de tus amigos
trasladados —añade.
—Creía
que lo hacía —respondo, y vuelvo a sentir la mano de Al en la boca; el sollozo
hace que mi cuerpo se incline hacia delante. Me llevo la mano a la frente y me
mezo despacio—. Pero Al…
—Él
quería que fueras la chica pequeñita y callada de Abnegación —responde Cuatro
en voz baja—. Te hizo daño porque tu fuerza lo hacía sentir débil. Nada más.
Asiento
con la cabeza e intento creérmelo.
—Los
demás no te tendrán tantos celos si demuestras algún signo de vulnerabilidad,
aunque no sea cierto.
—¿Crees
que tengo que fingir ser vulnerable? —pregunto, arqueando una ceja.
—Sí
—responde, y me quita la bolsa de hielo para sostenerla él mismo contra mi
cabeza; sus dedos rozan los míos.
Bajo
la mano sin protestar, necesito relajar el brazo. Cuatro se levanta y yo me
quedo mirando el dobladillo de su camiseta.
A
veces lo veo como a cualquier persona, mientras que otras veces noto su
presencia en las tripas, como si fuera una puñalada.
—Lo
que tienes que hacer es ir a desayunar mañana para demostrar a tus atacantes
que no te ha afectado lo de hoy —añade—, pero que se te vea el moratón de la
mejilla, y camina con la cabeza gacha.
La
idea me provoca náuseas.
—Creo
que no podré hacerlo —digo con voz apagada, mirándolo.
—Tienes
que hacerlo.
—Me
parece que no lo entiendes —insisto, y se me pone la cara roja—. Me tocaron.
Se
tensa de arriba abajo al oírlo, sus manos aprietan con fuerza la bolsa de
hielo.
—Te
tocaron —repite, y sus oscuros ojos se vuelven muy fríos.
—No…
de la forma que estás pensando —añado, aclarándome la garganta; al decirlo no
me he dado cuenta de lo incómodo que me resultaría hablar de ello—. Pero… casi.
Aparto
la vista.
Se
queda en silencio y quieto tanto rato que, al final, tengo que decir algo.
—¿Qué
pasa? —pregunto.
—No
quiero decir esto, pero creo que debo hacerlo. Por ahora, es más importante
para ti estar a salvo que tener razón, ¿lo entiendes?
Ha
bajado las cejas, siempre rectas, hasta que se le han quedado prácticamente
pegadas a los ojos. Se me retuerce el estómago, en parte porque sé que está en
lo cierto y no quiero reconocerlo, y en parte porque quiero algo que no sé cómo
expresar; quiero apretarme contra el aire hasta hacer desaparecer el espacio
que nos separa.
Asiento
con la cabeza.
—Pero,
por favor, en cuanto veas la oportunidad… —añade, y me aprieta la mejilla con
la mano, fría y fuerte, para ladearme la cabeza hasta obligarme a mirarlo; le
brillan los ojos, parece un depredador—. Destrúyelos.
—Das
un poco de miedo, Cuatro —respondo, dejando escapar una risa temblorosa.
—Hazme
un favor, no me llames eso.
—¿Y
qué te llamo?
—Nada
—responde, y me quita la mano de la cara—, todavía.
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